Este año el mes de marzo se ha convertido en el mes de la mujer, y a lo largo de estos días hemos descubierto la existencia y la labor de muchas mujeres que han conseguido grandes logros científicos, sociales o artísticos. Sin embargo, en esta ocasión me gustaría hablar de esas mujeres que han pasado por la historia sin dejar más huella que un recuerdo en el corazón de su pequeño mundo.

De modo que trazaré a grandes rasgos algunos de los episodios que marcaron la vida de las mujeres de mi familia

Anastasia, que así se llamaba mi bisabuela, nació en el año 1878 en un pueblecito navarro. Como era natural, aprendió a realizar las tareas propias de una mujer de entonces, como coser, lavar, etc., pero su espíritu inquieto hizo que se empecinara en aprender a leer y escribir. Su indomable carácter y su inconformismo con las tareas del hogar la llevaron a aprender a atender partos, y llegó a ser la partera del pueblo; solo tenía 17 años.

Como en las novelas románticas, Anastasia se enamoró de un joven del pueblo y con apenas 18 años quedó embarazada, mas su enamorado decidió abandonar a Anastasia e ir probar fortuna lejos del pueblo. Aquella situación obligó a sus padres a casarla precipitadamente con un hombre que «cargara» con aquel embarazo. A los cinco meses del enlace nació Faustino, mi abuelo, y pocos meses después una terrible gripe arrebató la vida a León, el hombre que le dio el apellido a aquel bebé ilegítimo. Con 19 años Anastasia ya era madre y viuda.

De nuevo había que encontrar un hombre que se hiciera cargo de Anastasia y su hijo, y esta vez encontraron al candidato perfecto en un pueblo cercano: el dueño de la fonda había enviudado recientemente y tenía dos hijos pequeños que necesitaban la atención de una madre. Me temo que, desgraciadamente, el amor no fue el protagonista de aquella unión… Es más, aquel enlace nacía teñido de una tristeza infinita: la condición sería que el hijo de Anastasia no viviera con ellos, sino que lo dejara al cuidado de la familia en su pueblo natal. No puedo imaginar la desolación de mi bisabuela ante tal imposición.

Anastasia se trasladó a su nuevo hogar dispuesta a seguir realizando sus tareas como costurera y partera, pero su esposo le adjudicó una nueva labor: habría de levantarse a las cinco de la madrugada para hornear el pan, pues en la fonda estaba el único horno del pueblo. De nada sirvieron los razonamientos de Anastasia para evitar esta tarea que a ella le resultaba injusta e ingrata, de modo que al alba del día siguiente empaquetó sus escasas pertenencias y escapó en mula a su pueblo natal.

A los dos días de la huida, se presentó Alejandro para hacer entrar en razón a Anastasia: ella ganaba, la liberaba del trajín matutino del horno. Ya de regreso a su nueva casa, conoció de boca de su esposo su nueva tarea: se encargaría de lavar en el río toda la ropa de cama de la fonda. ¿Te imaginas cuál fue la reacción de Anastasia?

Efectivamente, con los primeros rayos de sol escapó a lomos de la vieja mula y regresó al pueblo con su familia. Tampoco realizaría esa tarea. Era su última palabra.

Y de nuevo Alejandro fue a buscarla, esta vez sin condiciones. Mi bisabuela vivió durante muchos años en aquel pequeño pueblo navarro dedicándose a lo que le apasionaba: coser y traer nuevas vidas a este mundo.

La de mi bisabuela es una de las muchas historias de mujeres fuertes y valientes que nos abren los ojos para ve lo que somos.

Me encantaría seguir contando historias de algunas de las mujeres de mi familia, pero por motivos de espacio daré solo dos pinceladas sobre mi abuela materna.

La familia de Guadalupe, mi abuela materna, regentaba una frutería en el centro de Pamplona, y como era costumbre entonces, todos los hijos ayudaban en el negocio familiar. Pero mi abuela, ciertamente rebelde, no comulgaba con ese futuro que sus padres le habían construido, de modo que con 16 años (corría el año 1911) decidió que ya no quería seguir descargando vagones de naranjas en la estación de Pamplona; lo que de verdad ansiaba era conocer mundo y a gente más interesante que aquellas señoras que a diario acudían a la frutería. Dicho y hecho, una mañana tomó apenas cuatro cosas y se escapó de casa para convertirse en la doncella y confidente de una famosa actriz que llevaba a gala ser la amante de un diputado en Cortes. Poco le duró la aventura, pues su padre fue a rescatarla y la llevó de vuelta a Pamplona, aunque no consiguió domar su carácter, que ella siempre defendió con valentía.

Tras escribir estas líneas me asalta una duda: ¿alguna vez hemos sido el sexo débil?