Los dioses se volvieron locos (The Gods Must Be Crazy) es una película. Una coproducción bostwano-sudafricana del año 1980 que tuvo un éxito tremendo allí donde llega buen cine. Si no la viste, te resumo el cuento: en una aislada tribu de bosquimanos del desierto de Kalahari, Xi, miembro de la tribu, ve caer a su lado una botella vacía de Coca-Cola. La botella había sido arrojada por el piloto de un pequeño avión, pero, ignorante de su proveniencia, la tribu pensó que era un regalo de los dioses.

En su sencillez de pueblo «primitivo», los bosquimanos se sirven de la botella como herramienta. Transparente y dura, sirve de pilón. Hay quien la usa como flauta soplando en el gollete, o como rodillo para curtir pieles de serpiente. La botella resulta ser tan útil que todos quieren usarla al mismo tiempo, generando querellas inhabituales en la tribu. Xi decide pues devolverle la botella a los dioses lanzándola tan alto como puede. Pero la botella vuelve a caer: los dioses se niegan a recuperarla. Xi se va entonces muy lejos, para arrojar la botella a las puertas del mundo. Numerosas tribulaciones le harán ver que deshacerse del «progreso» no es tan sencillo.

Los sinsabores que acarrea el «progreso» son diversos y variados. El robo de los datos privados de casi 90 millones de usuarios de Facebook por parte de la empresa británica Cambridge Analytica (CA) es un ejemplo. Esos datos fueron utilizados para determinar el perfil psicológico de millones de electores estadounidenses, a quienes CA les hizo llegar mensajes orientados a favorecer la elección de Donald Trump. Las consecuencias afectan hoy al mundo entero.

A veces el «progreso» cae del cielo, como en el caso de los bosquimanos de Kalahari.

Hace unos días, Francia lanzó algunos misiles sobre Siria, país que lleva más de seis años recibiendo bombas de medio mundo y cuenta ya medio millón de víctimas. Una vez más, Francia hizo de furgón de cola de los designios del imperio: Charles de Gaulle debe ser una pirinola en su tumba. La orgullosa independencia de la política exterior gala es solo un lejano recuerdo.

El ataque occidental destruyó «buena parte del arsenal químico» sirio, declaró Jean-Yves Le Drian, ministro de RREE francés. Las malas lenguas se preguntan: «Si los EEUU, Francia y el Reino Unido sabían de tal arsenal, ¿porqué no le comunicaron la información a la OPAQ, organización para la prohibición de las armas químicas?» Se trata de la organización que, bajo la autoridad de la ONU, fue luego a Guta a efectuar una investigación destinada a determinar si efectivamente hubo armas químicas, así como su proveniencia. No escapa a tu sagacidad que la investigación tiene lugar después del ataque «occidental», agresión perfectamente arbitraria visto que el ataque no fue autorizado por la ONU.

Este nuevo episodio de agresivo neocolonialismo tiene, no obstante su gravedad, algún aspecto divertido que daña la grandeza y la reputación del Hexágono.

Las fuerzas armadas galas quisieron lucir lo más granado de su tecnología militar, y en particular el estado del arte en materia misilística. Tres fragatas se acercaron al litoral sirio, con el propósito de lanzar el MdCN, la más moderna versión de los misiles de crucero de la Royale, la marina francesa. MdCN quiere decir, muy simplemente, Misil de Crucero Naval.

Ahora bien, solo una de las fragatas debía efectuar el lanzamiento. ¿Porqué la Royale envió tres navíos? Por la sencilla razón que almirante prevenido vale por dos. Cuando el capitán de la fragata encargada del lanzamiento ordenó pulsar el botoncito… no pasó nada. El sofisticado sistema hizo ¡Plop!, y los misiles se quedaron donde estaban: en el barco.

Ni corto ni perezoso, el alto mando ordenó que la segunda fragata hiciese «fuego». El Pachá (así llaman en la Royale al comandante de bordo) apresurose en dar la orden correspondiente. ¿Sabes qué pasó entonces? Aunque no lo creas… nada. Los benditos MdCN, el equivalente de los Tomahawk yanquis, rehusaron, tercamente, salir volando.

Uno imagina fácilmente que a esas alturas más de un almirante tragaba saliva pensando en la madre que lo parió al gerente de la empresa que fabrica los dichosos misiles, cada uno de los cuales cuesta la módica suma de 2,9 millones de euros. El recuerdo de Trafalgar, la memoria del autosabotaje de la flota en Toulon y la evocación del desastre de Mers el-Kébir se cernían sobre las cabezas de la más alta oficialidad marinera.

La tercera fragata –llamada de «reserva»– recibió pues la orden de salvar el honor y el prestigio nacionales. No creo exagerar al suponer que el comandante cruzó hasta los dedos de los pies al darle la correspondiente orden a su oficial artillero. Uuuufff… finalmente los tres misiles partieron. ¿Fin de la historia? ¡Qué va!

La Fuerza Aérea gala también participó del jolgorio. Junto a los seis navíos movilizados por la Royale –entre los cuales las tres fragatas– y el tiro de tres MdCN, Francia desplegó 17 aviones: nueve cazabombarderos Rafale, algunos aviones de reabastecimiento en vuelo y al menos un Awacs, avión de alerta temprana y de control aeroportado.

Los flamantes Rafale debían lanzar nueve misiles SCALP, a 850.000 euros la unidad. Mala suerte… cuando un piloto hizo fuego, el misil falló y se quedó atascado en el sistema de fijación del avión. Simple detalle: el avión no puede aterrizar (o apontar en un porta-aviones) con el misil en su vientre. De modo que para esos casos hay un procedimiento manual –parecido a la manivela de los Ford T o a una suerte de Crtl-Alt-Del si prefieres– que permite liberarlo.

Jean-Marc Tanguy, periodista especializado en armamento de la revista Raid Aviation, precisa que el piloto deja caer el misil en cualquier parte, de preferencia en el mar, en aguas profundas. Y agrega: “Lo chocante en este asunto es que las autoridades han evitado evocar este problema hasta ahora. Cuando el presidente da la orden, los operacionales deben pulsar un botón y normalmente las armas deben partir”. Normalmente.

Si el misil le cae a un barco pesquero, o impacta un avión de línea (ya ocurrió en Italia), solo queda o bien negar el hecho, o bien «pedir perdón por la muerte del niño».

Por esta vez los bosquimanos de Kalahari se salvaron. Pero no se puede negar que los dioses se volvieron locos.