Hoy vuelvo a pensar en las teorías que sustenté en el pasado y en la aceptación de tantos dogmas. La historia, en ese entonces, era vista como un proceso que llevaba inexorablemente a contradicciones, que al ser superadas, cambiaban la naturaleza de la sociedad y de las relaciones económico-sociales hasta la superación de las contradicciones mismas, que nos llevaría, lentamente y por fases, a una sociedad perfecta, la utopía jamás realizada.

No niego la existencia de conflictos en la realidad social, al contrario. Lo que niego es la linealidad teleológica del «supuesto desarrollo» que anticipaba el fin del capitalismo como sistema y, como hemos visto, la adaptabilidad de este es superior a lo imaginado, negando las históricas e inevitables crisis económicas, que habrían terminado con el capitalismo.

La tecnología ha tenido una función más amplia de la conceptualizada por las teorías, que la consideraba como un intento vano de recuperar plusvalía, y esta, la tecnología, ha permitido nuevos ciclos económicos con altos márgenes de ganancia que han cambiado el concepto de desarrollo y el sistema mismo, mostrándonos un aspecto desconocido, la importancia del conocimiento como capital vivo, motor de la innovación y la riqueza y en cierta medida no clasificable como capital orgánico (bienes de producción) y difícilmente como capital variable o mano de obra, a pesar de ser un atributo personal, que se relaciona a la producción mediante la organización, otro concepto ignorado por las viejas teorías, que puede determinar una mayor productividad e eficiencia en el uso de los recursos disponibles.

Otro mito de entonces fue la conciencia de clase, un concepto esquemático, que según mi opinión, ahora, nunca ha existido o al menos no con las connotaciones que le daban las teorías del pasado. Además, estos modelos no anticiparon los efectos del consumo de masas en el comportamiento de las personas, ni la enorme capacidad de condicionarlo, que nos lleva a una paradoja absurda, ya que la así postulada clase revolucionaria, es la que se muestra hoy como la más conservadora ideológicamente y junto con esto, la no reconocida relevancia del conocimiento como factor determinante de la movilidad y cambios sociales.

El socialismo ha pasado de moda y en realidad es un concepto casi sin contenido, que solamente connota una preocupación por las desigualdades sociales y esto nos lleva a descubrir que las diferencias políticas se manifiesta en estas dimensiones concretas: grado de participación del estado en la economía a través de intervenciones directas, reglas e impuestos, inclusión versus exclusión social, desigualdad económica versus una mayor igualdad, los derechos civiles de los ciudadanos con sus libertades personales, el bien común, la educación y la salud como responsabilidad compartida y el respeto del ambiente y los recursos naturales. Es decir, la política se transforma en un problema de valores y no en la aceptación, a priori, de las necesidades históricas y esta conclusión nos libera del peso agobiante de las ideologías y nos hace más abiertos, tolerantes y pragmáticos.

La vieja izquierda tiene enormes problema de identidad y a nivel programático su tarea más urgente es renovarse políticamente y esto creará un escenario de corrientes y movimientos mucho más amplio y diferenciado de los que conocemos hoy día. La derecha conservadora, por su lado, murió como propuesta y visión política, insistiendo, sin argumentos, en una defensa a ultranza del libre mercado, sin reconocer sus deficiencias, negándose a pensar que, en cierta medida, tenemos el futuro en nuestras manos y podemos modelarlo y este es el punto central de la discusión política actual, la visión, la perspectiva, la proyectualidad hacia un futuro mejor, motivada por valores reales y no simples rechazos o antivalores.

Un ejemplo de una derecha fuerte y renovada es Angela Merkel en Alemania, si bien no está ahora pasando por sus mejores momentos. En cualquier caso, es la única capaz de hablar de valores con coherencia y de mostrar un futuro realizable. Pero la derecha de la Merkel o la aparente izquierda de Macron en Francia (quien, por lo demás, se está desgastando más pronto de lo que podía presuponerse) no son los proyectos de esa derecha tradicional, mediocre y racista, que todos conocemos, o de una izquierda en extremo ideologizada, sino que representan un propósito guiado por valores, visiones, conocimiento y diálogo, que podemos afirmar no sean tradicionalmente de derecha ni tampoco de izquierda, sino que encarnan la voluntad de modernización y adaptación a los constantes desafíos de las sociedades actuales.