El reciente ataque perpetrado en la sinagoga Árbol de la Vida en Pittsburgh, Pensilvania, debe ser abordado por lo que es: un crimen de odio con el antisemitismo como catalizador. Lamentablemente no estamos en presencia de un hecho aislado o un fenómeno reciente, el antisemitismo moderno es el resultado de cientos de años de odio sinsentido, infundado y virulento contra los judíos, que se manifiesta de distintas maneras: un día es un grafiti en la pared, otro día una publicación en redes sociales llamando al exterminio de judíos (como lo hacía constantemente el perpetrador), un llamado al boicot contra Israel, y otro día puede ser un maniaco armado disparando a mansalva contra sus objetivos en una sinagoga.

Sin importar cuál cause más daño y estupor, cualquier manifestación de odio (en este caso contra los judíos) es igual de condenable, y debe de ser nombrada por lo que es: antisemitismo. Pero resulta interesante y paradójico a la vez saber que nadie nace siendo un asesino, nadie nace siendo un resentido social con odios manifiestos y un antisemita declarado; quienes deciden cruzar la frontera que separa las palabras de los hechos, son individuos que vieron profundizado su antisemitismo por agentes externos: el detalle es entender cómo algo con lo que no se nace, de pronto se convierte en un modus vivendi y en el ethos de un grupo en nuestras democracias.

Rogert Bowers, de 46 años, ingresó en la sinagoga evocando su principal objetivo: «exterminar a los judíos», y en su misión logró apagar la luz de 11 inocentes, dejando una estela de heridos y un baño de sangre sin precedentes contra la comunidad judía de los Estados Unidos. Pero Bowers no es el problema, por el contrario, es el síntoma de una enfermedad que se profundiza aún más hasta hacer metástasis. Bowers es el resultado de dos elementos modernos que se aunaron hasta desembocar en el tiroteo: la construcción de una idea cimentada en noticias falsas, propaganda y clichés que merodean sin ninguna regulación el ciberespacio; y en segundo lugar, la inacción de las autoridades en no condenar con penas ejemplares los actos de odio en redes sociales antes de que sea demasiado tarde; queda de manifiesto que el esparcimiento de mitos y noticias falsas fortalece el odio, y no solo eso, normaliza las represalias verbales o físicas llevadas a cabo contra los grupos afectados.

No es la primera vez que alguien armado irrumpe en una sinagoga para provocar daños irreparables evocando consignas de odio, o para acabar con la vida de personas por su odio virulento, o para profanar lo que el judaísmo considera como parte de su ideario espiritual; hace ochenta años, hacia finales de octubre de 1938, una turba enardecida vociferaba en las calles de Hannover Juden raus! Aus nach Palastina! («¡Judíos fuera! ¡Lárguense a Palestina!»). Días después, entre el 9 y 10 de noviembre de 1938, en la ciudad de Núremberg, Rudi Bamber, a la sazón de 18 años, fue testigo de como los Sturmmänner sacó a una anciana de su casa arrastrada por el pelo hacia la calle para después molerla a golpes; Günther Ruschin pudo ver cómo la sinagoga a la que asistía con su familia había sido destrozada, profanada, ensuciada con excremento; mientras que Simon Banai fue testigo de cómo irrumpieron en su sinagoga para moler a golpes hasta provocar la muerte a algunos judíos que allí dentro se congregaban. La prensa internacional bautizó ese horrendo crimen como la Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht): más de 90 judíos habían sido asesinados, más de 1.300 sinagogas fueron quemadas y unos 35.000 judíos deportados a los primeros campos de concentración del Reich.

No es intención de quien escribe estas líneas establecer un paralelismo entre la Kristallnacht y los hechos acontecidos en Pittsburgh. Nada más alejado de eso, pero es claro que las motivaciones y el móvil siguen manteniéndose vigentes: el odio, la indiferencia y la intolerancia al final pueden desembocar en crímenes terribles que ruborizarían hasta a los mismos criminales nazis que perpetraron Kristallnacht. Hoy, como hace 80 años, las maquinarias de propaganda trabajaron hasta más no poder para esparcir el fantasma del antisemitismo por todos los rincones de Europa, Goebbels sabía que una mentira repetida mil veces sería tomada como verdad, y que junto al silencio cómplice de las autoridades y la rápida acción de sus subordinados podía entrar con total impunidad por la sinagogas de Europa causando daños irreparables y dejando decenas de víctimas a su paso. Nuestras democracias deben actuar sin miramientos ante las manifestaciones de odio en las redes sociales y en cualquier espacio sin importar hacia quién sea dirigido. Hoy fueron nuestros hermanos judíos; mañana, quién sabe.