Redacto estas líneas un 21 de diciembre, ni mi cuerpo ni mi mente se enteran de que se acerca la Navidad. Ese espíritu que domina a algunas almas y les hace sentir que la magia, ¡esa magia!, rodea todo lugar, pasa de mí. El desprendimiento del sentimiento no ha sido algo gratuito ni se dio de un día para otro. En términos psicosociales, a lo largo de los años ocurrieron situaciones muy puntuales que dieron al traste con gran parte de esa conexión, al menos así es como me pasó a mí. Dentro de esos hechos, hay incluso decisiones políticas liberales que entraron a formar parte del juego. Y si usted cree que no posible que en un mismo párrafo la palabra Navidad y política neoliberal vayan juntas, le digo que sí, es bastante posible. Sobre todo si vives en la América hispanoparlante y, además, eres isleño con un toque adicional: tu república hasta hace no mucho tiempo era denominada peyorativamente como una república bananera.

Si un dominicano lee estas líneas, lo primero que dirá que estoy en un error al decir que falta poco para Navidad, porque en mi país la Navidad oficialmente inicia en octubre. Para noviembre ya las casas tienen árboles navideños de tamaños y diseño dignos de concurso. Igual pasa en centros financieros, las plazas se transforman y parecen de fantasía. De cada balcón cuelgan bombillitos de colores, dorados, plateados y mejor todo junto. Algunas están tan decoradas que dañarían el iris del menos sensible. Habrá quien en diciembre ya esté –y me incluyo- aturdido y anestesiado. Aunque no niego que las lucecitas encendiendo y apagando son lindas. Pero tanto de mucho es demasiado. Agregue a esto el caos del tránsito y las tiendas atestadas de gente.

Actualmente, la Navidad es nieve y un señor caucásico, viejo, tierno y de barba blanca. Todos, o casi todos los mensajes de la festividad son en idioma inglés, y la vez que quise colocar un adorno en mi puerta, duré un buen rato en la tienda buscando uno que fuera en español. Al final, me decidí por un pequeño barbudo sin mensaje, que por tener gorro rojo y bufanda verde, era navideño. Al menos mi pequeña lo adoró.

Todo redunda en el hecho de que estamos en el Caribe, conozco muchos señores con una prominente barriga, pero no tienen pelo largo y cano ni son caucásicos, no hablan con renos ni reparten juguetes. Tampoco tenemos nieve, salvo que la simulemos con hielo seco. Todo esto nos llega del Norte y lo hemos recibido alegres y sin cuestionar, a expensas de nuestras propias costumbres. La Vieja Belén apenas existe, y los regalos del Niño Jesús, práctica muy común en la zona del Cibao, creo que es lo único que aún pervive.

Y no siempre fue así. En mi infancia ocurría algo hermoso. Primero, la cena del 24 de diciembre era la gran cena navideña, tenía más importancia que el mismísimo Año Nuevo. Toda la familia se reunía. Era la oportunidad de comer pollo rostizado. Todo el barrio olía a pollo en el horno. La comida era abundante, como también lo era la sobremesa. Había merengue y baile. Era la oportunidad de ver al tío Juan, a la abuela Inés y a papá Pedro. Solo en diciembre llegaban al mercado las nueces, manzanas rojas, y uvas, y podíamos concedernos una copa de vino tinto barato o una de ponche.

Hoy, gracias a la apertura de los mercados internacionales, puedo ver uvas y manzanas todo el año en el departamento de frutas de cualquier supermercado. Así que mi memoria emocional no relaciona nada de eso con la Navidad; el símbolo perdió su significado. Lo mismo pasa con las nueces. El pollo horneado hoy es de lo más común que existe. Las familias se reúnen, pero muchas hacen la cena en horas más tempranas de lo que era habitual, pues luego, cada quien sale a hacer sus propias actividades. Yo recuerdo que luego de cenar y terminar de comer frutas navideñas, nueces y demás, los niños del edificio, que sumábamos como ocho quemábamos algo cuyo nombre ahora no recuerdo, pero al encenderlo, lo girábamos y despedía chispas de colores. Creo que llegué a dañar dos vestidos con esas chispitas de fuego.

La Navidad que tenemos hoy se mezcla con Halloween, Viernes Negro; la cena de Acción de Gracias avanza indetenible hacia el puesto de al lado de la Cena de Navidad. En esto ha contribuido tanto la publicidad como la cantidad de locales que han traído de Estados Unidos estas costumbres.

Finalmente, no puedo dejar de citar que para muchas personas estas fechas son muy difíciles. Hay quien realmente somatiza un rechazo por estas fechas; por suerte no es mi caso, a mí me da lo mismo; pero hay quien se entristece en serio y sufre. Y peor aún, no puede escapar de los estímulos, pues los villancicos y canciones navideñas están por doquier. Los muérdagos, las luces, y las felicitaciones.

En definitiva, si la Navidad debe ser algo, que sea unidad, amor, familia reunida, gente abrazada, conversaciones y chistes. Cualquier cosa fuera de eso es algo distinto.