«La ciudad ha sido destruida, reconstruida, destruida y reconstruida una vez más. Jerusalén es una vieja ninfómana que asfixia uno tras otro a sus amantes, antes de deshacerse de ellos en un bostezo, viuda negra que devora a sus amantes en el momento mismo en que la penetran…».

(Amos Oz, «Una historia de amor y de tinieblas»)

Israel masacra alegremente decenas de palestinos. Israel masacra, una vez más, centenares de palestinos. A nadie se le ocurre organizar un golpe de Estado en Tel Aviv, ni un bombardeo de Israel. Nadie condena a Israel, salvo la ONU, pero una condena de la ONU vale menos que una sabia reflexión de Mafalda. Israel continua masacrando palestinos.

Hace algunos meses me decidí a leer un voluminoso libro de Simon Sebag-Montefiore, titulado precisamente así: Jerusalén.

La prosa y la erudición de Sebag-Montefiore me fascinaron leyendo su trilogía sobre Stalin: El joven Stalin, Stalin – La corte del zar rojo – Tomo I, Stalin – La corte del zar rojo – Tomo II. Más de 2.200 páginas en total, de una escritura apretada y densa.

El primer volumen me hizo comprender que Stalin era un portento de inteligencia y astucia, un intelectual y un trabajador obsesivo tras una caparazón aparentemente grosera y ruda. Los volúmenes siguientes me provocaron náuseas, dolor, indignación y rechazo, al tiempo que ilustraron el despiadado mundo en el que vivió Stalin. Uno con una regla simple: matar o morir.

Jerusalén, obra que supera las 1.050 páginas, cuenta su historia para un periodo que excede los 2.500 años, desde la dominación del Imperio babilónico hasta nuestros días. Mi lectura es acompasada, lo que me permite leer simultáneamente la media docena de libros de urgencia que siempre me acompañan. Confieso pues que hasta ahora solo he leído un tercio: voy en la página 428.

Así voy digiriendo el hilo conductor de la vida de «la más ilustre de las ciudades», según Al-Muqaddasi (Muhammad ibn Ahmad Shams al-Din Al-Muqaddasi, también conocido como Al-Maqdisi, notable geógrafo medieval árabe, autor de Ahsan at-Taqasim fi Ma`rifat il-Aqalim), quien, al ofrecer un juicio definitivo sobre la villa, coincide grandemente con Amos Oz: «Jerusalén es un vaso de oro lleno de escorpiones».

El mencionado hilo conductor es difícil de digerir visto que está constituido por los crímenes más perversos, las traiciones más aviesas, las costumbres más bárbaras, las supersticiones más primitivas, las más siniestras e ilegítimas ambiciones, y el más absoluto desprecio por el ser humano, en una interminable seguidilla de atroces y refinadas violaciones a los principios más elementales.

Una ciudad en la que se mezclaron una y otra vez –incluso y sobre todo carnalmente– hasta devenir un revoltijo indescifrable, árabes ortodoxos, árabes musulmanes, árabes laicos, judíos sefarditas, judíos askenazis, judíos haredim, judíos laicos, armenios ortodoxos, georgianos, serbios, rusos, coptos, protestantes, etíopes, latinos y griegos, en una larga letanía de orígenes y religiones que esta desordenada enumeración cae muy lejos de agotar.

Un momento dominantes, otros dominados, unos y otros se han exterminado con una perseverancia digna de mejor causa. Judíos que asesinan judíos, árabes que asesinan árabes, judíos que traicionan a otros judíos, árabes que traicionan a otros árabes, alianzas espurias de unos con otros para vender a sus semejantes, y prosternarse servilmente ante los sucesivos imperios que les vencieron y les enyugaron, antes de servirse de sus mujeres como hetairas, cortesanas, esposas de ocasión, esclavas y concubinas de harén según fuese la necesidad del amo.

El meretricio no siempre fue forzado: a lo largo de la historia hubo judías y/o árabes que se prestaron con entusiasmo y dedicación a satisfacer la libido de amos árabes, judíos, romanos, griegos o babilonios a cambio de un remedo de poder, o simplemente en la perspectiva de llegar a ser la favorita. En esas condiciones resulta difícil pretender a la “pureza de la sangre”, o a la linearidad de los orígenes.

Por otra parte, la exquisitez de las masacres fuerza la admiración.

Aun no he sumado los miles de cadáveres que, de Tito, hijo del emperador romano Vespasiano, hasta Balduino el Grande, pasando por David, Absalón, Salomón, Roboam, Jeroboam, Jezabel, Isaías, Sennacherib, Ezequías, Manassé, Josias, Nabuchodonosor, Baltasar, Ciro el Grande, Darío, Zorobabel, Nehemía, Alejandro el Grande, Ptolomeo, José el Tobiade, Antiochos el Grande, Simón el Justo, Antiochos Epifanio (el dios loco), Judas el Martillo, Simón el Grande, Jean Hyrcan, Alejandro el Tracio, César y Cleopatra, Antonio y Cleopatra, Pacorus, Herodes y una muy larga lista de benefactores de la humanidad dejaron tras de ellos, inventando los más sofisticados modos de exterminar hombres, mujeres y niños con una constancia que dura hasta el día de hoy.

Lo curioso es que aún quede población viva.

La impiedad de los cristianos, que en su día organizaron las Cruzadas para apoderarse del Santo Sepulcro y otras reliquias, llegó a la practica de la antropofagia, como cuenta Amin Maalouf en su notable libro Las Cruzadas vistas por los Árabes.

Y si Simon Sebag-Montefiore nos ofrece todo un capítulo de su libro, titulado muy apropiadamente La Masacre, ni Godefroi, ni Tancredo de Hauteville, ni el Papa Urbano II, ni Raymond de Toulouse, ni todos juntos, logran sobrepasar en crueldad a sus homólogos judíos o musulmanes.

«…los Francos (los cruzados cristianos) se volvieron locos, y mataron a todos los que encontraban en calles y avenidas. Cortaron cabezas, pies y manos, glorificándose de los manantiales de sangre infiel con la que se rociaban».

Si tales carnicerías no eran inusuales, el piadoso orgullo con el que los culpables se vanagloriaban era novedoso:

«He aquí algo sorprendente que tengo que decir, exclamaba Raimond d’Agiles, capellán del Conde de Toulouse y testigo ocular… Entre los sarracenos, unos eran asesinados, lo que era para ellos el fin más dulce; otros, atravesados de flechas eran forzados a lanzarse desde las altas torres; otros aun, después de haber sufrido mucho tiempo, eran quemados vivos, consumidos por las llamas. Se veía en las calles y en las plazas de la ciudad túmulos de cabezas, de manos y de pies. Los infantes y los caballeros marchaban a través de los cadáveres. Los cruzados le arrancaban los bebés a sus madres y estrellaban sus cabecitas contra los muros de piedra».

Mucho antes, el muy piadoso Flavio Valerio Aurelio Constantino​ –más conocido como Constantino I– Emperador de los romanos desde su proclamación por sus tropas el 25 de julio de 306, consagró la dominación de los cristianos a lo largo y ancho de su imperio, y su propia autoridad –el césaro-papismo–, para, al final de sus días, convertirse al cristianismo.

Fausta, esposa de Constantino, deseaba imponer su propia descendencia. De modo que acusó a Crispus, hijo del primer matrimonio de Constantino, de querer seducirla. Ni corto ni perezoso, el piadoso Emperador hizo asesinar a su propio hijo. Más tarde, cuando Helena, su madre, le hizo ver la maniobra de Fausta, Constantino no encontró nada mejor que hacerla hervir. Si lo cuento, es para señalar que la violencia y la crueldad de los cruzados tenía genealogía, jerarquía y solera.

Y destacar que en materia de salvajadas, los unos valen los otros. Jerusalén, «esa vieja ninfómana», ha pasado de mano en mano a lo largo de 25 siglos. Cada poder dominante ha pretendido ser el legítimo ocupante del lugar, y anunciado el carácter «eterno» de su dominación. Antes de verse eliminado, dominado, masacrado, esclavizado, por el poder sucesivo. Así, por los siglos de los siglos.

En los últimos 70 años el poder dominante lo han ejercido los judíos. Setenta años: la nada misma si consideramos los dos mil quinientos años de existencia de Jerusalén. Y como cada poder dominante, Israel perpetúa la tradición del crimen. Nada nuevo bajo el sol. Hasta que en otra sacudida telúrica, se imponga otro poder que, cumpliendo con la milenaria costumbre, extermine a su vez a sus predecesores.

Amén.