Mi peluquero es turco. Estaba sentado en su sillón cuando cometí el error de mencionarle el Galasataray Istambul SK. En un francés trabajoso y fonéticamente macarrónico se tomó una hora para explicarme toda la historia del club y terminó ofreciéndome un café. Turco desde luego.

El tipo que cose, ajusta chaquetas y pantalones y repara prendas aún usables, es iraní. Por ahí le mencioné a Omar Khayyam, la belleza de su poesía. Me fue imposible callarle. No es usual que un cliente le hable del autor de las Rubaiyat, de la adoración del vino, de la noción de embriaguez, de la dulzura de vivir…

«El alba vuelca sus rosas en la copa del cielo... En el aire de cristal se desgrana el canto del último ruiseñor... El aroma del vino es más suave... ¡Y pensar que hay insensatos que en esta misma hora sueñan con riquezas y distinciones! ¡Qué sedosa es tu cabellera, amada mía!».

Aproveché que se lanzaba en una alabanza ditirámbica de Oum Kalthoum para precisarle que –sin faltarle a la diva egipcia– yo prefiero la voz grave y pedregosa de Abed Azrié. Ahí quedamos para otra conversa, sobre la milenaria cultura persa, apenas tuviese otro pantalón que ensanchar.

El cardiólogo que me salvó la vida es búlgaro. Fue él quien me convenció –en 30 segundos cronometrados– de operarme el corazón, –remplazo de la válvula aórtica por una prótesis mecánica, reinserción de las coronarias, sustitución del cayado de la aorta por un tubo de teflón, la nada misma– por un cirujano japonés.

El médico de cabecera de mi hija, cuyo apellido kilométrico me es imposible escribir sin perder media docenas de letras en el intento, es malgache. ¿Cómo escribir sin equivocarse los apellidos de un tipo originario de un país cuyo presidente se llama Hery Martial Rakotoarimanana Rajonarimampianina?

Hace ya más de 40 años, al llegar a Francia en calidad de refugiado político, sufrí una vejación por parte de una funcionaria. Le escribí una carta al ministro del Interior. Para mi grande sorpresa el ministro tomó cartas en el asunto: reprendió a la funcionaria y a su jefe, y me dirigió un mensaje de excusas. Se llamaba Michel Poniatowski. Un polaco.

De modo que al llevar un ordenata averiado al taller electrónico del barrio, no me sorprendió escuchar un acento de innegable tonalidad árabe. Quedaba por saber de dónde. Monsieur Daoud me explicó que él es sirio. El francés es nuestra lingua franca, común a todos los franceses de adopción y a los que tienen raíces antiguas pero que hasta no hace mucho hablaban morvandiau, ch’ti, bretón, platt, occitano y decenas de otras lenguas regionales, dialectos y patois. El euskera de seguro conoces, pero… ¿el bearnés que es una variedad del gascón?

Por parecer amable le dije a Monsieur Daoud que sin duda Siria es una gran nación, agregando que mi primer contacto, de mi primer empleo profesional, fue con un cliente de Aleppo. Para Monsieur Daoud fue como si le abriesen una compuerta. Gran nación, comentó, así es. Grande. Pero destruida. Nunca fui partidario de los Assad. Dictadores. El padre, Hafez, mató alguna gente. En esa época –precisó– Mitterrand cerró los ojos. Las víctimas eran Hermanos Musulmanes, islamistas integristas. De modo que Occidente miró hacia otro lado. Y Bachar, el hijo. También mató gente. Tal vez, en total, padre e hijo, unas 30 mil personas. Pero los EEUU, Francia e Inglaterra, interviniendo, bombardeando, alimentando los extremos, armando terroristas… lo hicieron peor. Ahora ya tenemos medio millón de víctimas, sin contar a los migrantes, que se cuentan por millones. Gente instruida. Formada profesionalmente. Es raro que un sirio inmigrado no tenga al menos el bachillerato. Fuimos una gran nación, recibimos a los kurdos, perseguidos en Iraq, en Irán, en Turquía. Tenemos la más grande comunidad cristiana de la región. Somos tolerantes. Las mujeres no llevan burka, ni hijab, ni tchador… Los americanos han destruido todo, instalaron una base militar y ya no se irán jamás. Somos el Vietnam actual.

¿Qué decirle? Uno sabe que durante 5 años la «coalición arabo-occidental», o sea 22 países, se movilizó para bombardear al ejercito sirio, provocando decenas de miles de víctimas civiles. ¿Qué hacían en Siria los aviones canadienses? ¿Los aviones australianos? Y los turcos, los qataríes, los sauditas, los israelitas, los franceses, los británicos, los bahreiníes, los emiratíes, los jordanos, los alemanes, los belgas, los daneses, los españoles, los italianos, los marroquíes, los holandeses, los portugueses, para no hablar de los albanos, los polacos y ¡los estonios!

Nadie ignora que los EEUU, cabeza de la coalición, prohibieron bombardear las tropas de Al-Qaida, las de Al-Nosra, e incluso de las del Estado Islámico, porque el enemigo principal es Bachar el Assad, y los terroristas –en este caso rebautizados «islamistas moderados»– luchan contra el Gobierno sirio.

Hasta que Rusia decidió meterse en esa olla de grillos, re-equilibrando las fuerzas y eliminando, o debilitando grandemente, el terrorismo. La «coalición arabo-occidental», culpable de la peor destrucción de la que se tenga memoria desde la guerra de Vietnam, no sabe cómo salir del atolladero. Los EEUU arman a los kurdos que combaten al Estado Islámico. Turquía –aliado de los EEUU en la OTAN– invade Siria para atacar a los kurdos. Irán y el Hezbollah libanés combaten al lado de los sirios contra los terroristas del Estado Islámico y contra la «coalición árabo-occidental». Israel bombardea todo lo que puede y amenaza al Líbano.

Tropas islamistas, armadas voluntaria o involuntariamente por occidente, se desplazaron hacia el sur del Magreb para invadir Malí. Los franceses tuvieron que intervenir militarmente para proteger Tombuctú, pero los islamistas fueron más hacia el sur atacando la capital de Burkina Fasso. Entretanto, Libia –otra víctima de las agresiones occidentales– dejó de ser un Estado, para convertirse en la tierra de nadie y refugio del Estado Islámico. Centenares de emigrantes, que huyen de las guerras atravesando el Mediterráneo, se ahogan cada día. El tráfico de emigrantes –millones de emigrantes– se transformó en una «oportunidad de negocio».

Durante una entrega de armas estadounidenses a terroristas de distinto pelaje en Benghazi (Libia), el 11 de septiembre de 2012 (mira, mira…), un grupo descontento asesinó al embajador de los EEUU y a cuatro de sus guardaespaldas. No obstante, los EEUU siguen generando destrucción, pillaje, masacres y desorden, para imponer sus intereses petrolíferos. Donald Trump acaba de hacer aprobar un presupuesto militar record –700.000 millones de dólares– lo que no augura nada bueno para el planeta. Bachelet, que no se entera, fue a Japón a quejarse de la agresión de Corea del Norte…

Eso fue lo que en un par de minutos comentamos con Monsieur Daoud, a quien fui a ver con la sana intención de reparar un computador. Ahora espero que el ordenata esté pronto para realizar algunos trabajos urgentes. Antes de ir a ver a mi oftalmólogo, un alauita originario de alguna región de Marruecos.

Mientras tanto, para consolar a Monsieur Daoud –yo, que cargo mi propia mochila– busqué algunos versos de Omar Khayyam. Estos me parecieron los más adecuados. Extraídos de la Rubaiyat

«Cuando vaciles bajo el peso del dolor, y estén ya secas las fuentes de tu llanto, piensa en el césped que brilla tras la lluvia; cuando el resplandor del día te exaspere, y llegues a desear que una noche sin aurora se abata sobre el mundo, piensa en el despertar de un niño».