Se suele hablar de política líquida para referirse a la etapa actual condicionada por la inestabilidad parlamentaria. Ya saben, el fin del bipartidismo ha venido acompañado de la dificultad para articular mayorías de gobierno entre los viejos partidos y los nuevos, cuyos obstáculos naturales entre la Moncloa y ellos son los más próximos ideológicamente.

En ese contexto ha llegado 2019. Con otra recesión económica a las puertas, una grave crisis independentista abierta y sin visos de solucionarse, una sociedad polarizada y un Ejecutivo sin autonomía para gobernar. Si uno atiende al ruido de los medios de comunicación, los medios sociales e Internet en general, la situación se ve bastante al límite. Pero, ¿alguien recuerda vivir un periodo de calma y tranquilidad en la política española?

Si echamos la vista a, por ejemplo, 25 años atrás, la actualidad política y social se definía por:

  • la polarización entre izquierda y derecha;
  • el independentismo poniendo en jaque la democracia en España;
  • el Ejecutivo tensionando la separación de poderes para que el Legislativo favorezca sus intereses;
  • el debate enconado en la esfera pública;
  • crisis económica, del ladrillo, desempleo, etc.

Cambiando actores y circunstancias propias de cada etapa, esos elementos han caracterizado todas las legislaturas con la única excepción ocasional de la crisis económica, aunque el desempleo y otras consecuencias se hayan cronificado.

¿Es más grave lo de ahora que lo de antes? Todo dependerá de las consecuencias a medio y largo plazo, pero hace 25 años también había motivos de sobra para pensar que todo se podía ir al garete pasado mañana.

En 1994, el Ejecutivo socialista era, tras doce años de hegemonía política, un gobierno en descomposición y asediado por todos los frentes: corrupción, crímenes y terrorismo de estado, crisis económica, desempleo, agotamiento del proyecto político, dependencia de partidos bisagra para legislar, descontento social, etc.

Frentes que el entonces renovado PP aprovechaba para atacarle sin descanso mientras que el PSOE se defendía empleado el comodín de Franco y metía mano en el poder judicial para evitar responsabilidades y condenas.

Más allá de las particularidades de cada etapa, el enconamiento y la visceralización entre los partidos ubicados a la izquierda y a la derecha ha sido siempre sangrante y apocalíptico. Un clásico de aquella época son los fieros y agresivos dóberman en blanco y negro con los que el PSOE identificaba al PP en sus anuncios electorales. Por cierto, en 1994 también había un nuevo partido de izquierdas, Izquierda Unida, que soñaba con un sorpasso al PSOE que se esfumó tras las elecciones de 1996.

El Gobierno de Cataluña estaba ocupado sembrando un independentismo que intentaría hacer eclosionar prematuramente en 2017. El País Vasco, en cambio, si era una crisis independentista inmediata debido a los asesinatos y extorsiones de ETA así como su presencia en las instituciones bajo el nombre de Herri Batasuna. Su existencia, la connivencia de las fuerzas independentistas y la debilidad de un Gobierno que estaba siendo investigado por asesinatos, secuestros y corrupción ponían en cuestión la solidez institucional de España.

Mediáticamente, la diversidad de medios en los que informarse era inédita para la España de entonces. La irrupción de las cadenas privadas había multiplicado las voces que se podían escuchar y, en consecuencia, el ruido mediático era mucho mayor del experimentado hasta entonces.

En resumen, a emoción por minuto. Política líquida o simplemente que la vida política es así. Quien quiera pensar que España es un estercolero político puede encontrar tantos motivos en 1994 como en 2019.