La depresión es la epidemia del siglo XXI, que afecta a 350 millones de personas en el mundo, un 20% más que hace una década y la vacuna parece ser la búsqueda del arcoíris de la felicidad, que se convirtió en un bien promocionado y publicitado tanto por libros de autoayuda como por empresas y Gobiernos.

La felicidad se vende, pero no hay garantía de que el que la compre logre ser feliz. No es un producto que se encuentra en un supermercado, sino un anhelo personal y subjetivo: llevar una vida con propósito, cubrir las necesidades básicas o bien ser sinónimo de éxito o alcanzar cierto estándar de vida.

En lugar de buscar la felicidad en los amigos, en la familia, en el amor, construcciones que requieren dedicación y tiempo, pero que otorgan un verdadero bienestar emocional a largo plazo, usamos Facebook, Twitter, Whatsapp, o Instagram. Cambiamos charlas de café, de sobremesa, familiares, por retweets, carcajadas por emoticones y sentimientos por likes.

En el negocio de la felicidad todos juegan con nuestra dopamina cortoplacista, todas las empresas tratan de jugar con nuestra psicología desde que, hace casi un siglo, empezaron a ser capaces de producir mucho más de lo que se demanda. A partir de ahí comenzaron a utilizar nuestra psicología para vendernos sus productos y no ser víctimas del exceso de oferta. Y hay escasez de alegría en el mundo real.

Felicidad viene del latín felicitas (estado de grata satisfacción espiritual y física, o cosa, circunstancia o suceso que produce ese estado, o la ausencia de inconvenientes o tropiezos). La felicidad, algo inherente al ser humano, hoy parece haberse convertido en la obsesión del siglo XXI y, sobre todo, en un renovado objeto de consumo, cuando la publicidad asocia cada vez más los productos con las emociones, aunque se trate de vender una aspiradora.

Más de 12.000 artículos sobre la felicidad se publica en la prensa en español al año, mientras hay disponibles unos 1.200 títulos de libros sobre el tema en Amazon. Los libros de autoayuda en Estados Unidos recaudan la friolera de 10.000 millones de dólares anuales, planteándole a lector que pueden arreglar sus problemas por sí solos, aunque para poder ser feliz, el ser humano necesita de los demás.

Filósofos de la Antigüedad como Platón y Aristóteles equiparaban felicidad con virtud, pero Epicuro señalaba que el placer era el bien supremo y la meta máxima de la vida. Ya en nuestra época, el filósofo polaco Zygmunt Bauman asevera que todas las ideas de felicidad acaban en una tienda, en un negocio.

La mera idea de felicidad aplaca los dos males de este milenio, la soledad y el hastío. Sitios de internet preguntan a sus usuarios, al final de la nota, cómo los hizo sentir y los libros de autoayuda –tanto los que se centralizan en el éxito como en datos científicos o espirituales- siguen vendiéndose por millones, mientras la farmacéutica espera lograr la droga de la alegría, más allá de los alucinógenos.

«Impacta cómo la felicidad puede estar en un pulgar para arriba, hasta haber incorporado un nuevo verbo que es laikear: te laikeo, laikéame, me laikeó. Parafraseando a Bauman podemos hablar de felicidad like/light», sostiene Claudia Borenztein, presidenta de la Asociación Psicoanálitica Argentina.

Sonja Lyubomirsky, profesora de la Universidad de California y autora de The How of Happiness (El cómo de la felicidad), asegura que la felicidad puede medirse y que la predisposicipon genética determina el 50% de la felicidad de una personas y las circunstancias que la rodean el 10%. El 40% restante depende de actividades voluntarias para aumentarla, como practicar la generosidad, perseguir metas, hacer ejercicios, meditar, cultivar relaciones interpersonales, expresar gratitud

El diario británico The Guardian pregunta por qué el capitalismo nos ha vuelto tan narcisistas, y se refiere al libro La industria de la felicidad, del sociólogo William Davis, quien sostiene que la ciencia está avanzando tan rápido en respaldar esta agenda, con neurocientíficos que identifican cómo la felicidad y la infelicidad están inscritas físicamente en el cerebro”.

Ser feliz es bueno. Para los negocios, al menos. Las estadísticas proclaman que un trabajador alegre es 12% más productivo. Pero lo cierto es que la ciencia de los sentimientos humanos se vuelve una de las fromas más crecientes del conocimiento manipulador, al punto que sentimientos, amistad, creatividad, responsabilidad moral, todo lo que el sistema acostu,bra a contemplar con sospecha, ha sido cooptado con el propósito de maximizar ganancias, señala Davies.

El hombre más feliz del mundo

Dice Cristina Galindo en El País, que el hombre más feliz del mundo es un monje budista francés, Matthieu Ricard, tiene 71 años y batió hace una década todos los récords en un estudio de la Universidad de Wisconsin sobre el cerebro. Su cabeza fue conectada a 256 sensores y sometida a resonancias magnéticas mientras meditaba. Este feliz diagnóstico ha convertido a Ricard, doctor en biología molecular que lo dejó todo en los años setenta para abrazar el budismo tibetano, en objeto de fascinación de los poderosos.

Desde 2008 pasea su hábito rojo y naranja por los pasillos de Davos (Suiza), donde se codea con la élite política y financiera. Ricard es hijo del periodista y pensador liberal Jean-François Revel (con el que publicó en los noventa el libro El monje y el filósofo). Asesor personal del Dalái Lama, alerta en conferencias –obviamente pagas-, charlas por Internet y libros sobre los peligros de la búsqueda del «beneficio egoísta», defiende el altruismo y da consejos para construir una sociedad más feliz.

Estas ideas no son nuevas, pero han irrumpido con fuerza durante los últimos años sobre todo en el mundo de la economía, en parte como respuesta inevitable a la crisis de valores que desencadenó la crisis capitalista. Ha crecido el interés de economistas, empresas, psicólogos y Gobiernos por localizar y medir el bienestar emocional y definir qué nos hace sentir bien, tanto individual como colectivamente.

La felicidad puede ser menos altruista de lo que parece: también es la base de un boyante negocio. Retiros, cursos online de meditación, libros de autoayuda, aplicaciones móviles... forman parte de una industria al alza. Cuando el dibujo smiley, esa popular carita amarilla con una sonrisa y dos ojos que simboliza la felicidad, fue creado en 1963 para fomentar la amistad entre los empleados de dos aseguradoras que acababan de fusionarse, la felicidad era percibida como un concepto abstracto, objeto de debate filosófico desde la Antigüedad.

«Todo el mundo aspira a la vida dichosa, pero nadie sabe en qué consiste», sentenció Séneca. En el siglo XXI, todos parecen empeñados en llevarle la contraria y descubrir qué es de verdad la felicidad.

Hace cinco años la ONU declaró el 20 de marzo Día Internacional de la Felicidad y, desde entonces, publica un ranking mundial de bienestar de 156 países. La OCDE, que agrupa a los 35 países más industrializados, también elabora un índice para una vida mejor. Para hacer sus cálculos, los organismos tienen en cuenta elementos como el funcionamiento del sistema político, la corrupción, la educación, la conciliación, la seguridad personal y la salud, entre otros.. Noruega es el país que sale mejor parado en ambos índices. Dinamarca le sigue de cerca

Emiratos Árabes Unidos creó un Ministerio de la Felicidad hace un año, justo cuando la caída de los precios del petróleo obligaba a recortar subsidios. En 2013, el mandatario venezolano Nicolás Maduro tuvo la ocurrencia de crear la figura de un viceministro de la Suprema Felicidad del Pueblo.

Alquile un rato de felicidad

Ser feliz pareciera ser obligación. Algunos medioa anglosajones señalan que hoy, ser miserable, no es bien visto. Por eso se fabrica el Wellbutrin, droga que promete aliviar los síntomas depresivos severos tras las muerte de un familiar. El diario británico The Guardian ironiza sobre la droga: Se supone que es tan efectiva que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría ha determinado que estar infeliz por más de dos semanas, luego de la muerte de un ser querido, puede ser considerado una enfermedad mental.

Tirarse en paracaídas, conducir un Ferrari, hacer rafting en un río de aguas turbulentas, o pasar un fin de semana en un hotel romántico son algunas de las experiencias empaquetadas como regalos en las cajas de Smartbox Group. La multinacional francesa tiene la mitad del mercado europeo, valorado en unos 1.000 millones de euros, y ha puesto de moda los regalos de actividades: vende una experiencia cada cinco segundos

«Regalar una experiencia responde a la fuerte tendencia social de la idea “yo soy lo que hago”, que ha sustituido a la de “yo soy lo que poseo”», resume John Perkins, CEO de Smartbox Group. Obviamente, si no puede pagarlo no puede acceder a ese pedacito de felicidad corporativa.

En cierto sentido, el querer ser feliz está desprestigiado. Casi nadie consulta a su psicólogo diciendo que quiere ser feliz, pero ese es el motivo latente de toda consulta. Lo hacen por sufrimientos, síntomas, angustias, preocupaciones. No la eliminación sino la atemperación de éstos provoca felicidad, señala la psicóloga Borensztein.

La expectativa de cambio es rápida, la gente busca resolver o que le resuelvan pronto sus problemas como si la felicidad fuera una fórmula instantánea. Hace más de 40 años, al argentino Palito Ortega ponía claridad sobre el tema, en radio y televisión: La felicidad, ja, ja, ja, ja,/ de sentir amor, jo,,jo, jo, jor, / hoy hacen cantar, ja, ja, ja, jar, / a mi corazón, jo,,jo, jo, jon,.