Desde el mismo día del fin de la Segunda Guerra Mundial, y hasta nuestros días, distintas organizaciones lideradas por el Instituto Wiesenthal han tratado por todos los medios de atrapar a diferentes criminales de guerra pertenecientes a las distintas organizaciones (principalmente de las SS) del partido nazi. La búsqueda de los criminales coincidió con la negación de los crímenes de estos: cientos y cientos de nazis cautivos en los campos de prisioneros de la posguerra negaron rotundamente haber tenido participación directa en la toma de decisiones, o bien negaban saber qué estaba pasando en los campos de exterminio y en las grandes acciones llevadas en el este entre 1941 y 1945.

Para los aliados no era ningún secreto lo que estaba ocurriendo en la Europa ocupada por los nazis y los crímenes que allí se cometían en nombre de la salubridad racial que pregonaban los más fervientes nazis en contra de las minorías consideradas racialmente inferiores como los gitanos, testigos de Jehová, homosexuales y, principalmente, judíos. Pero con el fin de la guerra y ante el advenimiento de un problema considerado mayor como lo fue la Guerra Fría, casi de inmediato los gobiernos aliados después de realizar los juicios de Núremberg, donde se juzgaron a las principales figuras nazis como Alfred Rossenberg, Hermann Göring y Joachim Von Ribbentrop, abandonaron la búsqueda (si es que la hubo) de otros criminales de guerra que tuvieron participación directa en el exterminio.

Producto de esto emergieron figuras ajenas al escenario político en búsqueda de justicia y expiación de los crímenes cometidos contra las minorías de Europa, los famosos «cazadores de nazis» utilizaron todo tipo de artimañas (algunas inclusive al margen de la ley) para llevar ante la justicia a los reconocidos genocidas que habían huido a distintas partes del orbe. Personajes como Simon Wiesenthal, Fritz Bauer, Tuvia Friedman, acapararon la búsqueda de criminales nazis ante la desidia de los gobiernos y la negligencia de algunos otros.

El resultado de esta búsqueda, si se quiere, independiente, no solo potenció la captura de algunos peces gordos de la cúpula nazi como Frank Stangl, Adolf Eichman y Gustav Wagner, también permitió la revelación de un secreto a voces que inclusive hoy resulta engorroso mencionar: la participación de miembros importantes de la Iglesia católica en la fuga de estos mismos.

Los primeros planes de evasión de la justicia fueron diseñados meses antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, como menciona Eric Frattini en su libro La Huida de las Ratas. Henrich Himmler y Martin Borman al ver que todo estaba prácticamente perdido, decidieron crear bajo coordinación de las altas esferas del Vaticano la llamada Operación Aussenweg (Ruta al Exterior), que permitiría a los criminales de guerra huir a diferentes destinos de Sudamérica y el norte de África y así evadir la justicia aliada. La ruta diseñada conectaba diferentes instituciones religiosas de Milán y Roma desde donde se daba el salto a Génova, y desde ahí partían en barco hacia un puerto seguro en Sudamérica o el Oriente Medio; todo lo anterior orquestado por tres religiosos que utilizaron su poder e influencia en la cúpula del Vaticano para ayudar a los genocidas a evitar sus condenas: el obispo austriaco radicado en Roma Alois Hudal, quien dio refugio a una decena de nazis en su seminario Santa Maria Dell´Anima, cerca de piazza Navona. Hudal facilitó sus buenos oficios a criminales como Eichmann, conocido como el Arquitecto del Holocausto, condenado a muerte por enviar en trenes a millones de personas a los campos de exterminio nazis instalados en la Polonia ocupada. Para Hudal, así como para sus colaboradores, no eran ajenos los crímenes de sus protegidos, a quienes además de refugio los proveyó de pasaportes falsos con nuevas identidades, dinero a sus familiares para que se encontraran posteriormente en el lugar de destino y absoluciones de sus pecados cometidos para evitar el avance del comunismo en Europa.

Secundándolo, y colaborando cuando las circunstancias así les obligaban, estuvo el sacerdote Krunoslav Draganovic, quien procuró el escape del Carnicero de Lyon, Klaus Barbie, conocido por ordenar y participar (entre otros crímenes) en la deportación y masacre de la casa de los niños judíos en Izieu y de sus 7 mentores. Barbie utilizó la misma ruta de escape que usó Eichmann y Mengele, el famoso Pasillo del Vaticano, mejor conocido como la Ruta de las Ratas, encontrando su destino final en Bolivia. Barbie logró eludir la justicia 40 años, tiempo que transcurrió entre su escape y enjuiciamiento en Francia.

Pero falta un eslabón para poder entender la huida de los genocidas nazis cercados Europa por los aliados a destinos en Sudamérica y el Medio Oriente. Si bien es cierto el trabajo sucio lo hacían Hudal y Draganovic, el que coordinaba esfuerzos administrativos era nada menos que el cardenal Giovanni Battista Montini quien facilitaba todos los buenos oficios del Vaticano desde la dirección de la Pontificia Comisión para los Refugiados en la que el papa Pío XII lo había nombrado. No podemos afirmar si Pío XII sabía de los movimientos que desde el despacho de Monttini y bajo sus narices se realizaba, pero dado que el mismo papa se había negado a nombrar a un nuevo secretario de Estado del Vaticano por la renuncia del Cardenal Luigi Mangliole dejándose para sí la dirección de Asuntos Exteriores del Vaticano, al menos podemos sospechar que supo y vio de lejos.

El cardenal Battista ayudó a criminales de la talla de Eichmann, Rauff (el creador de las cámaras de gas móviles), Barbie y Mengele, conocido como el Ángel de la Muerte de Auschwitz; algunos gozaron de una buena vida antes de ser atrapados, otros disfrutaron de su libertad hasta el día de su muerte, lo cierto es que el Vaticano, ni antes ni después, ha reconocido su colaboración con los nazis en sus huidas. Años después, en 1963, el cardenal Giovanni Battista Montini al igual que los criminales de guerra se vio en la obligación de cambiar su nombre, ahora se llamaría Papa Pablo VI, y en nuestro días, San Pablo VI, canonizado por el actual Papa Francisco I.