La palabra concilio designa las reuniones de los obispos cristianos. El adjetivo general o ecuménico señala que se invitó a participar a todos los obispos de la cristiandad, lo que no significa que todos se apunten. Dejando de lado el concilio apostólico de Jerusalén (50) y algún otro concilio trucho, desde Nicea (325), primero de la serie, a Vaticano II (1962), la cristiandad ha celebrado exactamente 21 concilios. No tan exactamente en verdad, visto que si la Iglesia católica los reconoce todos, la Iglesia ortodoxa no retiene sino los ocho primeros, y las Iglesias protestante y anglicana aun menos: apenas cuatro.

Los concilios se reúnen para decidir de cosas relativamente banales –ya verás–, algunas sorprendentes, y en general para estatuir de lo que pueden y no pueden hacer los clérigos y gentes de Iglesia, para no hablar de los feligreses. De ahí que se pueda decir que los concilios tienen por objeto tratar de la fe, de la disciplina y de la moral.

Visto lo que hemos visto, viendo lo que vemos, y previendo lo que veremos, Francisco debiese estar tocando a rebato, repiqueteo campanil loco, llamativo y angustioso que comunica a quienes lo oyen que un suceso extraordinario, –un peligro o una catástrofe–, está a punto de ocurrir. No por nada, entre las seis razones que justifican la convocatoria de un concilio general se cuenta la necesidad de tratar de los abusos y vicios de la Iglesia (cardenal Roberto Bellarmino, 1542-1621).

El concilio adopta decisiones llamadas cánones, el conjunto de los cuales constituye el derecho canónico. Si eres creyente y te saltas las reglas cuidadosamente definidas por este último, te puede llegar al pigüelo, a menos que tengas santos en la Corte, un pituto, o –en estricto rigor– seas cliente de Enrique Correa.

Un canon del primer concilio de Nicea establece:

«si alguien en buena salud se mutiló a sí mismo, que se le excluya del clero del que forma parte, y en el futuro no se admitirá a quien haya actuado de ese modo».

Jesús nunca se refirió a la práctica de la castidad, ni al ideal de la virginidad, ni en general al uso del propio cuerpo. De modo que la prédica de la abstinencia sexual, la negación de la libido, la radical oposición a la pasión carnal vino más tarde, gracias a un neurópata de mucho cuidado: Pablo de Tarso. En su descargo hay que decir que si fue el peor, no fue el único.

Así, Mateo dice: «Hay eunucos que se hicieron eunucos a sí mismos por el Reino de los Cielos». Marcos no se quedó atrás: «Si tu mano es para ti una ocasión de pecado, córtala». Pablo de Tarso, en su insensata prédica contra el placer indujo una lógica de automutilación.

Orígenes, nacido en Alejandría hacia el año 185, hijo de familia cristiana, doctor de la Iglesia, uno de los padres de la Iglesia oriental y austero personaje, tomando al pie de la letra los Evangelios quiso eliminar radicalmente la tentación y el pecado que representaban los jóvenes catecúmenos. Cogió pues un cuchillo y procedió a la completa ablación de su equipamiento genital. No tardó mucho en darse cuenta que las tentaciones pecaminosas radican algo más arriba, pero omitió decapitarse.

¿Entiendes ahora el canon adoptado en Nicea?

El mismo concilio adoptó un canon relativo a «Las mujeres que cohabitan con los clérigos». Su texto, helo aquí:

«El gran concilio prohibió absolutamente a los obispos, a los curas y a los diáconos, en una palabra a todos los miembros del clero, de vivir con una compañera, a menos que no sea una madre, una hermana, una tía, en fin, las personas que escapan a toda sospecha».

¿Debo explicar las razones?

Otro canon, «De los clérigos que prestan con intereses», da cuenta de las costumbres de la época. Su redacción no por prudente es menos clara:

«Como muchos de aquellos que están inscritos en la lista de los clérigos, llenos de ventajas y de espíritu de usura, olvidando la palabra sagrada que dice: ‘No dio su dinero con intereses’, prestan y exigen porcentajes, el santo y gran concilio juzgó justo ordenar que si alguien, después de la publicación de este decreto toma intereses por un préstamo o por cualquier motivo, o bien retiene la mitad del préstamo, o inventa otra cosa para realizar una ganancia vergonzosa, será excluido del clero y su nombre rayado de la lista».

El riguroso respeto de los cánones conciliares llevó a cada nuevo concilio a insistir en la vigencia de los cánones precedentes, y a poner de vez en cuando una inyección de refuerzo. Así, el séptimo concilio, realizado en Nicea en el año 787, adoptó un canon titulado «Que las mujeres no deben vivir en los obispados ni en los monasterios». Otros cánones señalan dónde apretaba el zapato: «Que el obispo debe abstenerse de todo comercio». Otro instruye «Que debe haber un contador en los obispados y en los monasterios», habida cuenta que más de alguno metía la mano en la caja. El siguiente canon: «Que ni el obispo ni el abad deben vender las propiedades rurales de la Iglesia», indica que la caridad, siempre, ha comenzado por casa.

Si piensas que estos cánones carecen de claridad, hay otros. Por ejemplo este: «Que la admisión de clérigos, monjes y frailes deben hacerse sin regalos previos»:

«La vergonzosa pasión del amor del dinero se ha extendido tanto entre los jefes de las iglesias y los monasterios, que ciertos hombres y mujeres entre los que estimamos piadosos olvidan los preceptos de Dios, se dejan inducir en error y hacen pagar a precio de oro la recepción de candidatos al clero o a la vida monástica».

La modernidad de la Iglesia del siglo VIII no deja de sorprender.

El séptimo concilio estaba consagrado al culto de las imágenes. Los emperadores griegos León III, Constantino V y León IV habían apoyado con su autoridad un grupo oriental conocido como los iconoclastas. Estos últimos se pronunciaban contra el culto de las imágenes, práctica que podía llevar a la idolatría. El concilio condenó esa opinión tan opuesta a la alianza de las artes y de la religión (¿por qué te ríes?) y declaró que se le debe el saludo y la adoración de honor a las imágenes, mientras que el verdadero culto de latría debe ser reservado solo a Dios.

Como ves, los concilios también se ocupan de asuntos serios, importantes y trascendentales, lejos de la trivialidad que representa la prohibición de construir monasterios “dobles”, o mixtos como diríamos ahora. Sin embargo, lo cierto es que en mis lecturas, –si exceptuamos la automutilación de Orígenes y su vergotomía integral–, no he encontrado ningún canon que prohíba garcharse a los niños, abusar a los catecúmenos o disfrutar de las menores.

De ahí que estime que hace falta un concilio. Que en ningún caso podría ser general o ecuménico, en virtud de la Declaración de la Coordinación Nacional de Laicas y Laicos de Chile relativa a los chamullos de los Obispos reunidos en Punta de Tralca:

«Lamentamos que más allá de los contenidos, los obispos no se den cuenta que ellos son el problema, en cuanto personas, funcionarios eclesiales y ciudadanos chilenos, y que por lo mismo, en cualquier institución respetable las personas que son señaladas como “el problema”, no pueden plantear soluciones porque están afectadas por los intereses que los involucran».

Amén.