Si pudiera salir de su tumba, estoy seguro que el monseñor Óscar Arnulfo Romero mandaría a decir que todo este proceso de la canonización y la fanfarria que lo acompaña no vale la pena. Le diría a las autoridades católicas que no siguieran con eso. Que mejor gastaran el dinero en otra cosa.

Monseñor Romero era un tipo humilde y trabajador, extraordinariamente inteligente, al que le gustaba la gente, pero no le gustaban los ditirambos. Estoy seguro que diría que todo este esfuerzo se dirigiera mejor a los pobres, a la búsqueda de trabajo y dignidad para los más necesitados, y a la mucha pobreza que aún existe en El Salvador en este siglo XXI.

Quiero contar una anécdota. Allá por el año 1970 yo era niño y vivía en San Salvador con mi padre y mi familia. Cerca de nuestra casa, por el Estadio de la Flor Blanca, existía una iglesia y un párroco muy inteligente y aguerrido. Se llamaba Alejandro Duarte, hermano de quien sería tiempo después presidente democrático de El Salvador, José Napoleón Duarte. Yo asistía los domingos a oír la misa con mi madre.

Un buen día, el párroco Duarte invitó a dar el sermón a otro sacerdote llamado Óscar Arnulfo Romero. Por alguna razón mi mente de apenas diez años registró el nombre y oyó el apasionado sermón que hablaba sobre pobreza, que hablaba de Jesús y el Sermón de la Montaña, que hablaba de la parábola del camello y el ojo de la aguja, etc. y -lo recuerdo como si fuera ayer- decía que los políticos y los militares no podían hacer lo que hacían, que no podían seguir persiguiendo y matando a los indígenas y a los muchachos en las calles.

Me acuerdo que Romero hablaba con palabras simples y directas, que tenían mucha fuerza. Hasta mi mente de niño de diez años era capaz de entenderlo. En la iglesia todo el mundo lo oía en silencio, transido por sus palabras. Eran épocas difíciles de represión militar del general Sánchez Hernández y su Estado Mayor, los que tuvieron la famosa Guerra del Fútbol contra Honduras. Mucha gente murió en los años más duros de esos gobiernos militares. Mucha gente fue asesinada masivamente.

Durante la guerra civil que daba comienzo en 1979, monseñor Romero se convirtió en la «voz de los sin voz» y en «el pastor del rebaño que Dios le había confiado» por su férrea defensa de los derechos de los pobres y marginados. El propio Romero también fue asesinado en 1980, después de una homilía histórica que todavía se recuerda. Años después también morirían asesinados los sacerdotes jesuitas españoles Segundo Montes, Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Armando López, Juan Ramón Moreno y el salvadoreño Joaquín López

Romero es lo más cercano a un héroe que ha tenido El Salvador y Centroamérica en las últimas décadas. Un hombre bravío, inteligente, entregado a la Iglesia que verdaderamente vale la pena. No a la Iglesia de los pederastas, el boato o los lujos, sino a la Iglesia que realmente se dedica a los pobres, a las necesidades de la gente. Siempre he pensado que Romero era lo mejor de la mezcla de los jesuitas y los franciscanos, las dos órdenes religiosas más interesantes: la inteligencia y la bondad.