Recién ha muerto en Francia (el domingo 12/08), Samir Amin, uno de los pensadores marxistas más reconocidos del mundo. Pregonero, en nuestra opinión, de la muerte del capitalismo decimonónico a manos del capitalismo que emerge entre 1970 -1980 del siglo pasado, popularmente denominado «neoliberalismo».

Es novedosa la tesis de Amin porque, aunque desprendida de la teoría general de Marx sobre el capitalismo autodestructivo, que tanto vuelo retomó hace una década en medio de la crisis financiera internacional, contempla una variante de palpitante actualidad.

La diferencia entre Amin y Marx, al menos en lo que prima facie pudiera señalarse en un artículo acientífico como el presente, es que el pensador francés no ve la muerte del capitalismo como una desaparición del sistema, sino como un Leviatán que se está tragando al viejo capitalismo, al punto que no existe hoy en día una actividad económica privada o estatal que sea autónoma e independiente del “capitalismo monopolista”, como él mismo define el nuevo fenómeno soportado en la globalización e internacionalización de la economía.

La solución de Amin también parece menos dramática en el sentido social en que la plantea la vieja teoría del Manifiesto Comunista: «apelando a todas las formas de lucha». No, él propone la «desconexión» del modelo neoliberal, abandonando sus cualidades, prácticas y valores implícitos.

Decirlo así, parecería fácil la desconexión, pero la decisión en democracia, auténtica o falsa, depende de resultados electorales que se resuelven en las urnas y en los parlamentos; y las elecciones populares y las asambleas legislativas, ya sabemos o sospechamos todos, son controladas por ese capitalismo monopolista que dispone del poder económico para controlar los gobiernos y los medios de comunicación social.

Esto que es un hándicap apabullante, no excusa la lucha contra esa especie de Leviatán capitalista moderno que devora a su congénere senil a través de multinacionales que extienden su dominio sobre todas las actividades de la vida privada y pública, sean individuales o colectivas.

No tiene ninguna novedad hablar de monopolio capitalista. Pero si invertimos el orden de los términos y decimos capitalismo monopolista, cambia por completo el sentido. Una cosa es que el viejo capitalismo haya ejercido desde su mismo origen una especie de ambivalente monopolio económico, prohibido y tolerado socarronamente, y otra es que, expandido inclusive al campo ideológico, y todavía más exclusivo y excluyente, ordene y disponga hoy en día de toda actividad humana.

Ese capitalismo monopolista, ya expandido al campo político, controla todo; no existe gobierno o actividad alguna que sea autónoma e independiente. Todo en el mundo neoliberal está «fríamente calculado» dentro de un orden mundial regido por organizaciones supranacionales como el FMI, el BM y la OMC, por citar las más representativas de la hegemonía universal.

Tómese cualquier sector: el eléctrico, la salud, la industria, la educación, el transporte, el agropecuario y hasta el tráfico de drogas y armas. Todo está controlado por los monopolios que proveen los insumos, el crédito y las cadenas de comercialización. Toda actividad humana ha quedado reducida a la simple subsidiaridad de los monopolios que controlan todo, hasta los Gobiernos con consecuencias sumamente graves, la primera de ellas, la propia democracia que antes se expresaba en la dicotomía derecha-izquierda, de la que habla Norberto Bobbio, en torno a la cual se establecían alianzas sociales más o menos populares/más o menos burguesas y, por tanto, con concepciones diferentes del Estado y la política económica.

En la actualidad, y como consecuencia de ese estado ya descrito, vemos también confirmada la penetrante visión de Maurice Duverger plasmada en su libro de 1968 sobre una «democracia sin pueblo» detentada por políticos que gozan de licencia de engaño social, al no tener que responder políticamente por nada de lo que prometen en las campañas electorales, dejándose arrastrar luego, todos a una –derechas o izquierdas-- por los intereses creados al amparo de ese capitalismo monopolista.

¿Excepciones o regla?

Y viene de nuevo la solución propuesta por Amin sobre la desconexión neoliberal, de la que decimos arriba «difícil» pero no imposible. Lo que está por establecerse es si los casos que siguen constituyen excepciones, o es el principio de una tendencia social que empieza a marcar el fin de la sutil tiranía envuelta en una falsa democracia.

A mano alzada se puede empezar por el caso Grecia de 2010 – 2011 cuando la llamada troika: Unión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional (UE, BCE y FMI), le recetaron al entonces gobierno de Papandreou, un «ajuste macroeconómico» (así lo llaman en todo el mundo) que levantó una oleada de protestas sociales nunca antes registrada en el espacio de la UE, al considerar (era y sigue siendo cierto) que la troika solo buscaba salvaguardar los intereses del sector financiero local e internacional, a costa de sumir al pueblo en la absoluta miseria.

Al final del día, como todos sabemos, y no viene al caso mayor explicación ahora, el Gobierno del primer ministro, Alexis Tsipras, dizque de la izquierda radical, aceptó las condiciones de la troika y, Grecia, acaba de concluir su tercer programa de ajuste este próximo 20 de agosto sin muchas campanas al vuelo.

El siguiente caso de resonancia internacional fue España, casi en paralelo a Grecia. El huracán social hizo pensar, alegremente, en una reedición moderna de José Ortega y Gasset y su Rebelión de las masas llevadas al plano de su poder popular. Pero fue un sueño, nada más. España sigue siendo hoy, a pesar de la caída de Rajoy, un país tutelado por la troika desde el 2012 cuando le impuso el duro memorando de entendimiento, redactado en Bruselas por «los hombres de negro» que no salen de Madrid inspeccionando cada detalle de su imposición.

El tercer caso de desconexión neoliberal, para recordar de qué estamos hablando, sucede en Portugal cuyo Gobierno dio por terminado en el 2014 el ajuste macroeconómico que le impuso la troika al no verse avances en el campo económico, y en cambio, un arrase social de espanto.

Distinto a los casos de Grecia y España, que siguen en la cuerda floja tanto en el sentido económico como social, los medios de comunicación, entre otros, El País, de España, en su edición del pasado marzo 31/18, titula: Portugal, una historia de éxito. Siguen pendientes importantes desafíos, pero el futuro sostenible ya está en construcción.

Por una razón evidente, la información de El País, suscrita por el ministro portugués de Finanzas, Mario Centeno, se cuida bien de no atribuir el éxito económico y social de su país a la desconexión neoliberal, pues, el mismo éxito en lo nacional, lo ha encumbrado a presidir el foro de ministros de Economía y Finanzas de la eurozona, y no está bien hablar mal del anfitrión en su propia casa.

Lo cierto es que el desmarque político y económico de Portugal fue un caso sui generis que dejó al mando a António Costa en coalición con el Partido Comunista y el Bloque de Izquierda, no obstante ser minoría en la Asamblea de Diputados. Tampoco viene al caso mayor explicación ahora de este acontecimiento.

En los predios latinoamericanos

Al norte del continente, resuenan en estos momentos, con timbres diametralmente opuestos, los Gobiernos de Trump en Estados Unidos y López Obrador (recién elegido) en México. El primero por acentuar el capitalismo monopolístico, pero desde su propia plataforma, y el segundo porque la esperanza renace en un país como México que antes de los sucesivos Gobiernos neoliberales de 1980 en adelante, siempre fungía como faro de un modelo económico y social, al estilo latinoamericano.

En síntesis: Trump es la frustración social y López Obrador la esperanza. El futuro al sur del continente, de México hacia abajo, depende mucho de sus desarrollos, pues, para decirlo de entrada, del éxito o fracaso de López Obrador, depende el renacer de la izquierda latinoamericana; y su fracaso, elemental es decirlo, representaría el encierro en el cuarto de San Alejo por tiempo indeterminado, pero seguramente muy largo, del llamado Socialismo del siglo XXI.

Suramérica estuvo a punto de desconectarse del neoliberalismo en las primaveras de Chávez (Venezuela); Correa (Ecuador), los Kirchner (Argentina); Evo (Bolivia) y Lula/Rousseff (Brasil). De esa eclosión rebelde solo queda Evo. Todo lo demás es ceniza…

Muerto Chávez, su proyecto, junto con su misma Venezuela, agonizan.

Correa, triunfó en su gobierno, pero fracasó en su línea sucesora que da forzada marcha atrás, incluyendo una inculpación de crimen al expresidente ecuatoriano que lo tiene «saltando matojos».

La viuda de Néstor, Cristina, también tiene un pie en la cárcel, mientras su sucesor aprovecha para desmantelar a placer todo el Estado Social construido en la era Kirchner de Argentina.

Evo está en sus últimas buscando una reforma que le permita continuar, pero es obvio que ya muy desgastado e íngrimo.

Lula es un caso aparte: el continente y el mundo mira lo que pueda acontecer en el coloso suramericano en los próximos días. En abierto desafío a la justicia electoral, el Partido de los Trabajadores inscribió a Lula como candidato presidencial, pese a que el exmandatario está preso. La constitución prohíbe el ejercicio de cargos públicos a los condenados. Pero la variante aquí, también resulta tropical: Lula está condenado por jueces de los estados de Curitiva y Porto Alegre, pero su inscripción se realiza en el Estado de Sao Pablo donde reside habitualmente el expresidente, libre de antecedentes.

Casos apartes son los de Chile –pospinochet—que entra y sale del neoliberalismo de la mano de Michel Bachelet y Sebastián Piñera, ambos reelegidos; y Colombia que después de 200 años de gobiernos derechistas estuvo a punto, en las pasadas elecciones de junio, de alcanzar la Presidencia en cabeza de una alianza de centro-izquierdista que, al final, no se consolidó, frustrando el cambio de «los mismos con las mismas», como se dice por estos lares.

Colombia, en especial, exhibe la más radical derecha, encabezada por un expresidente, Álvaro Uribe, de un prontuario que envidiaría el mismo Pablo Escobar.

El presidente recién posesionado, Iván Duque, ha entregado el país desde los ministerios a una clara plutocracia, en lo económico, y en lo político, su propio partido, Centro Democrático, amenaza con hacer trizas el legado de paz dejado por su antecesor, JM Santos. Y, de colofón, el nuevo Gobierno se ha prestado públicamente a ser el mascarón de proa con el que embestirá en estos próximos 4 años el Gobierno de Estados Unidos, al ya débil Gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela.

En síntesis, el capitalismo monopolista descrito por el finado Samir Amin, está vivito y coleando. En la UE, solo Portugal avanza en la demostración de que más allá del neoliberalismo existe vida, pero el incipiente discurso y las protestas sociales indican que al Leviatán se le ha perdido respeto.

La salud de Portugal en Europa y la esperanza de México en Latinoamérica, son las gambetas que mejor despedida le están haciendo al tenaz teórico marxista de los últimos 50 años:

¡Paz en su tumba!