Durante el proceso de exterminio de los judíos de Europa y las minorías que englobaban los objetivos del Tercer Reich, los nazis utilizaron un sinnúmero de artimañas para lograr su cometido, desde redactar leyes para agrupar sus objetivos, así como la creación de un largo sistema de distinciones que diferenciaba entre homosexuales, enemigos del Estado, comunistas, vagabundos o indigentes, testigos de Jehová, sintis y romas (mal llamados gitanos) y a sus principales enemigos: los judíos. Estas distinciones tenían como objetivo no solo la clasificación de personas, como si se tratara de un sistema de castas que va se va degradando hasta llegar al último escalafón, sino la identificación en los guetos y campos de la muerte de los grupos que iban a recibir un trato diferenciado dependiendo de su categoría, y más tarde, los que tenían como destino la muerte.

El sistema de clasificación y diferenciación de los enemigos del Reich procuraba también que los ciudadanos arios evitaran el contacto con estos; no es casualidad que las Leyes de Núremberg, emitidas el 15 de septiembre de 1935 en los famosos Congresos de Núremberg, prohibieran rotundamente los matrimonios mixtos entre alemanes y judíos (aunque claramente estos últimos también eran ciudadanos alemanes), pero la prohibición no solo se reducía al contacto sexual, sino al de cualquier tipo: doctores, enfermeros, profesores universitarios, escritores y periodistas fueron vetados y despedidos por considerar que el trabajo que realizaban atentaba contra la seguridad de los alemanes (y más tarde del Reich) y del Estado.

Todas las vejaciones sufridas por las minorías, pero principalmente contra los judíos a quienes los nazis consideraban sub-humanos, llevó a las democracias liberales de occidente a buscar una salida pronta y efectiva; los nacional-socialistas no querían lidiar más con la presencia de los judíos, por lo que después de diferenciarlos intentaron expulsarlos, una tarea que se volvió faraónica y que los nazis no pensaban financiar.

Por ello en julio de 1938, en Evian, Francia se organiza una conferencia convocada por el entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt acompañado por delegaciones de países de América y Europa. El resultado final de esta conferencia se puede reducir a la frase de Chaim Weizmann: «Parece que el mundo se dividió en dos: uno donde los judíos no pueden vivir y otro donde no pueden entrar». Nadie quiso aumentar su cuota migratoria y otras delegaciones simplemente se negaron a recibirlos; el caso más crudo de esta política de rechazo a migrantes la vivieron los tripulantes del buque Saint-Louis, devuelto desde Cuba a las costas alemanas: tiempo después la mayoría de sus ocupantes morirían a manos de los nazis. Esta decisión fue el espaldarazo final para lo que vendría dos años más tarde.

Los judíos, sin un Estado que los defendiera y sin organización militar a la que ampararse quedaron solos, condenados al ostracismo. Las demás minorías afectadas sufrían iguales cuotas de discriminación, pero aún se les consideraba ciudadanos de sus estados correspondientes (excepto los sintis y roma) y gozaban de ciertos «privilegios» en las fronteras del Reich. Pero una vez que los nazis invadieron Polonia el 1 de septiembre de 1939 la suerte cambiaría para todos, especialmente para los judíos.

El primer paso a la participación judía en el proceso de exterminio: la vida en los guetos

El pensamiento imperante de los judíos a partir de 1933, que por obligación tenían que someterse a las directrices, decretos, normas y leyes que los nazis emitían casi a diario era uno: «bueno, si nos adaptamos a esto nos dejarán vivir en paz», por eso no nos debe resultar extraño que aún en los tiempos de mayor sufrimiento por la inanición, en el gueto de Varsovia se seguían celebrando bodas, fiestas judías, Bar Mitzvat, y el Shabat; y los religiosos trataban de mantener hasta donde les era posible los preceptos de la Torá.

Esta cosmovisión no es ni por asomo nueva, ha estado presente desde que tenemos registros de focos de antijudaísmo en el Medioevo, y de antisemitismo en las épocas de los Estados-nación; si bien fue el pensamiento de la mayoría, no quiere decir que fuese la norma, este fue cambiando e inclinando su balanza conforme los años y el proceso de exterminio avanzaba. Meses después de la invasión de Polonia y con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial, lo que los nazis llamarían como la cuestión judía fue abandonando las normas técnicas por hechos prácticos: después de la distinción vino consigo la construcción de guetos, en los que se iban a recluir todos los judíos de una región específica en toda la Europa ocupada.

Los guetos, que eran una opción viable en tanto se decidía qué hacer con los judíos, requerían de administración, y aunque los nazis contaban con un ejercito enorme y con muchos efectivos en otras organizaciones como las SS o las SA, el curso que estaba tomando la guerra y la ocupación en otros países europeos, convertía a cada hombre en un elemento indispensable; estas necesidades debían ser cubiertas, fue así que surgió la idea de fundar una organización judía dentro del gueto que se encargara de administrar el lugar, su población y servir como canal de comunicación entre los nazis y los judíos. Según Raúl Gilbert, en su obra de referencia, La destrucción de los judíos de Europa, los Consejos Judíos, después llamados Judenrate, fueron creados por un decreto emitido por el Generalgouvernement el 28 de noviembre de 1939 en toda comunidad judía de hasta 10.000 personas tenían que elegir un Judenrat de 12 miembros, y toda comunidad con más de 10.000 personas debía elegir 24. Estos Consejos estaban copados por líderes de la comunidad, políticos, antiguos miembros del ejército del país al que sirvieron, profesionales liberales y por algún rabino.

En sus primeros años de ejercicio, los Consejos Judíos velaban por la normalidad de la vida cotidiana de los judíos en el gueto, se encargaban de brindar el mayor bienestar posible y ayudar a los miembros más pobres de la comunidad. Además, administraban las escuelas, colegios judíos, comedores públicos, cementerios y hospitales; organizaban actividades recreativas en teatros, cines y hasta la impresión de periódicos clandestinos. Huelga mencionar que todas estas instituciones carecían de las condiciones mínimas para funcionar, los Judenrat hacían todo lo posible para solventar al menos las necesidades de primera mano. Como la tarea se volvió faraónica en guetos tan grandes como el de Varsovia y Lodz, y ante el incumplimiento de las directrices nazis en los grandes guetos, los Judenrat instauraron una organización de seguridad para mejorar las normas de acatamientos que los nazis exigían, fue así como se fundó la denominada Ordnungsdienst o Policía Judía, para obligar a cumplir, entre otras cosas, la voluntad alemana, la entrega de propiedades judías, el trabajo de los judíos y más tarde, la vida de los judíos a sus captores. El Servicio del Orden del gueto de Varsovia era la mayor fuerza policial judía de la Polonia ocupada, el número ascendía a unos 2.000 efectivos a las órdenes de sus mismos verdugos. Tales individuos cumplían con su trabajo de manera cruel y sanguinaria con sus correligionarios, especialmente el jefe, Josef Szerynski, que reportaba a la inmediatez las intenciones de resistencia y las posibles revueltas en el gueto.

Con el pasar del tiempo, la labor de los Judenrate y de la Policía Judía fue mutando; cuando la Solución Final entra en boga para junio de 1942, la función de ambos organismos da un giro dramático, sus encargos traspasaron lo administrativo para convertirse en agentes de la destrucción. Raúl Gilbert lo resume bien:

«Los consejos judíos, en el ejercicio de su función histórica, siguieron haciendo hasta el final esfuerzos desesperados por aliviar el sufrimiento y frenar las muertes masivas en los guetos. Pero, al mismo tiempo, los consejos respondían a las exigencias alemanas con el cumplimiento inmediato, e invocaban la autoridad alemana para obligar a la comunidad a obedecer. Así el liderazgo judío salvó y destruyó al mismo tiempo a su pueblo».

Pero la responsabilidad de las deportaciones no era exclusiva de los Judenrate, los nazis también le solicitaron a la Policía Judía proporcionar siete personas diarias cada uno, de lo contrario ellos mismos se enfrentarían al reasentamiento. Cada policía llevaba a todo el que encontrara: amigos, familiares, incluyendo miembros de su familia inmediata. Meses después los propios policías judíos fueron atrapados en la última gran acción.

Pero no todo fue blanco y negro, aun a sabiendas que el desacato de ordenes podía significarles la muerte, hubo y no pocos focos de resistencia en los Judenrat y en la Policía Judía; un vivo ejemplo de ello ocurrió en el gueto de Varsovia; el líder del Consejo Judío, Adam Czerniakow, hizo todo lo humanamente posible para evitar las grandes deportaciones que los nazis habían ordenado para 1942, cuando los campos de exterminio de Treblinka, Belzec y Sobibor habían entrado en funcionamiento pleno. A Czerniakow se le había solicitado cubrir una cuota de 6.000 judíos diarios que iban a ser «reasentados en el este». Los Judenrate sabían de primera mano que estas deportaciones masivas significaban la muerte; ante el dilema de elegir quién era apto para vivir o morir, Adam Czerniakow decidió suicidarse el 23 de julio de 1942, un día después de girada la orden de las deportaciones en el Gueto de Varsovia. En cambio, su homologo del gueto de Lodz hizo exactamente lo contrario, Mordechaj Chaim Rumkowski se ufanaba del poder que había recibido: se reunía con Himmler y altos mandos nazis, se pavoneaba por todo el gueto con un carruaje tirado por dos caballos, se dirigía hacia sus pares como «mis judíos» ; al inicio de las grandes acciones, Rumkowski quería que los trabajadores judíos entregaran a sus hijos pequeños para salvar el gueto en su conjunto; a diferencia de la muerte honrosa de Czerniakow, Rumkowski fue asesinado en Auschwitz en las cámaras de gas.

Fue de esta manera como en la primera etapa de clasificación y concentración en guetos que los judíos movidos por el instinto natural de supervivencia se vieron obligados, algunos con más deseos que otros, a colaborar con los nazis en el proceso de exterminio; trabajar significaba prolongar un poco más la vida, deportar a otro significaba asegurar por más tiempo la vida de sus familias, de ahí que el dilema de servir o no, ayudar o no, sobrepasó los límites de lo, inclusive, irracional.

Segundo paso en el dilema de participación judía en el proceso de exterminio: los campos de la muerte

No hay consenso entre los historiadores en dónde, cómo y cuándo se tomó la decisión de construir campos dedicados ya no a la concentración de judíos, sino, a la destrucción inmediata de estos mediante el gaseamiento en masa. Existen antecedentes que sí nos ubican en una estructura que fue especializándose en el tiempo en la que los judíos no figuraban aún, las primeras víctimas de la famosa gran acción llamada Aktion T4, fueron los enfermos mentales, lisiados, héroes de guerra alemanes minusválidos, y a los que los nazis llamaban bocas superfluas: a ellos se les exterminó mediante inyecciones, en cámaras improvisadas (falsas duchas), o bien liberando el monóxido de carbono mientras dormían, y más tarde, en los famosos camiones de Chelmno ajustados para asesinar en las cajuelas con un sistema que adaptaba el escape del motor. Durante esta primera experimentación, que arranca con la firma de un decreto de Hitler justamente el mismo día de la invasión a Polonia, inició lo que en el argot nazi le llamarían limpieza de sangre, había que empezar en casa para luego extenderse hasta donde fuera posible. Lo paradójico de todo esto, es que los primeros asesinos de masa (se calcula que entre su inicio en 1939 y su finalización en 1941, se asesinaron a mas de 300.000 personas) no fueron miembros de las SS o fervientes miembros del partido, sino médicos y enfermeras a cargo de pacientes a los que tenían que tratar y cuidar; su nueva función consistía en envenenar pacientes y engañar a sus familiares.

Las funciones se fueron delegando paulatinamente a los camiones de gas que operaban en Chelmno (más tarde se construiría ahí una pequeña cámara de gas y horno crematorio), esto impedía hasta cierto punto el contacto directo con el asesinato, y además alivianaba la carga a los funcionarios de los centros de salud encargados en un inicio de asesinar. Pero el cambio también suscitó un problema: los mismos miembros de las SS hacían todo el trabajo, desde subir a las víctimas, enterrarlas y limpiar los camiones que se ensuciaban con las heces, vómitos y sangre de los sometidos a «tratamiento especial»; esto generó una molestia generalizada entre los encargados de la acción; al mismo tiempo, en el frente oriental, miles de judíos estaban siendo asesinados por sus captores por medio de un disparo en la nuca casi a quemarropa, estas muertes incluían mujeres y niños que morían asesinados a manos de sus captores. Fue allí, en las zanjas del este, donde el Holocausto se empezó a construir.

Aunque comúnmente se piensa que los nazis eran monstruos sedientos de sangre y con fervientes deseos de asesinar, lo cierto es que la gran mayoría se vio seriamente afectada por los fusilamientos, en palabras de Himmler:

«Deseo mencionar aquí con la mayor claridad un capítulo particularmente difícil (...). Entre nosotros debe ser mencionado una sola vez, con mucha claridad, pero en público nunca hablaremos de ello. Me estoy refiriendo a la evacuación de los judíos, al exterminio del pueblo judío. “El pueblo judío será exterminado”, dice cada camarada del partido. Está claro, está en nuestro programa. Eliminación de los judíos, exterminio, y lo llevaremos a cabo...».

y continúa diciendo

«[...] decidí también en este punto que debía encontrar una solución final. Pues no me pareció que se justificara exterminar - quiero decir matar u ordenar que mataran - a los hombres; pero, ¿dejar a los niños que crezcan y se venguen contra nuestros hijos y nuestros nietos?».

En el discurso de Himmler no solo hay órdenes, sino un temor generalizado en lo que sus subordinados, estando sometidos a elevados niveles de estrés y a tareas que solo podían desarrollar ebrios o drogados, se podían convertir. Esto, aunado a las quejas de los camiones de gas de Chelmno, volcaron a los nazis a tomar una de las decisiones más radicales, no por lo que ellos podían padecer, sino por lo que estaban a punto de vivir los judíos: obligar a los judíos a participar en el proceso de exterminio de manera directa.

Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, llamó a estos lugares de «trabajo» como la zona gris. Era un sitio de reclusión permanente donde cientos de judíos participaban en el proceso de exterminio sistemático en las factorías de la muerte, tanto en Auschwitz-Birkenau, como en los demás campos de exterminio erigidos durante la Operación Heydrich: Treblinka, Belzec y Sobibor; así como Majdanek. Allí, secuestrados por los nazis, bajo la amenaza de trabajar con ellos o morir en la cámara, estaban recluidos los Kapos, líderes de cuadrilla que respondían a los vigilantes y estos a su vez al director del campo, encargados del orden y del cumplimiento de las normas de ejecución y exterminio en los corredores de la muerte y en los hornos donde se cremaban los cuerpos. Si un Kapo no cumplían con la cuota de rendimiento era castigado severamente por los SS, o bien, era asesinado junto al siguientes cargamentos de judíos que llegaran al campo. Así los Kapos, por el mero instinto de supervivencia y el deseo de aferrarse a vivir un día más, se convirtieron en sanguinarios jefes al servicio de los nazis, tal era su eficiencia que después se volvió innecesario tener guardias vigilándolos durante los traslados de miles de judíos a las cámaras de gas. Levi los describió con detalle en su libro Los Hundidos y los Salvados:

«¿Quién llegaba a ser Kapo? Hay que hacer, otra vez, ciertas distinciones. En primer lugar, aquellos a quien se les ofrecía tal posibilidad, es decir, los individuos en los cuales el comandante del Lager o sus delegados (que solían ser buenos psicólogos) entreveían la posibilidad de que fueran colaboradores: reos comunes sacados de las cárceles (…) más tarde también judíos que veían en la partícula de autoridad que les era ofrecida el único modo de poder escapar de la Solución Final; pero muchos, como hemos dicho, aspiraban al poder espontáneamente».

Pero, peor escenario tuvieron los que engañaron y guiaron a sus correligionarios, a su propio pueblo a las cámaras de gas. Las víctimas, antes de entrar tenían que a atravesar el proceso de selección realizado por el personal médico de los campos de exterminio, estos eran llevados por los Sonderkommando, unidades a cargo de los Kapos, que ayudaban a bajar del tren a los recién llegados. Luego, después de una caminata de pocos minutos, llegaban hasta los corredores de la muerte, nadie sabía de lo que realmente se trataba; en Auschwitz por ejemplo, los Sonderkommando le decían a las víctimas que guindaran sus ropas en los ganchos dispuestos en las paredes, les pedían memorizar los números donde la colocaban para cuando salieran de las duchas recogieran sus pertenencias; les prometían sopa caliente y un trabajo digno, además, y para hacer la mentira lo mas creíble posible, les entregaban jabón (algunos historiadores afirman que este supuesto jabón estaba hecho de grasa de los mismos judíos). La cámara era cerrada de un portazo y asegurada para evitar las fugas, tan bien selladas estaban que una avalancha de hombres, mujeres y niños no podían volcarla. Cientos se apretujaban buscando piedad, en tanto, desde el techo, los SS arrojaban el Zyklon B (en el caso de Auschwitz, en Treblinka se usaron motores de tanques para gasear), un gas venenoso que provocaba vómitos severos, asfixia y diarrea; el martirio se extendía por cuarenta minutos, mientras los Sonderkommando, sin opción alguna, buscaban entre los abrigos y las ropas de los cautivos alguna pieza de valor para ser entregada a sus captores.

Los gritos se oían por toda la sala; dentro de la cámara los judíos buscaban alguna salida, trataban de escalar las paredes en búsqueda de aire, pero de pronto, la desesperación y los gritos se convertían en un silencio absoluto, el gas ya había hecho su trabajo, ahora era el turno de los hundidos, como les llamaba Levi: mientras la cámara se ventilaba, entraban en acción con hules para jalar los cuerpos hasta los ascensores que los subirían a los crematorios, algunos otros abrían las bocas de los cuerpos inertes en búsqueda de dientes de oro, cortaban el pelo a las mujeres, y en tanto la cámara quedaba vacía, la brigada de limpieza entraba en acción, había que desinfectarla y borrar toda evidencia para el siguiente cargamento. Mientras tanto en los crematorios, se apretujaban los cuerpos en los hornos que los reducían a cenizas, al tiempo que otro equipo en las afueras de la cámara, esperaban el deposito de la ceniza para deshacerse de ella, en Auschwitz fue arrojada en el río Vístula, en Majdanek y Treblinka fue enterrada.

Aunque el relato parece sacado de una película de terror, hay testimonios de sobrevivientes que lograron, o bien escapar, o bien resistir, que evidencian esto. Uno de esos es el de Chil Rajchman, quien sirviera de Sonderkommando en el campo de exterminio de Treblinka, su testimonio se recopila en el libro que lleva por nombre el campo donde fue obligado, a precio de vida o muerte, a colaborar con los nazis:

«En el mes de marzo de 1943. El trabajo marcha cada vez más rápido. El jefe de grupo ordena iniciar las tareas dos horas antes de lo habitual. Prepara las excavadoras para que no debamos esperar. Se limpia una fosa tras otra. Cuando una fosa ha sido limpiada y en un rincón se han acumulado efluvios sanguinolentos, un Sonderkommando debe desnudarse, bajar a la fosa y limpiar con las manos, extrayendo los miembros humanos que aún quedan allí».

Situación similar, pero con una carga emocional mucho mayor por lo que significó para él encontrarse con un miembro de su familia, es el testimonio del Sonderkommando de Auschwitz, Filip Müller, quien, en su presidio de tres años al servicio de los nazis en las cámaras y crematorios, tuvo que ver los cientos de miles de seres humanos que se apretujaban en los vagones de los trenes que llegaban de todos los puntos de Europa:

«Unos pocos días después cuando llegó la vagoneta del hospital, el cuerpo de mi padre se encontraba entre los muertos. Mis compañeros de presidio llevaron su cuerpo al crematorio y lo colocaron en la vagoneta de la habitación de las cremaciones. Delante de los llameantes hornos un compañero de equipo recitó el Kaddish. Firme en sus creencias, tranquilo, imperturbable y seguidor de la antigua tradición de sus antepasados alababa al señor: Que el gran nombre del señor sea exaltado y santificado por el mundo que él ha creado según su deseo. ¡Que establezca su reino, en tu época y pronto en la época de toda la casa de Israel! Decid amén».

Ante la magnitud de los hechos es menester dejar que las voces de aquellos que padecieron en carne propia hablen por los analistas e historiadores. Podemos especular entre las razones que llevaron a los judíos a colaborar de la forma que sea con los nazis, aun a sabiendas que tenían los días contados: prolongar su vida, venganza, temor, esperanza… no lo sabremos nunca, los pocos que sobrevivieron coinciden en que aferrarse a la vida era su motor, la esperanza de encontrar a su familia o salvarla de una muerte segura, pero además, nunca dejaron de ser conscientes de lo que estaba pasando, sabían que su trabajo ayudaba al proceso de exterminio, por ello, no hubo pocas rebeliones en los mismos guetos y campos dirigidas por judíos que un día decidieron morir con valentía o sobrevivir con dignidad.

Levi lo resumió de manera espléndida cuando dijo:

«Cada individuo es un objeto tan complejo que es inútil prever su comportamiento (...). Por eso pido que la historia de los cuervos del crematorio sea meditada con compasión y rigor, pero que no se pronuncie juicio sobre ellos».