En el año 545 antes de Cristo, el Gran Jefe Vaca Sentada, cacique de los cabécares en Talamanca, se apropió, para distribuirlos entre sus siete hijos (seis legítimos), siete cocoteros (en términos de hoy día, siete millones de dólares) y de tres mujeres solteras. Esto lo hizo a plena luz del día y cuando los cabécares se percataron de esto, se reunieron a sus espaldas y decidieron deponerlo y darle una paliza. Para nuestros indígenas, la situación no estaba como para que Vaca Sentada se hiciera más rico y mucho menos que les quitara a sus futuras esposas.

Dos cosas llaman la atención. En primer lugar, tenemos corrupción y abuso sexual desde tiempos inmemorables. En segundo lugar, esta era parte de lo público, o sea, se cometía abiertamente. Los caciques hacían sus movidas y la decisión de aceptarla o no quedaba en manos del pueblo. En los tiempos buenos, los cábecares se hacían los tontos, pero en los difíciles, los actos corruptos eran severamente castigados.

Con la llegada de los españoles, la corrupción pasó, junto con el sexo, al mundo privado. La Corona española era una especie de Talibán cristiano: nadie podía, como Vaca Sentada, robar o ser infiel abiertamente. Estaba severamente castigado. Si lo ibas a hacer, tenías que hacerlo a escondidas. Con la modernidad, gracias a la Revolución francesa, tenemos otro cambio: la introducción del concepto de «presunción de inocencia». Ahora son los jueces y no el Pueblo quienes deciden si un acto es corrupto o no. Hasta que se determine en una corte con base en las pruebas, todos somos inocentes.

Entonces, lo inapropiado simplemente se aprendería y se practicaría debajo de la mesa.

El hijo adolescente, por ejemplo, de la América Latina decimonónica llegaba, después de pasar la noche en un prostíbulo, borracho a la casa. Los padres manifiestan que su conducta es inapropiada. Sin embargo, antes de que él se retirara, el padre le guiñaba el ojo. Esta acción da un mensaje inconsciente: papá está orgulloso de que sea un macho de verdad. Aquí nace nuestra cultura machista moderna.

Žižek nos dice que toda sociedad tiene una serie de reglas éticas de conducta. Pero, a la vez, una serie de guiños de ojo. En cada una de nuestras instituciones, existen formas de «obedecer, pero no cumplir» las normativas aceptadas. Cada uno de nosotros aprende, en ellas, a hacer cosas inapropiadas que solo se las contará a sus más fieles amigos.

Vaca Sentada se extrañaría de las múltiples formas de guiños de ojo que tenemos hoy día. Uno saca un anuncio en un periódico, por ejemplo, e invita a un motel a la mujer para discutir el puesto. Un jefe de una fábrica invita a tomarse un trago a la secretaria. Un político de mucho prestigio le toca los senos a una periodista y a otra le pone la mano en su pene erecto. También invita reiteradamente a otras mujeres para continuar las entrevistas en algún apartamento discreto. Cada uno de ellos se lo contará a su hermano o a su mejor amigo y recibirá, como respuesta, un guiño de ojo. Esto significa que, entre machos, es bien visto todo tipo de insinuaciones, toqueteos, avances, imposiciones y hasta violaciones para obtener sexo de una mujer que no consiente.

Gracias al movimiento de Yo también, el guiño de ojo está siendo sacado del ropero. Nos damos cuenta que en el mundo político está lleno de reglas no oficiales para explotar a las mujeres. Pronto, nos daremos cuenta de que también pasa en las universidades, en la burocracia nacional y extranjera y en todos los ámbitos. En cada una de estas se pueden hacer cosas que jamás se admitirán públicamente.

El movimiento ha hecho otra contribución: existe ahora, otra vez, el juicio público. Aunque a veces es difícil demostrar que te obligaron a tocar un pene erecto, la gente tiene el olfato para creerle o no a la mujer. Uno puede salir declarado inocente en una corte y, a la vez, culpable ante la opinión pública. Gracias a estas mujeres valientes, nuestros jóvenes, conscientes de cómo uno puede arruinarse la vida, terminarán por dejar de guiñarse.