En Latinoamérica, durante la mayor parte del siglo XX, los militares gobernaron sus distintos países a través de golpes de Estado, siempre con dictaduras sangrientas, avaladas tanto por sus propias oligarquías como los Gobiernos de Estados Unidos.

Ello respondió a las dinámicas políticas propias de cada una de las sociedades nacionales de la geografía latinoamericana, con características diversas según los casos, pero con caracteres comunes en lo fundamental: siempre faltas de canales democráticos y regidas, en última instancia, por oligarquías sumamente conservadoras, en general agroexportadoras, hambreadoras hasta lo más inaudito de sus propias poblaciones.

Pero más allá de esas polarizaciones (América Latina es la región del mundo con mayores diferencias económico-sociales entre quienes poseen todo y quienes no poseen nada), un factor determinante para el papel jugado por las fuerzas armadas nacionales estuvo dado por la geoestrategia de Estados Unidos, que hace de la región su natural área de intervención (su patio trasero, como suele decirse). En otros términos, los Ejércitos latinoamericanos jugaron un papel decisivo para la política exterior de Washington.

Es decir: más allá de sus vociferados discursos patrioteros y su adoración por «la bandera por la que dan la vida», los militares de cada país de Latinoamérica jugaron siempre como fuerza de ocupación, apuntando sus armas contra sus propios pueblos, trabajando –quizá sin saberlo exactamente– para el Gobierno de Estados Unidos.

Hoy en día, desde el campo popular, existe cierta tendencia a ver la casta militar como la responsable directa de tantas penurias de las empobrecidas masas populares. Pero, sin exculparla para nada, es preciso no perder nunca de vista que el enemigo histórico de la clase trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios, amas de casa, estudiantes) está dado por quienes realmente la explotan: los propietarios concretos de los medios de producción, los empresarios (industriales y banqueros) y los terratenientes.

En esa estructura social, la casta de políticos profesionales es la encargada de mover el aparato estatal legislando en función de mantener todo sin cambio, y los militares son los fieles defensores de la oligarquía, de la clase burguesa, de esos industriales, banqueros y terratenientes, con armas en las manos (armas que, paradójicamente, pagan los mismos pueblos con sus impuestos). Dicho de otro modo, los militares son los guardaespaldas de la clase dirigente. En Latinoamérica, región que –felizmente– no presenta conflictos bélicos entre sus naciones, los militares no defienden las fronteras de la patria. El área es virtualmente un campo de operaciones de la Casa Blanca, con más de 70 bases de sofisticada tecnología bélica. Aquí sale sobrando el supuesto honor patrio o altisonancias por el estilo. Los militares latinoamericanos responden no a lógicas locales, sino a las geoestrategias hemisféricas trazadas por el Pentágono.

La Doctrina de Seguridad Nacional que orientó a las fuerzas armadas latinoamericanas durante las últimas décadas en el furor de la Guerra Fría, fue una visión gestada en Washington, que consistió en formar a esos militares como acérrimos defensores de la sociedad capitalista, viendo en cada intento de cuestionar el orden establecido a un «delincuente subversivo», una cabeza de playa de la Unión Soviética. La idea de «enemigo interno» –creada por el Departamento de Estado norteamericano– con la que se instruyeron, permitió masacrar, desaparecer y torturar a miles y miles de connacionales, haciendo de esos ejércitos virtuales guardias pretorianas de los intereses oligárquicos nacionales y estadounidenses.

Esta casta militar (ejército, aviación y marina) está muy bien preparada para cierta lucha: no para la guerra al modo de las potencias capitalistas, con tecnologías de punta para invadir territorios de su interés. Está adiestrada en la defensa de la sacrosanta propiedad privada de los grandes propietarios ante el reclamo popular, ante el «avance del comunismo», tal como reza la doctrina en que se ha formado. Está preparada técnica e ideológicamente en la guerra contrainsurgente, que hace parte de la mencionada Doctrina de Seguridad Nacional, que marcó las décadas de dictaduras en que se llevaron a cabo las llamadas guerras sucias.

Dada esa preparación que tuvieron por años en las academias militares estadounidenses (Escuela de las Américas, West Point), y en el marco general de la Guerra Fría, que dominó el panorama décadas atrás, el estamento castrense latinoamericano no se siente responsable por todas las brutalidades cometidas. No se siente así porque, de algún modo, no se puede visualizar como violador de derechos humanos, como criminales de guerra que se avergüencen de sus acciones (para eso fueron preparados los militares, que siguieron rigurosos manuales anticomunistas). En realidad, las fuerzas castrenses son el brazo armado de la clase dirigente, y defender el capital (nacional o multinacional) es su única y real función. Dicho de otro modo, son ejércitos de ocupación que hacen de las protestas de los pueblos sus verdaderos enemigos. El honor patrio queda solo para los rimbombantes y vacíos discursos, para los desfiles y para los himnos patrios.

Por todo ello, sin dejar de juzgar para nada los horrendos crímenes del pasado (desaparición forzada de personas, torturas, cárceles y cementerios clandestinos, aldeas arrasadas), debe apuntarse a ver quiénes son los verdaderos beneficiarios de esas crueldades. ¿Son los militares? No.

Sin embargo se dan algunos casos, en los distintos países, donde esos militares, gracias a las guerras internas que sostuvieron y al preponderante papel político que jugaron, se convirtieron en nuevos ricos, en una burguesía arribista y ascendente que hizo negocios no muy santos, manejando, por ejemplo contrabando y narcoactividad, tráfico de personas y de armas, lavado de dinero. Pero no son los verdaderos beneficiarios de su guerra anticomunista. ¡En realidad, son las clases dirigentes las auténticas beneficiarias! En todo caso, ¡hay que juzgar a ambos!