Érase una vez el mundo feliz de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. El mundo de la subsidiariedad, de la voluntaria transmisión del poder –todo el poder– a los mercados financieros. Samuel Huntington pudo escribir:

«Los Gobiernos nacionales no son sino residuos del pasado cuya única función consiste en facilitar la acción de las elites».

Margaret, para no ser menos, aseguró que «la sociedad no existe» y proclamó la sola existencia del individuo. Compitiendo con todos los demás individuos.

Warren Buffet, distinguido milmillonario, en un acceso de franqueza que vale el desvío, se dio el lujo de declarar:

«Hay una lucha de clases, desde luego, pero es mi clase, la de los ricos, la que hace la guerra. Y vamos ganando».

Margaret llegó al nº 10 de Downing Street en 1979. Ronald entró en la Casa Blanca en 1981. La Historia hace bien las cosas y reúne, cronológicamente, las nulidades.

El período que se abría, signado en el ámbito económico por el neoliberalismo y la mundialización, se tradujo en el ámbito político por el Nuevo Orden Mundial, y la sumisión del Tercer Mundo por el Consenso de Washington.

Este último, pieza clave del lavado de cerebro que recibió con fruición un cierto tipo de progresista, resume en 10 dogmas el credo neoliberal.

  • Reducir al máximo el déficit fiscal. Alumnos aventajados –los lameculos de la clase– fueron más lejos e inventaron el superávit fiscal.
  • Subsidiar algunos servicios para los pobres, después de haberlos privatizado: la célebre focalización.
  • Reforma tributaria para reducir los impuestos que debiese pagar el riquerío.
  • Dejarle al mercado la tarea de fijar las tasas de interés, asumiendo como verdad revelada que serán moderadas.
  • Política monetaria con tipos de cambio ‘competitivos’: la manipulación del valor relativo de la moneda en favor de los exportadores y los inversionistas.
  • Liberalización del comercio y las importaciones, eliminación de la protección comercial de los productores locales.
  • Apertura sin restricciones a la inversión extranjera.
  • Privatización de las empresas estatales, de preferencia en favor de la familia y los amiguetes.
  • Desregulación de los mercados, y una supervisión ‘amigable’ de las entidades financieras.
  • Seguridad jurídica para el derecho de propiedad, bien o mal adquirida.

De ahí en adelante podía gobernar Cheo el Cojo o Tintín Explorador. El programa económico es el mismo. La indiferenciación entre derecha e izquierda, que las aparenta a una pareja de hermanos gemelos, pone en evidencia lo que en Teoría de Conjuntos conocemos como ‘intersección’: la intersección de dos conjuntos resulta en otro conjunto que contiene los elementos comunes a los conjuntos de partida. De ahí nacieron las denominaciones ‘centro-derecha’ y ‘centro-izquierda’. Ambas comparten el ‘centro’, la intersección que reúne sus elementos comunes que son muchos.

La acción política devino ‘vana’, como llama la sabiduría popular a quien es infértil. La creciente desconfianza ciudadana –que se manifiesta por La desgana de votar (un ensayo del autor, ofrece una interpretación del creciente abandono del sufragio por parte de los ciudadanos. Puede descargarse aquí)– condujo a partidos políticos hidropónicos, sin raíces en el pueblo, concentrados en asegurar su propia supervivencia. Impotentes e infértiles, miman los otrora intelectuales orgánicos, ahora funcionales al sistema que controlan los poderes financieros. A esa basura le llaman democracia.

Emmanuel Macron no abordó esta dimensión de la crisis política francesa generada por el movimiento de los chalecos amarillos. Sus pinches anuncios contradicen las políticas defendidas por sus propios ministros, pero no hay cambio de gabinete. La política conducida por el primer ministro conoce un amplio rechazo, pero no se traduce por un cambio de gobierno. La desafección –hay quien dice ‘odio’– de una creciente masa de ciudadanos hacia el presidente que eligieron hace 18 meses no roza su epidermis.

Ante el evidente bloqueo social, político y económico, los analistas más anuentes concluyen que a Macron le quedan pocas alternativas: cambiar de gobierno, o sea de primer ministro y de gabinete. Disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones parlamentarias. Organizar un referendo… o simplemente dimitir.

Pero, afirma Edwin Plenel, –fundador de Mediapart, un poderoso medio digital–, Macron no es sino el delegado de una casta que solo quiere conservar el poder: los privilegiados.

Plenel afirma que las luchas sociales son el garante de la democracia. Que los chalecos amarillos, por medio de su acción, extienden el dominio de los derechos ciudadanos y los hacen realidad. Y agrega: el voto ciudadano no es el garante de la democracia. Basta con mirar lo que el voto popular elige en los EEUU, en Turquía, en Italia, en Hungría, en Polonia...

Así, la libertad de prensa y el derecho a manifestar, incluso mediante el uso de la confrontación física (eufemismo por violencia), son el terreno fértil que potencia la democracia. Los chalecos amarillos –más allá de sus reivindicaciones socio-económicas– avanzan su voluntad de involucrarse en lo que les concierne: el gobierno del país.

Dejémosle a un especialista la próxima reflexión. En 1920 Lenin definió «la ley fundamental de la revolución». Para que ella se produzca, «no basta con que las masas explotadas y oprimidas tomen consciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como antes (…) hace falta que los explotadores no puedan vivir y gobernar como hasta ahora».

La revolución estalla cuando «los de abajo ya no quieren, y los de arriba ya no pueden continuar viviendo a la antigua usanza».

En otras palabras, cuando una crisis general de la sociedad pone en movimiento a las masas repentinamente proyectadas hacia la escena de la Historia.