Siempre me he definido como un ateo. Mi verdad requiere métodos, pruebas y es siempre relativa en el sentido de que nuevos datos e informaciones la pueden alterar. Doy por descontado que soy resultado de la modernidad. Lo cual implica algunas contradicciones, ya que en mí coexiste una forma de espiritualidad. Un concepto sacro que comprende la vida y la naturaleza. No escondo que, en ciertos momentos, evoco la idea de un dios, pero esto, cuando sucede, es pasajero.

He crecido en un ambiente laico, comparto valores que avalan las libertades individuales y la convivencia pacífica. Soy, por definición, antifundamentalista y antiautoritario. Según mi opinión, el progreso no es un axioma que da, siempre o exclusivamente, un resultado positivo. Construir significa también destruir y a veces el costo es mayor que los beneficios. Pienso que la diversidad y el diálogo sean indispensables, que nuestra visión del mundo tiene que incluir opiniones divergentes y hasta opuestas, pero estas diferencias y rivalidades no son por naturaleza insuperables.

Sé también, por estudios y experiencia personal, que el miedo es parte de la vida. Nos proyectamos hacia el futuro y no podemos visualizarlo claramente ni mucho menos controlarlo. Somos, en cuanto humanos, frágiles, vulnerables y conscientes de nuestras limitaciones y este estado existencial hace que muchos elijan creer en un ser supremo. Un padre o madre universal, presentado con una narrativa, que entra en conflicto con la realidad y el conocimiento adquirido. Sé, además, que estas creencias no son más que una «protección» ante las vicisitudes y desgracias, que nos acosan cotidianamente y que el miedo puede ser, en parte, superado a través del autocontrol y su aceptación. Sé que creer en un ser supremo reduce, en una variedad casos, el estrés existencial y que sirve como un refugio simbólico, que desgraciadamente no resuelve los problemas, aunque en algunos casos, prolonga la vida.

Yo he preferido exponerme a todas las contradicciones y conflictos que son inherentes a la existencia, buscando en la medida de lo posible, liberarme de falsas ilusiones y engaños. Políticamente valoro la apertura mental, la democracia, sabiendo de sus deficiencias, la educación personal, general y el uso de la razón.

Esto me ha llevado a alejarme de posiciones autocráticas y dogmáticas. Pienso que una buena sociedad humana está basada en el diálogo, la aceptación de reglas comunes y la reflexión conjunta. Pienso que tenemos derecho a cambiar de opinión, a revisarnos interiormente y superar conceptos e impresiones, que hayan perdido su valor. Estoy en contra de la desigualdad social incontrolada sin predicar otra igualdad generalizada, siendo partidario de la meritocracia en todos los campos y sentidos. Creo, además, en la necesidad de la justicia y su respeto sin excepciones.

Por estas razones y motivos, he dejado de considerarme de izquierda o de derecha y no puedo esconder mi desprecio por las ideologías, que no son más que religiones sin dios y deseos con o sin poder, solapados con el uso de inútiles palabras.

Estudié ciencias sociales y siempre he buscado paradigmas más abiertos y empíricos. Por ejemplo, en física, existe una continua adaptación conceptual a nuevas observaciones, paradojas e hipótesis, como la existencia de la materia oscura, postulada para resolver enigmas y «errores de cálculo», que empuja la teoría hacia nuevos horizontes, donde se cambia y renueva.

Desgraciadamente en las ciencias sociales este diálogo no está siempre presente y se cae fácilmente en dogmas. Menciono esto, porque en la condición actual, la diferencia a nivel político y cultural más importante, es la rivalidad entre un modelo del mundo abierto y otro cerrado, entre la reflexión y el diálogo por un lado y el dogma por el otro; entre estos polos opuestos se desarrolla el drama de la vida y a menudo su tragedia. El fundamentalismo intolerante es una predisposición o un vestigio cultural que tiene que ser superado y esta empresa implica coraje y tolerancia a nivel personal y no estamos preparados, ya que consideramos lo opuesto como un antagonismo en vez de una versión alternativa, que puede ampliar y complementar nuestra perspectiva.