En estos días de septiembre, evocadores de tragedias y crímenes, fui a visitar a quienes recibieron en Francia a mis padres exiliados. Una pareja de franceses generosos, solidarios y afectuosos, cuyo gesto les honra y me conmueve aún hoy, 45 años después. Jean-Claude era director de una fábrica en un pueblito lejano e ignoto. Supo de esas familias chilenas que se encontraban al pairo, y junto con Mady, decidieron dar una mano. Ofrecieron un modesto empleo en la usina, y se consiguieron un arsenal de ropas, muebles y artefactos de segunda o tercera mano para montar una vivienda de urgencia. Cuando mis padres llegaron a Aillevillers, en la Haute-Saône, tenían pan, techo y abrigo.

Por eso puedo decir que somos una familia que vibra unida en torno al amor a los humanos, a la gratitud, a la amistad, a la fraternidad y al humor. Jean-Claude y Mady han visto crecer sus hijos, llegar los nietos y venir los achaques de la edad. Mi visita fue un instante de alegría solar para ellos y para mí.

En medio de la nutrida conversación sobre lo divino y lo humano, Jean-Claude me refirió una historia digna de Marcel Pagnol, ese extraordinario escritor del Midi francés, al cual le debemos obras maestras como La Gloria de mi padre, El castillo de mi madre, La hija del pocero, Marius, César, Fanny, La mujer del panadero y un libro que se transformó en doble éxito cinematográfico planetario: Jean de Florette y Manon des Sources.

La historia que me contó Jean-Claude tiene lugar en las inmediaciones de Aubagne, pueblo provenzal que es un símbolo de terruño asoleado, suerte de eterna primavera, de gentes simples y alegres que hablan con un acento que canta y encanta: el país de Pagnol.

Una tarde el cura del pueblo fue a caminar por esos senderos que bifurcan entre los roqueríos de los cerros, en medio de una vegetación escasa que revela la ausencia de lluvias y de agua, y del canto ensordecedor de las cigarras.

Por la mañana el cura había escuchado los truenos de una tormenta de verano, que suelen ser breves, violentas y circunscritas a un espacio reducido. No se sorprendió pues de caminar sobre innumerables charcos de agua que se irían evaporando con el intenso calor de la tarde.

Ensimismado, el cura meditaba seguramente en las cosas que meditan los curas, y otras aún más edificantes, nobles y trascendentes. De ahí que pisando firme en la rocalla, marchando sobre la hierba o el lodo de infinitas pequeñas pozas esparcidas en el sendero no advirtiese que en una de ellas yacía una pequeña ranita, del tipo que en Provenza llaman reineta.

En el último instante sin embargo, su visión periférica recibió la imagen de una mancha verde que sin tardar transmitió a la retina. Esta a su vez transformó la señal en impulsos eléctricos que rápidamente corrieron por el nervio óptico hasta llegar al córtex cerebral, el que en menos de lo que tardo en escribirlo vio la ranita y envió órdenes al sistema nervioso para evitar aplastarla bajo los pesados calamorros del cura.

La ranita se veía muy debilitada, temblaba penosamente, afectada tal vez por la tormenta de verano y el agua gélida que le había caído encima. El cura hesitó, pero finalmente la cogió, la levantó en su mano y la observó atentamente. Intentó reanimarla soplando aire tibio sobre ella, y finalmente la envolvió cuidadosamente en su blanco y virginal pañuelo y siguió su paseo con ella en la mano.

Así llegó de regreso a la casa parroquial, cansado y satisfecho de su tranquilo vagabundeo por el campo. Cenó sobria y despaciosamente, sin dejar de observar el estado de la ranita, más intrigado que inquieto. Finalmente decidió ir a dormir.

No sabiendo qué más hacer por el batracio, lo llevó consigo y lo depositó delicadamente sobre una de las dos almohadas de su ancha cama. Allí quedó la ranita, mientras el cura durmió el sueño que duermen los justos y quienes tienen la conciencia tranquila.

La escena siguiente la cuenta el propio cura:

Al día siguiente me despertó un sol radiante que se colaba por las ranuras de las ventanas, en medio del silencio reparador tan propio de los pueblitos provenzales. De pronto recordé la ranita… y me giré para ver qué había sido de ella. Ud. no me va a creer. Durante la noche hubo un milagro. La ranita se había convertido en un bello niño de rizados cabellos rubios. Se lo juro señor Comisario, se lo juro…