Durante la mayor parte de mi vida he vivido en dos países: Estados Unidos, que siempre fue considerado como del Primer Mundo por sus riquezas, sólida democracia, libertad política, apertura para los inmigrantes y el «sueño americano» para los que, por supuesto, tengan el color de piel, la religión y el género «correctos». Nunca ha sido el lugar perfecto, pero no es secreto que le ofreció a muchos más posibilidades de progreso que cualquier otro país sobre la tierra.

El segundo país, Costa Rica, es un país que copió de varias formas el modelo democrático norteamericano, pero que para los muchos de los ciudadanos «expatriados» (gente blanca con privilegios), ya sea por sus bellezas naturales y su costo razonable, es su destino turístico o de retiro preferidos. Se le ha conocido de manera despectiva como una república bananera porque los colonizadores de siglos pasados ​​introdujeron una cultura monoexportadora al financiar y luego plantar los bananos, que se cultivarían para abastecer al imperio norteamericano. Sin embargo, se ha ganado la distinción de ser la democracia más longeva de América Latina y también de haber abolido, en 1948, su ejército. Hasta hace poco era la admiración y la envidia de la región.

El café y los bananos impulsaron limitadamente el desarrollo de Costa Rica mientras que los Estados Unidos llegarían a convertirse en la más grande economía mundial (también es un hecho que en ambas naciones, muchos hombres y algunas mujeres, por medios cuestionables, lograron hacer grandes fortunas).

Si antes habían más diferencias en términos de riqueza y de justicia social, ahora encuentro, entre ambos países, que las cosas están más parecidas. Estados Unidos lentamente se convierte en una república bananera y Costa Rica ha dejado de ser la gran admirada del continente. Una vez que Donald Trump, auspiciado por Vladímir Putin, tomó el control de los Estados Unidos, los dos países comparten ahora crisis similares.

En primer lugar, igual que en Costa Rica, la deuda externa norteamericana es asfixiante. Los programas de educación, prevención de embarazos no deseados, de equiparación de los géneros, de los derechos humanos en general, están siendo recortados y se espera que el hacha los reduzca más. En Estados Unidos, lo único que aumenta es el presupuesto militar, lo que sirve para reforzar el frágil ego del presidente. Las calles están pobladas por gente sin hogar, veteranos de guerra sin acceso médico y enfermos mentales sin seguro para recibir apoyo terapéutico. En vez de la protesta democrática, las manifestaciones callejeras suelen terminar en puños y hasta en sangre.

En Costa Rica, estos cambios no han sido tan dramáticos, pero estamos a punto de una elección que probablemente traerá el mismo tipo de control de la extrema derecha.

Actualmente, existe una inmigración ilegal, igual que en Estados Unidos, principalmente de nicaragüenses que vienen a hacer los trabajos que los costarricenses no quieren. Miles de ellos están en la agricultura, pero otros miles se han mudado a las ciudades para trabajar como vendedores ambulantes, agentes de seguridad o en la limpieza doméstica. Aunque un Gobierno de derecha insinúa que «pondrá orden» a la situación, Costa Rica no está lo suficientemente preparada como para intentar expulsarlos. Sin embargo, la discusión de la inmigración ilegal hecha fuego a la hoguera del racismo que cunde en ambas sociedades. Uno lee en los medios sociales las mismas palabras ofensivas que se usan en Estados Unidos.

En el ámbito religioso, ambos tienen crisis de fundamentalismo religioso. Costa Rica fue un día una sociedad secular pero desde los años de 1940 se tornó en una en que la religión católica es la oficial. Si el candidato evangélico Fabricio Alvarado gana las elecciones el primero de abril, se espera más injerencia religiosa. Aunque Estados Unidos tiene una firme separación entre el Estados y la religión, con la presidencia de Trump esta frontera se ha hecho más porosa. El vicepresidente norteamericano es, como el candidato Fabricio Alvarado en Costa Rica, un evangélico.

Otro aspecto que se está haciendo común en ambos países es la corrupción. Los escándalos del tráfico de influencias, de otorgamiento de contratos a amigos de los políticos, de nombramientos para promover aventuras financieras y políticas, de venta de la riqueza natural a gobiernos extranjeros, ahora es pan de todos los días. En Costa Rica, dos expresidentes han terminado en la cárcel. Hoy día, varios funcionarios estatales de la banca están prisioneros esperando juicio.

Sin embargo, tenemos una diferencia importante: el sentido de humor.

Costa Rica, acostumbrada ahora a que los políticos hagan «chorizos» como llaman a los desfalcos y acciones ilegales, han creado una nueva forma de crítica social: los bautizos políticos. Por ejemplo, en lugar de nombrar las calles, los costarricenses nombran los baches omnipresentes que nunca se reparan con los de los presidentes, de las primeras damas o de los ilustres ciudadanos. Un hueco enorme en la calle se bautiza con el de la primera dama. Un tugurio lleva el del presidente de la República. Una alcantarilla maloliente, el del presidente de la Asamblea Legislativa. La esperanza es que les de vergüenza a estos políticos y hagan las reparaciones. Sin embargo, como tampoco con esto se logra el cometido, los bautizos se extienden a los hijos y a los nietos de las figuras públicas. Algunos barrios a los que nadie ya puede ingresar sin ser asaltado, van con los nombres de los nietos. Pronto, tendremos bautizos de bisnietos.

Estados Unidos bajo el actual gobierno de Trump aún no ha desarrollado esta fina ironía y manera de enfrentar los problemas irresueltos y que se agravan cada día. Está aún bajo el choque emocional y el estrés del deterioro político y social. Sin embargo, quizás pronto tengamos la misma forma de Costa Rica de lidiar con esto y se empiece a nombrar puentes, huecos, transporte público y otros desastres de nuestro campo y ciudades con el nombre de Trump y su familia. Tendremos, así no solo la Torre Trump sino que también el puente peatonal que se cayó en la Universidad Internacional de las Américas se rebautizará como Puente Donald Trump o los barrios del sur de Chicago en que mueren decenas de personas a tiros serán conocidos como Barrios Melania Trump, o quizás se hablará de los Puestos Ivanka Trump allí donde duermen los miles de ciudadanos de la calle.