El caso Skripal estaba llamado a ser el desencadenante de una acción conjunta que dejaría a Rusia muy tocada y aislada a merced de su propio destino.

Todo comenzó una tarde de marzo en Salisbury, un acomodado barrio de Londres. Aquel día, lo que estaba siendo una placentera jornada a finales de invierno, desató una alarma social que agitó los cimientos del Reino Unido. Una llamada a los servicios de emergencia avisando de tres personas inconscientes -entre ellas un agente- movilizó a un importante número de efectivos en la zona. El nerviosismo y el desconcierto era palpable, más si cabe cuando irrumpió en el lugar un equipo especial ataviado con trajes NBQ.

Los datos iban llegando a cuenta gotas mientras la primera ministra, Theresa May, lanzaba su highly likely y señalaba directamente a Rusia iniciando un paredón en Reino Unido bien agitado por el hilarante ministro de Exteriores, Boris Johnson. El jefe de la diplomacia británica dejó de lado el protocolo y todo manual de buenas costumbres para los súbditos de su majestad, para comenzar una particular «caza de brujas» contra los funcionarios del Kremlin. Desde el bedel que abre la puerta al mismísimo Vladímir Vladimírovich Putin.

Mientras la vía diplomática generaba sus propias hipótesis, culpables y conclusiones, por cierto, todo sin presentar una sola prueba, la verdad yacía en segundo plano en un hospital donde un padre, Serguéi Skripal, y su hija Yulia luchaban por recuperarse de un ataque inhumano. Fueron envenenados con un agente tóxico -Novichok- en las primeras estimaciones, certezas que ahora se desvanecen entre dudas y falta de rigor.

Reino Unido supo explotar el papel de víctima desde el minuto uno de esta historia. Sus movimientos iban muy por delante de la investigación, tanto que las acusaciones -sin pruebas- eran tan contundentes y estaban tan trabajadas que pronto cayeron uno a uno los países adeptos al discurso de Londres. Estados Unidos, Francia, Alemania… incluso España se sumaron a la histeria colectiva tomando medidas punitivas, escalando una tensión que no se recordaba desde la época de la Guerra Fría.

La expulsión masiva de diplomáticos de un bando era contestada con la misma moneda desde Moscú. Los argumentos británicos se iban deshinchando, pero a estas alturas ya la verdad no importaba tanto. No importaba que Rusia acabara su arsenal químico en 2017 bajo el control de la OPAQ (mientras EEUU y Reino Unido, no), tampoco importaba que uno de los padres del Novichok viviera en territorio norteamericano ni tampoco era importante que hubiera publicado la fórmula del agente (de la familia A-230) y ahora estuviera al alcance de todo el mundo. Tampoco importaba que varios países -entre ellos Reino Unido- tuviera el producto y que incluso hubiera un laboratorio, Porton Down, cerca del lugar del suceso.

Los laboratorios tienen una firma específica que identifica las muestras. Pero, en este caso, nadie sabe a ciencia cierta la procedencia del veneno. Reino Unido guarda celosamente el material obtenido y no lo comparte con sus socios, tampoco los resultados, ni que decir tiene que Rusia queda fuera de cualquier información, es decir, acusada sin oportunidad de réplica por aquello de la presunción de inocencia.

El escándalo ha ido perdiendo fuerza y las dudas que siguen desde el principio del argumento ya no se mantienen ni con el discurso beligerante de las autoridades británicas. Ni siquiera ellas, están ya seguras de lo ocurrido y menos que la mano negra del Kremlin tenga algo que ver.

Los países europeos se vieron casi forzados a seguir los dictados de Londres, menos Portugal y Grecia, que nunca sucumbieron a los cantos de sirena. Actuaron de manera unilateral cegados por el ímpetu británico y la presión del todopoderoso americano. ¡Vaya! Los mismos protagonistas que aludieron a unas presuntas armas de destrucción masiva para invadir Irak en 2003. Hoy conocemos la historia detrás de la llamada foto de las Azores. Porque de eso se trata: no de la verdad, sino de la posverdad.

La primera ministra, Theresa May, trató de agitar un avispero del que esperaba obtener un sustancioso rédito político. El objetivo era claro: apagar el fuego interno del brexit en pos de recuperar la posición preponderante que Reino Unido merece por historia. Pero parece que el célebre orgullo británico ha vuelto a jugarle una mala pasada. Los Skripal van recuperándose del ataque y poco a poco se van conociendo nuevos detalles mientras desaparecen otros a la vez. Quizá nunca sepamos lo que realmente ocurrió ni quién fue el autor material o intelectual. Pero lo que sí esta claro que Reino Unido no ha logrado su particular Maine o un Pearl Harbour que vengar.