Por razones intrínsecas de la naturaleza humana, todo el mundo debiera repudiar la violencia, a no ser que quien la produce sea, patológicamente, desquiciado. Pero esa unanimidad en la censura tiene matices. Aunque todo enfrentamiento entre humanos es injustificable, no es lo mismo que la violencia provenga de un «agresor poderoso» -producto del sistema- con la violencia que nace por «reacción» o «defensa propia».

A través de esta simple reflexión llegamos a diferenciar la violencia propia de la impotencia o situación en desventaja, de esa persona o grupo que protesta reclamando justicia, y la que Pablo VI llamó «violencia institucionalizada». Esta última, ejercida por circunstanciales grupos de poder que, entre otras cosas, tienen la convicción de actuar para mantener la paz y el orden.

En el ejercicio de este exceso de brutalidad, se autoerigen, en «campeones del diálogo y la paz», al extremo de convocar a acólitos e ingenuos a pomposos eventos destinados a «construir la convivencia social» (!?), como si la paz se tratara de una convención cuartelaria o un iluminado decreto unilateral. ¡Dramático divorcio de una minoría convencida de que su tropelía «salva la patria» y una mayoría sufriente que lucha aferrada a la esperanza!

Esta distorsión conceptual deriva siempre y fatalmente en una descarada violación de los derechos humanos. Desde luego, esta conocida e inhumana estrategia -de origen amoral- impide una rápida toma de conciencia por parte del pueblo, creándose la duda -o dicotomía mental- de “si es justificable o no” la aberración de ordenar la sociedad a punta de balas y bombas lacrimógenas.

Como es sabido, la violencia institucionalizada actúa aprovechándose del poderío económico que le proporciona el presupuesto del país, manteniendo equipos de represión y generosas dádivas para las instancias castrenses, los cuerpos policiales, las milicias populares y a todo oportunista carente de principios. Esta acción se facilita creando una hegemonía comunicacional que enmascara y coarta toda libertad de expresión, transformando la mentira en verdad. ¡Goebbels siempre presente cuando de manipular se trata!

Otras formas de violencia institucionalizada es el absoluto sometimiento de la justicia a los antojos de los «mandamases», el control de los organismos culturales, incluyendo la irreverencia de trastocar valores educativos, cambiar la historia, inventar héroes, descalificar personajes, inducir a creencias esotéricas y aplicar -mediante organizaciones paralelas- un abusivo manejo de los sindicatos, gremios o agrupaciones sociales.

La verdad es que podríamos señalar muchas otras situaciones derivadas de esta habilidosa distorsión cuyo resultado genera climas de violencia y donde, como se adelantó, la parte marginada -sin armas pero con rabia- sólo clama por su derecho a la Justicia, aunque esa imploración sea proyectada como causa del pandemonio, especie maligna que muchos inadvertidos creen.

Esta reflexión se inspira en la sabia encíclica Populorum Progressio, donde S.S. Pablo VI, retratando la ignominia de la «violencia institucional», también señala el verdadero camino de la reconciliación:

«Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras carecen de lo necesario y viven en una total dependencia, que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia las graves injurias contra la dignidad humana».

Sin embargo, el Sumo Pontífice aclara y advierte:

«Ya se sabe, la insurrección -salvo en el caso de la tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase y damnificase peligrosamente el bien común- engendra, por desgracia, nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. Hay que evitar en lo posible la violencia... conviene dialogar. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor».

Desde luego, Pablo VI sabía muy bien lo que significa dialogar, distinto al lenguaje del sistema opresor que significa sólo «ordenar, unilateralmente ordenar».

Conclusión: antes de generalizar en materia de violencia o pontificar sobre el diálogo, es bueno despojarse de estigmas oficiales y preguntarse ¿de qué violencia o diálogo me hablas?