«La tiranía es un junco que el viento pliega y que se vuelve a levantar».

(Saint-Just)

Hace ya casi 230 años, Louis de Saint-Just, compañero de Robespierre, refiriéndose a la actitud del marais (pantano o ciénaga, para referirse al centro político, a los indecisos y/o a los oportunistas) exclamaba:

«Hacer una revolución a medias es cavar su propia tumba».

Es poco probable que enseñen eso en las escuelas de ciencias políticas: durante siglos la ciénaga, los monárquicos, la derecha y ese progresismo vergonzante y corrupto llamado «girondinos», reciclado más tarde como centro, han vomitado toneladas de mentiras e insultos sobre la memoria de Robespierre y sus compañeros.

De esa manera los verdaderos culpables del Terror pasaron piola, incluyendo a los muy terroristas Tallien y Fouché que se pasaron al campo de los ‘moderados’ como un Tironi o un Correa cualquiera.

E hicieron olvidar que el 9 de termidor, fecha que marcó la caída de los revolucionarios, se saldó por centenas de asesinatos políticos, incluyendo los de Robespierre, Saint-Just, Couthon, Goubon, Fleuriot-Lescot, Hanriot y 15 otros representantes de los sans-culotte, guillotinados al mismo tiempo.

Robespierre había recibido un tiro en la mandíbula (disparado por el gendarme Charles-André Merde, eso no se inventa), a Couthon le habían roto el cráneo, Hanriot recibió un bayonetazo que le arrancó un ojo. Una carreta que transportó al grupo llevaba el cadáver de Philippe-François-Joseph Le Bas: ¡guillotinaron a un muerto! En el camino pararon delante de la casa en que vivía Robespierre para manchar los muros con sangre. Los métodos de la progresía son dulces y amables.

Poco después abolieron el sufragio universal y reimpusieron el esclavismo. Los negociantes y mercaderes en el poder durante el Directorio y el Consulado, sin olvidar a los banqueros que financiaron el golpe de Estado de Napoleón, rentabilizaron rápidamente su inversión.

Saint-Just, uno de los más decididos defensores de la verdadera Revolución Francesa, la de 1792, había sentido venir la traición de los terroristas. En un discurso, denunció el complot:

«La revolución está congelada, todos los principios están debilitados, solo quedan gorros rojos portados por la intriga. El ejercicio del terror hastió el crimen, como los licores fuertes hastían el paladar».

El mismo Saint-Just que, al frente de las tropas republicanas que combatían la invasión de la Europa monárquica, se ilustró en una anécdota cuya memoria llegó hasta nosotros. Con dos ejércitos frente a frente, un oficial monárquico se acercó a las tropas de los sans-culotte, una bandera blanca en la mano. Le dejaron acercarse, y entonces el oficial pidió hablar con Saint-Just. «Le traigo un mensaje de mi general», le dijo, al tiempo que le tendía una carta.

La respuesta de Saint-Just no se hizo esperar: devolviéndole la carta sin abrirla ni leerla, le dijo: «Dígale a su general que la República solo recibe de sus enemigos, y les devuelve… ¡plomo!».

Saint-Just, como Robespierre, creía en la virtud. Por algo a Robespierre lo apodaron el Incorruptible. La virtud estaba encarnada en la República, en la Declaración de los Derechos del Hombre, en el fin de la esclavitud y la eliminación de las castas, en el sufragio universal. A quienes se quejaban de las medidas revolucionarias Saint-Just les respondía:

«Lo que constituye la República es la destrucción total de lo que se opone a ella. Se quejan de las medidas revolucionarias. Pero somos moderados en comparación de todos los otros gobiernos».

Era una época en la que la Inquisición española asesinaba heréticos y «brujas» por miles. Los tribunales ingleses hacían degollar, o ahorcar, por el delito de ser pobre. En Bélgica, el barón Blasius Columban Freiherr von Bender asaba a los niños miserables. En Alemania enterraban vivo al pueblo encerrado en las prisiones. Por eso Saint-Just se preguntaba: «¿Hablan de clemencia los reyes de Europa?».

Rechazando la violencia –Robespierre había propuesto abolir la pena de muerte en la Asamblea Constituyente, y los progresistas se opusieron… – Saint-Just afirmaba: «…como el interés humano es invencible, no es por medio de la espada que se funda la libertad de un pueblo».

El mismo Saint-Just que, en un alarde de modernidad que sorprende aún hoy, decretó: «La felicidad es una idea nueva en Europa».

A quienes criticaron el juicio a Louis XVI, que complotaba con los enemigos de la República, corrompía a sus altos funcionarios con el dinero que la propia República le daba, e informaba a las tropas extranjeras de los movimientos de las fuerzas republicanas, Saint-Just les espetó:

«Cuando el pueblo era oprimido, sus defensores estaban proscritos: Oh, vosotros que defendéis al que todo un pueblo acusa, no os quejéis de esta injusticia. Los reyes perseguían en las tinieblas; nosotros juzgamos los reyes a la cara del universo»*

El intento de Saint-Just, Robespierre y sus compañeros de tomar el cielo por asalto generó odio y revanchismo hasta nuestros días. El odio y el revanchismo del riquerío, de los poderosos, de los amos contra la Humanidad toda, horrorizados de la simple posibilidad de la democracia.

Bolsonaro no es sino la fachada mediática: detrás se ocultan los poderes financieros.

En este combate, desertado por eminentes «progresistas» como Fernando Henrique Cardoso, social-demócrata típico, yunta de Ricardo Lagos y Felipe González, no hay que olvidar el consejo de Saint-Just:

«Hacer una revolución a medias es cavar su propia tumba».