El 22 de agosto de 1974, a la edad de 17 años, llegué a Copenhague, Dinamarca, desde Argentina, después de haber dejado Chile en diciembre del 1973. Han pasado 44 desde entonces. Tuve que aprender un nuevo idioma, nuevas costumbres, adaptarme a una nueva realidad y salir adelante. Los recuerdos que tengo de mi llegada estuvieron marcados por las diferencias. Casa de ladrillos rojos, bicicletas en las calles, la gente, el orden público, la falta de miseria y una visión de la política más pragmática y entendida como diálogo.

A menudo, vuelvo a pensar en esos años, en mis relaciones personales, esfuerzos para aprender y estudiar, junto con mis primeros trabajos y la necesidad de distanciarme del pasado para poder vivir en el presente. Rompí con muchos de mis hábitos y también con una parte de mí mismo. Dejé atrás ideologías y prejuicios y sentí la necesidad de ver el mundo con ojos más atentos y abiertos, preguntándome siempre por el sentido de todo y cuestionando mis valores y actitudes. Hice clases de español mientras estudiaba y aprendí los mecanismos lingüísticos y gramaticales que en cierta medida condicionan el pensamiento y también a ver la vida desde mi propia perspectiva, ya que a pesar de todo, estaba solo y tenía que superarme.

Me doy cuenta, pensando esto, que he vivido casi toda mi vida lejos de mi país natal y que también allí sería hoy sólo un extraño. Un cambio a nivel personal lleva a otros cambios y mucho de lo que constituye una comunidad, desgraciadamente, son los prejuicios. Ideas preconcebidas sobre el mundo y las personas, que nos hacen previsibles, mentalmente rígidos y parte del grupo.

El desarraigo es una forma de vida, un modo de ser, donde se abandona definitivamente la ilusión de lo obvio y las respuestas vacías, que no dicen nada como: «las cosas son así y no hay nada que hacer». Dejé de aceptar lo inaceptable, el racismo, el desprecio hacia los demás, la política apartada del bien común y como un fin en sí y personal e hice mía la responsabilidad de ser y actuar. Siempre fui inconformista, opositor a las aparentes convenciones y en cierta medida un desesperado que no tolera falsas legitimaciones. Cuando uno deja atrás las formalidades y apariencias sociales con su techo de vidrio y sin sentido, es imposible volver a aceptarlas y uno se convierte en un eterno exiliado. Una persona que vive fuera de todo amparo y refugio falso.

Muchas veces y en distintos lugares, he escuchado frases sin sentido como «nuestro país es el mejor” u otras fórmulas que resaltan la pertenencia a un grupo y que este para definirse y constituirse como tal tiene que excluir a otros, usando argumentos desprovistos de fundamentos y completamente irracionales. Fuera del grupo y con los ojos abiertos, las palabras comenzaron a tener un sentido más hondo y las afirmaciones se transformaron en suposiciones, sujetas a reflexión y preguntas, que apartan de las convenciones y el sin sentido. Usando silogismos como: un aborigen es un ser humano, el ser humano tiene derechos, ergo el aborigen tiene derechos y merece respeto. El sujeto aborigen es sustituible con mujer, niño, extranjero y homosexual, o preguntándome constantemente por qué, buscando evidencias y afinando los métodos.

Detrás de tantas absurdidades, como definirse mejores, más honestos, menos corruptos, no existe más que una ilusión y deseo inconsciente: protegerse y sentirse parte de una comunidad, pagando un alto precio que podríamos llamar hipocresía cotidiana. Lo que descubrí llegando joven a otro país fue que ese frágil sentimiento de pertenencia me era negado. Para sobrevivir tenía que aceptar lo negado y esto me hizo más sensible, más desnudo y expuesto y, por ende, menos propenso a ilusionarme y aceptar falsedades.