La prensa comercial de todo el mundo tiene a Venezuela en el ojo del huracán. Las acusaciones de narcodictadura están a la orden del día. Desgobierno, anarquía, desabastecimiento de productos básicos, inflación galopante, un presidente incapaz, una población hambreada que intenta huir despavorida…, en otros términos: un caos total. Así se presentan las cosas por la prensa y, por tanto, así queda constituida la «verdad» sobre Venezuela. Nunca más evidente que aquí aquella máxima de Joseph Goebbels, padre de las técnicas de manipulación mediática y ministro de propaganda del régimen nazi: «Una mentira repetida infinitas veces se termina convirtiendo en una verdad». Una muy buena parte de la población del mundo tiene esa imagen del país caribeño: dictadura caótica. Los medios se encargaron de entronizarla.

Ello no es casual: hay causas muy identificables para entender esa situación, y son dos. La ciencia social, o de igual modo, un periodismo veraz, deben apuntar a entender esos procesos y no quedarse en la repetición acrítica de frases coaguladas, de estereotipos y prejuicios.

Por un lado, para la derecha internacional –liderada por Estados Unidos– cualquier intento que ponga en peligro su hegemonía mostrando que los trabajadores pueden organizarse y gestionar su propio destino (eso es el socialismo), constituye una afrenta. La República Bolivariana de Venezuela, si bien con un socialismo bastante sui generis que no es, en sentido estricto, una formulación marxista, viene construyendo una alternativa popular con sentido nacional, manejando la renta petrolera con un carácter social como no se había dado nunca antes. El poder popular de los trabajadores es algo en construcción, y todavía es una burocracia estatal la que maneja los asuntos últimos de la nación, pero se están sentado las bases para que esa participación popular vaya creciendo cada vez más. Es evidente que no estamos aquí ante una democracia vacía, tal como sucede en la formalidad de las «democracias de mercado» tal como se ve en la casi totalidad de países del mundo.

Es por todo ello por lo que la población, que desde la llegada de Hugo Chávez a la presidencia ha venido mejorando sus condiciones de vida (salud, educación, vivienda, alimentación, cultura), apoya y defiende este proceso. No por otra cosa la Revolución Bolivariana ha ganado prácticamente todas las elecciones realizadas en el país en estos últimos años: presidenciales, municipales, legislativas.

En otros términos: se está ante un gobierno que se sale del guion de la «democracia de mercado» –la que patrocinan el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, aquella que defienden a ultranza Washington y los medios comerciales– una democracia que les confiere protagonismo a los excluidos de siempre, que mejora la calidad de vida, que dio grandes saltos en las condiciones de las siempre paupérrimas mayorías populares. Todo eso constituye una mala palabra para el sistema capitalista imperante, un ejemplo que debe ser erradicado. Hugo Chávez, con un particular modo de hacer gobierno, inició ese proceso. La actual cúpula bolivariana, con Nicolás Maduro a la cabeza, lo continúa. O, al menos, intenta continuarlo. La debacle actual que presenta el país se debe al modo en que, justamente, se torpedea ese proyecto.

Pero hay otra causa, quizá más profunda aún, para esta avanzada fenomenal de toda la iniciativa privada mundial y la ideología de derecha contra la República Bolivariana de Venezuela. El país, con un millón de kilómetros cuadrados de mar territorial y 2.394 km. de costa firme sobre el Mar Caribe, es poseedor de las cinco fuentes principales de energía natural: petróleo, gas, carbón, hidroelectricidad y solar. De hecho, contiene en su subsuelo las reservas petroleras probadas más grandes del mundo: 300.000 millones de barriles de petróleo en la franja del Orinoco, suficientes para 340 años de producción al ritmo actual. Además, de sus entrañas surgen importantes recursos minerales, como hierro, bauxita, coltán, niobio y torio (estos tres últimos, indispensables para las tecnologías de punta que desarrollan los países capitalistas centrales). A lo que habría que agregar enormes yacimientos de oro y de diamantes. Junto a ello es preciso destacar que Venezuela representa el noveno país del mundo en biodiversidad en su Amazonia (53.000 kilómetros cuadrados de selvas tropicales) –utilizable para la generación de medicamentos y alimentos– y décima tercera fuente de agua dulce (la enorme cuenca del Río Orinoco), sabiéndose que para el siglo XXI este vital líquido será más importante que el mismo petróleo.

Toda esa fabulosa riqueza natural, el petróleo en especial, es parte indispensable de la economía estadounidense, que sigue haciendo de Latinoamérica su patio trasero (y del petróleo su savia fundamental, dado su cuestionable modo de consumo, derrochador e insostenible). Washington es el principal consumidor de petróleo en el mundo (el doble del país que le continúa: la China), y sus reservas propias solo le proporcionan el 60% de sus necesidades: el resto viene de afuera, Venezuela en buena medida. El gas de esquisto, tan publicitado unos años atrás, de ningún modo puede reemplazar al petróleo. En esa lógica se entiende que la clase dominante de Estados Unidos, sus grandes compañías petroleras (que son quienes fijan, en definitiva, la política externa de ese país, junto al complejo militar-industrial) y la Casa Blanca –que habla por esas gigantescas empresas globales– tienen un enemigo a vencer en el proceso bolivariano.

Más ahora, en que ya varios países van a comenzar a comerciar el petróleo no en dólares sino en otras monedas (criptomonedas como el petro venezolano, el criptoyuan chino, el criptorublo ruso), lo cual equivaldría a una caída en picada de la economía estadounidense. Por todo ello, asegurar las reservas venezolanas es prioritario para esa lógica imperial. En otros términos: el caos actual que vive Venezuela no es «culpa» del presidente Maduro ni del proceso bolivariano iniciado por Chávez: tiene una agenda bien clara. Son los intereses de quienes quieren que el dólar siga siendo la moneda fuerte del planeta los que la adversan.

Desde hace años Washington está intentando revertir la política chavista. Ha probado de todo, y no le funcionó: golpe de Estado, paro petrolero, sabotajes, mercado negro, motines. Ello puede leerse en sus propios documentos oficiales. Ahora suenan tambores de guerra, y todo indicaría que la Casa Blanca estaría optando por la acción armada directa, con una fuerza multinacional, o con tropas propias.

Qué va a seguir en el país, no se sabe. La derecha, tanto la local como la internacional, sigue insistiendo en mostrar a Venezuela como un caos total, invivible, con una población desesperada que intenta huir de una sangrienta dictadura. Pero la cotidianeidad de los venezolanos es más compleja que eso. Es absolutamente cierto que hay desabastecimiento e inflación, pero también es cierto –lo que en general no dice la prensa comercial– que hay un gobierno con amplio apoyo popular que defiende sus propios recursos nacionales y no los cede ante el avance de los grandes capitales globales.

En nombre de la soberanía y el respeto a la libre determinación de los pueblos, debemos fustigar cualquier intento injerencista, debemos denunciar la mentira mediática que se ha tejido sobre Venezuela. En otros términos, debemos mantener siempre la verdad como nuestra insignia más importante. ¿No resulta curioso acaso que un gobierno popular reciba tantas denuncias de dictadura, mientras esas mismas voces que ahora se alzan contra Venezuela callaban cuando se trataba de reales dictaduras sangrientas?

Una vez más, y con toda la fuerza: en Venezuela no hay dictadura… ¡Hay mucho petróleo!