El 1 abril del 2018, por tercera vez en su historia, desde la fundación de la 2° República en 1949, Costa Rica asumirá un proceso electoral de segunda ronda. Y lo hará, de manera inédita, por segunda vez consecutiva. Y con una apatía electoral, también inédita.

La Constitución Política de la República de Costa Rica establece que, para ser validado como presidente electo, el candidato vencedor debe tener como mínimo, el 40% de los votos válidamente emitidos.

Y el Código Electoral establece que, de no alcanzarse ese porcentaje, la elección presidencial, es decir, el proceso electoral para elegir al presidente, quedará inconcluso, y deberá concluirse el primer domingo de abril, posterior a la elección presidencial, en una segunda ronda electoral, entre los dos candidatos más votados.

Y justo en esa coyuntura es que estamos. Pero lo preocupante, y por lo que escribo este artículo, no es la coyuntura electoral inédita en la que está sumido el pueblo de Costa Rica. Sino la también inédita coyuntura política fanático-religiosa en la que está sumido el pueblo de Costa Rica. ¿Por qué?

Porque esa coyuntura ha divido al pueblo de Costa Rica como no se veía desde antes de la fundación de la 2° República, en dos bandos totalmente antagónicos, totalmente irreconciliables. Y ahora, no sólo por la política, sino también, por la religión. La cual, tristemente, muy tristemente, agrega al conflicto social, un componente extra.

El fanatismo religioso, el cual no razona, no piensa, tan sólo actúa. Y lo hace sin razón, sin conocimiento, plagado de ignorancia y pletórico de emoción, sin sentido alguno. Siguiendo dogmas, respondiendo a pasiones acaloradas. Que no responden ni a la realidad de los hechos. Ni a lo que debe ser y corresponde a un candidato presidencial. Y a su futura labor como administrador de una nación y ejecutivo del gobierno.

Peor aún, fanatismo político-religioso que va contra el orden constitucional. Y, aunque usted no lo crea, contra el orden internacional, contra los derechos humanos de las minorías y contra el propio país y la ciudadanía.

Corriendo el país el riesgo, no sólo de perder la ya de por sí precaria paz social y económica interna, sino también, de hacerlo, a nivel internacional. Ante la Corte Internacional de Derechos Humanos (IDH). Ante los organismos económicos internacionales.

Y quedar expuesto el país y su ciudadanía como mojigata, retrógrada y que participa del doble discurso y moral. ¡Todo gracias a una minoría que no supera el 25% de los votos válidamente emitidos, el 15% del padrón electoral y el 10% de la población total del país!

Bueno, ese es el lado más malo. Pero eso no significa que el otro lado sea bueno. Sino, tan sólo, menos malo. ¿Por qué?

Porque el otro lado significa, «más de lo mismo», más de lo que significaron los dos anteriores Gobiernos que gobernaron para la plutocracia empresarial de este país. Más de las mismas políticas «tradicionales» que desencantaron a los votantes. Y originaron la creciente desconfianza en la «clase» política. En sus intereses por servirse de la patria y no en servirle a la patria. Así como, la también creciente apatía electoral y el alto abstencionismo. Que, para esta segunda ronda, se espera supera el 50%. Deslegitimando aún más la legitimidad del nuevo presidente. ¡Valga la redundancia!

Así las cosas, este 1 de abril del 2018, Costa Rica se debatirá entre el fanatismo político-religioso y «más de lo mismo». Así las cosas, y de manera muy personal: ¡De los males, el menor! Más de lo mismo es siempre mejor que más ignorancia y más fanatismo político-religioso.