Nueva York, 1979

El 5 de junio de 1981, el CDC —Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos— convoca una conferencia de prensa donde describieron cinco casos de neumonía en Los Ángeles. La mayoría de estos pacientes eran hombres homosexuales sexualmente activos, muchos de los cuales también sufrían de otras enfermedades crónicas que más tarde se identificaron como infecciones oportunistas. Todos estos pacientes murieron en pocos meses. El pánico cundió. Pronto, ya no era uno o dos casos de sida, sino diez y veinte y en pocos meses, cientos y doscientos y luego miles y miles. Era una epidemia. No existía información de qué podía hacerse para prevenirla y la gente no recibía tratamiento ni cuidados paliativos. Los médicos, los que aceptaron cuidar a los pacientes, no sabían qué hacer. Los enfermos eran abandonados; los familiares les rechazaban; los lugares de trabajo los echaban; las funerarias rehusaban enterrarlos.

San José, 1983

No ha llegado aún la peste. Sin embargo, sabemos que lo va a hacer. Tarde o temprano aparecerá el primer paciente que nos hará saber que esto es inevitable. Hacemos una reunión de hombres homosexuales. «No podemos cruzarnos de brazos; si en Nueva York no estaban preparados, aquí toda la comunidad está enclosetada». Se oye la misma negación: «Aquí no somos promiscuos como en los Estados Unidos, el sida no va a llegar«, «Tomamos muchos jugos naturales y nuestro sistema de defensas es muy bueno». El terror de ser reconocidos como homosexuales es más grande que el miedo a la muerte. En 1984, aparece nuestro primer caso.

Cuando una epidemia se presentaba en algún pueblo medieval europeo, la primera reacción de la gente era hacerse como si nada pasara. En la medida en que los habitantes empezaban a morir, se daban cuenta que la cosa estaba mal. Entonces, algo debían hacer. La primera reacción era llenar el pueblo de incienso. La idea era que la pestilencia era provocada por los malos aires. Pero la gente seguía muriendo. Entonces, empezaban las procesiones, los rezos y las peregrinaciones. Los curas decían que por la mala conducta, Dios los estaba castigando. Como esto no paraba los fallecimientos, alguien se le ocurrió culpar a las minorías de envenenar las aguas. A pesar de todos estos esfuerzos, nada paraba la epidemia. Sin importar cuántos eran sacrificados, los ciudadanos morían. Entonces, finalmente, actuaban, otra vez, como que nada pasaba.

Aunque pareciera que la reacción inicial y la final son las mismas, existe una gran diferencia. La primera era una negación de la realidad; la segunda el reconocimiento, después de los grandes esfuerzos, que todos morirían.

Si no podías hacer nada para salvarte, aprendimos que lo importante era luchar por vivir el tiempo que nos quedaba y a morir con dignidad. La familia tica, a pesar del veneno que emitía el Gobierno, la Iglesia y los medios, optó por unirse a la causa: ¡que nadie se atreva a maltratar a nuestros hijos porque estamos con ellos en la vida y en la muerte! Nos dimos cuenta que la epidemia no era el sida sino el odio. Cuando el Gobierno hizo la redada en marzo de 1987 para meternos en perreras y en la cárcel, habíamos perdido el temor.

El 5 de abril nacería la lucha que sigue hoy día. Paz a nuestros muertos.