Los hechos ocurridos este 26 de septiembre hace cuatro años en Iguala -estado de Guerrero en México-, a estudiantes de nuevo ingreso de la Normal Rural de Ayotzinapa, situaron en el primer plano mundial a la escuela que ostenta el nombre de Raúl Isidro Burgos. La fuerza de los hechos ha causado que no se repare en quién fue ese maestro, por lo que este artículo aspira a cubrir en alguna medida tal hueco.

Para trazar un perfil de don Raúl Isidro Burgos me veo ante la disyuntiva de reproducir palabras suyas o de describir cómo era él y qué impresión daba al conocerlo. Opto por lo primero solo deplorando que otro artículo existente empezara por allí mismo, pero la actualidad de las palabras citadas creo que bien vale que se me culpe hasta de plagio:

«La mayor parte de nuestras comunidades rurales ofrece, entre numerosas carencias, la de una casi total desorganización, que las sitúa en el más amplio subdesarrollo. Sus niveles económico, social y cultural son apenas perceptibles. Muchas carecen de tierras de cultivo, otras de agua potable y comunicaciones en casi todas. Las causas están diseminadas».

Muy alto, muy delgado, pulcramente vestido de blanco, asomaban en su rostro -enmarcado por la barba cana- los ojos azules, humilde pese a la majestad de su presencia: era el maestro Raúl Isidro Burgos.

Ajeno por completo a los placeres del dinero, hasta el sueldo devolvía a la caja de su institución para que no faltara lo necesario a sus alumnos.

Eso queda bien claro con aquel internado para desposeídos que sostenía por su cuenta en Arcelia, con el apoyo de su esposa, mientras él hacía sus largos recorridos como inspector, su trabajo oficial.

No es fácil imaginarlo como oficial mayor de la SEP, a menos que se piense que fue uno de esos afortunados casos donde la administración de ese gigante queda en manos de alguien que lo conoce por dentro, no de un mero experto en manejo de recursos. Y no es fácil puesto que su trabajo se desarrolló no siquiera en el campo, sino en la montaña y su convivencia no fue entre hombres de cuello blanco, sino entre labradores de la tierra.

Su espíritu noble, junto con su generosidad franciscana, queda claro también en la anécdota de cuando una mujer se presentó ante él con su hijo desnudo en brazos, a pedir ayuda para sepultar a su esposo. El maestro se quitó su guayabera –que vestía a modo de chamarra- y cubrió con ella al pequeñito. Ordenó pedir madera fiada y a sus alumnos elaborar con ella la caja. Por último mandó traer su otra muda de ropa –tenía solo dos- y la entregó a la viuda para que sirviera de mortaja. No en balde llegó a llamársele «fray Burgos».

Otras plazas donde laboró fueron Chiapas, la Tierra Caliente de Guerrero, el estado de Puebla y la ciudad de México; como director de la normal de Ayotzinapa dejó no sólo su nombre y sus cenizas, sino su corazón. No fue su fundador, sino su constructor y segundo director, en el arranque de los años 30.

Fue de esta manera: la autoridad escolar misma construyó con sus propias manos y las de sus alumnos el edificio original de la nueva escuela, así como el camino para unirla a la carretera. Entusiastas, los peones habilitados llegaron a cubrir jornadas de 12 horas, y faenas de 100 viajes de tierra en carretilla o bajar pendientes de madrugada, descargando el camión de bultos de cemento entre la oscuridad. La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa es pues obra, literalmente hablando, de Raúl Isidro Burgos y de los estudiantes de la generación que recibió el terreno de la antigua hacienda; y también él figura en el centro de la época de oro de la institución como su director emblemático.

Cuando faltaba el dinero y la construcción amenazaba con detenerse, el maestro Burgos inyectaba los sueldos de él y de su esposa, administradora de la escuela, y si aún faltaba pedía prestado a un compadre de Tixtla, próspero comerciante y amigo de la institución. Esta amistad se había cultivado en las tertulias que se organizaban los viernes –tiempo de esparcimiento donde los alumnos cubrían el programa con representaciones, música, declamación-, adonde se le invitaba por su simpatía hacia el plantel.

Pero además había taller literario conducido por nuestro maestro, así que se antoja imaginar aquella escena afortunada, aquella buena práctica educativa como hoy se le llama: Burgos escuchando con interés y acotando a los avances que sus alumnos leían de sus primeros pasos literarios. Varios importantes escritores guerrerenses comenzaron ahí su andar o, si no se dedicaron a ello, sí aprendieron a vencer el temor a la página en blanco.

En fin: ¿el objetivo de la casa de estudios? Formar maestros indígenas para ir a las comunidades llevando el abc a sus coterráneos, así como técnicas actualizadas de agricultura y ganadería. Es decir –sobraría decirlo- que la normal no nació destinada a formar maestros para los núcleos urbanos, ni medianamente urbanos, sino para todo lo contrario. «Burgos representó el modo más consecuente, más sostenido, de la idea y la práctica de una escuela rural, corazón de las comunidades rurales», dijo con toda precisión Miguel Aroche Parra.

«En muy contados casos la fe en las posibilidades de la educación ha sido tan fecunda», dijo José Rodríguez Salgado. «Su mayor deseo fue volver a este solar suriano, y aquí lo tenemos, aunque ya no volverá a contemplarlo con su mirada de esperanza (…)», dijo Herminio Chávez Guerrero en la oración fúnebre previa a la inhumación de los restos del mentor en la Normal.

En otro espacio, Chávez Guerrero escribió (subrayado del articulista):

«Desde el año de 1933 el alumnado se liberó políticamente, le dio forma a una organización que con el tiempo había de marchar casi en forma perfecta, al grado que dos años después, cuando pedagogos extranjeros venían a México a estudiar la organización educativa (…) la misma Secretaría de Educación Pública recomendaba Ayotzinapa como un modelo en su género».

Dijo Raúl Isidro Burgos Alanís

«Condúzcanse siempre con la verdad, aunque se desplomen los cielos; antes de tomar una decisión, pónganse una bolsa de hielo en la cabeza; nunca gasten más de lo que ganen; obren siempre con la mayor sencillez y modestia; tengan presente que quien habla mucho, mucho peca, esto es, no pierdan la oportunidad de quedarse callados, siempre son buenos los periodos de mutismo, es decir, de austeridad verbal».

«Pero para que seamos maestros debemos renunciar a todo género de egoísmo, ser pacientes y constantes, sufrir las necesidades de los demás, hacerlos captar el sentido de comunidad, despertarles el anhelo de progresar (…)».