Cuando todos esperábamos que el siglo XXI sería el salto hacia otra cosa, hacia una cierta consciencia universal que llevaría al planeta por encima de las ideologías, los dogmas y los nacionalismos que generaron dos guerras mundiales en el siglo XX y casi todos los conflictos desde el inicio de la civilización, lo que está sucediendo es algo distinto. La actual centuria se está presentando como un retroceso asombroso. Lejos de acercarnos a la modernidad y a la tolerancia, los fantasmas más oscurantistas están resurgiendo.

El brexit, el ascenso de la ultraderecha en Europa (a la hora de escribir estas líneas acaban de hacer coalición y ascendieron al poder en Austria con el nuevo canciller Sebastian Kurz), los ataques y las revueltas nacionalistas contra la Unión Europea que vienen desde la izquierda o la derecha, incluido el acérrimo separatismo catalán o la Liga Norte de Italia; y -del otro lado del Atlántico— la plutocracia populista de la Casa Blanca que amenaza con dislocar el planeta, son algunos de los síntomas graves y evidentes.

Sin embargo, el asunto va más allá: se trata de una revuelta contra la Ilustración, a todo fuelle y a todo vapor. Este pensamiento irracional y ultramontano está llevando a grupos de personas organizadas en los EEUU, América Latina y otros lugares a defender excentricidades como que la tierra es plana (un retorno a los tiempos previos a Eratóstenes, contra toda la evidencia actual científica, aeroespacial, fotográfica y digital); a sostener que la Teoría de la Evolución de Darwin es una falsedad y a negar el calentamiento global y el daño progresivo del planeta, entre otras locuras similares.

¿Hacia un nuevo Medioevo?

El llamado movimiento de los Flat Earthers está creciendo en distintos países y tiene seguidores en los Estados Unidos, Canadá, Australia, Indonesia, Suráfrica, Nueva Zelanda y hasta en la culta Francia, y también se extiende también por América Latina. En América Central han empezado a escribir en redes sociales algunos promotores de ese desatino. El análisis semiótico del discurso de los Flat Earthers tiene los indicios esperados: en su mayoría son seguidores dogmáticos de agrupaciones religiosas cristianas y las palabras claves del mapa conceptual son: tradición/antiguedad/ religión/ verdad, con un curioso rechazo sistemático a la palabra «ciencia», todo un combo de nociones que se remonta al pensamiento pre-renancentista. Tiene un 72% de hombres y un 28% de mujeres, y agrupa todo tipo de personas, incluidos profesionales, comerciantes, médicos y educadores. Incluso se ha creado una Flat Earth Society con 40.000 personas registradas y que crece a un ritmo de afiliaciones de 364 personas por día, lo cual parece poco, pero que tiende a inflarse exponencialmente.

Defender la concepción bíblica original de la planitud de la tierra en pleno siglo XXI podría parecer anecdótico y marginal (hasta el ortodoxo San Agustín aceptaba su redondez ya en siglo IV d.C.) si esto no se sumara a otras tendencias. En la última década y media, se verificó también el crecimiento de un grupo que rechaza la Teoría de la Evolución darwiniana (muchos miembros del Tea Party en los EEUU y un porcentaje de los votantes de los Estados «ultrarrepublicanos» han empezado movimientos para que en las escuelas y colegios se regrese al creacionismo bíblico y a la historia de Adán, Eva y la costilla.

Pero hay algo más grave, que rebasa lo anecdótico o pintoresco: el ascenso a puestos de poder en la Casa Blanca y en otros lugares -incluidos cajas de resonancia de opinadores en muchos países de América Latina- de personas que rechazan sistemáticamente el calentamiento global. Piensan que el efecto invernadero es un fraude y que también lo es el deshielo de los polos (incluso documentado por la NASA y por otras entidades). Ciertamente hay un sector industrial y petrolero, con fuerte representación política, que rechaza la noción del calentamiento global y los controles de emisiones por codicia económica (no por naivete ni desconocimiento), pero se han aprovechado inteligentemente de esa narrativa para hacer una escalada conservadora que llevó al rompimiento de la Casa Blanca con el Acuerdo de París. Y esto sí puede tener un impacto directo en el resto del planeta.

América Latina: la guerra contra el Estado laico, los derechos humanos y las minorías

Pero el asunto no termina allí. Este tsunami dogmático y ultrarreligioso no se ha quedado oficiando en sus cultos e iglesias y ha salido a la calle a ganar puestos de poder en diversos lugares de América Latina. Iglesias cristianas, evangélicas y de diversa filiación se han transformado paralelamente en partidos políticos empezando a cambiar el mapa de poder de la región. Sucede en Costa Rica, Perú, Guatemala, Paraguay, Honduras y, más levemente, en Colombia y Panamá. Pero es una enfermedad contagiosa que pronto se extenderá al resto. En aquellos países donde el bipartidismo ideológico que venía del siglo XX se empezó a fragmentar y se dio la implosión de las viejas agrupaciones socialdemócratas, democristianas o liberales, los espacios vacíos han sido llenados por pastores religiosos que combinan sus púlpitos, cánticos y jaculatorias con escaños legislativos. Sus bases de votantes están constituidas por las propias feligresías, que en el caso de los evangélicos, neocristinanos y otras agrupaciones, literalmente destinan el 10% de sus salarios (el antiguo diezmo bíblico) no únicamente ya a sus iglesias, sino a estas nuevas aventuras políticas. Son cantidades enormes de «dinero religioso» que está entrando a la política y a sus agendas.

En Costa Rica, por ejemplo, 5 de los 57 diputados del período 2014-2018 fueron electos directamente por iglesias transformadas por partidos. Sin embargo, un número mucho mayor, de 21 diputados a 30 diputados, la tercera parte o la mitad del Parlamento, ha votado confesionalmente en diversas ocasiones por temas donde se mezclan las agendas religiosas con los problemas de política pública, incluidos diputados del PUSC (socialcristiano); ML (libertario) y hasta del PLN (socialdemócrata, fundado en 1950 por José Figueres, Rodrigo Facio y otros reconocidos agnósticos secularistas). Este neoconservadurismo religioso de la clase política costarricense les llevó a oponerse a la fecundación in vitro, a pesar de existir una resolución de la Corte Interamericana de Derechos que obligaba al país aprobar legislación que regulara esa práctica. El argumento de los opositores fue de índole esencialmente religioso.

En los últimos años, esta nueva Contrarreforma multiconfesional (es el mejor concepto que se me ocurre contra esta andanada de ataques de varias iglesias y sectas que ha puesto en jaque a Estado liberal que se implantó a medias en América Latina a fines del siglo XIX e inicios del XX) está dirigido a minar la noción del proceso secular y el Estado laico, y otros avances como los derechos humanos y el reconocimiento de minorías.

Una cruzada contra la educación sexual en los colegios de primaria y secundaria en Costa Rica bajo el lema «a mis hijos los educo yo», «la familia primero», y argumentos similares (en un país donde la estadística indica que casi el 50% de los embarazos de adolescentes se da en el seno del propio hogar o sus periferias) ha venido acompañada de una reacción visceral contra cualquier avance por reconocer los derechos civiles de las parejas de mismo sexo, por no decir la aceptación del matrimonio civil. Esta violenta cruzada contra las minorías sexuales y las diversidades de distinta índole viola derechos humanos y todo lo avanzado en las últimas cuatro décadas en esta materia.

En el Perú se presentan problemas similares, con una pugna constante entre avances en derechos civiles y el pensamiento confesional, no únicamente del catolicismo, sino del resto de las iglesias cristianas y evangélicas, las cuales obligaron la renuncia de la Ministra de Educación. De acuerdo a la ONU, 1/3 de los países del planeta criminaliza la orientación sexual y ataca minorías y América Latina «ranquea» muy mal en esta lista, no muy lejos de países del Estado islámico como Pakistán, Afganistán, Emiratos Árabes Unidos, Catar y Mauritania.

Este es el nuevo fantasma que recorre el planeta y América Latina: un dogma que promueve la intolerancia y nos hace retroceder a mucho tiempo antes de la Ilustración, a más atrás del Renacimiento, a un Medioevo agresivo, ramplón que -además- se justifica a sí mismo diciendo: somos la mayoría. Grave peligro. El poder del que grita más. La única medicina está en volver a Locke, a Mill, a la tradición de Voltaire y los principios de Estado liberal, al reconocimiento de mayorías y también de las minorías, a la tolerancia y la diversidad de opiniones, en fin, a la modernidad a la cual creímos haber llegado. Pero parece que todavía no.