Dicen que cruzar el desierto es una travesía dolorosa... tan dolorosa como lo que debieron caminar, recientemente, miles de venezolanos por las infernales «trochas» de la frontera Colombia-Venezuela. Ambas decisiones no eran -o son- pruebas voluntarias ni menos ejercicios de masoquismo patológico... sino búsqueda desesperada de un camino para supervivir.

La riesgosa aventura tampoco puede ser sólo una anécdota para amenizar una posterior conversación social. Además, debe transformarse en una reflexión y en una positiva lección de vida: aprender a no repetirlas y convencerse que hay que cambiar la ruta... cambiar las tristes experiencias del pasado.

Lo anterior nos motiva para trasladarnos a otro plano, también doloroso. La tragedia que sufre Venezuela no debe ser acicate sólo para cambiar y volver a lo que vivimos anteriormente, senda probada para repetir este drama de miseria y postración. Si creemos que la solución es la salida de los actuales sátrapas... y volver a lo que éramos 20 años atrás no habríamos aprendido la lección. Si fuera así, tengan por seguro, llegaríamos «a los mismos polvos que nos trajeron a este lodo».

Se trata de reflexionar sobre este «infernal cruce del desierto invivible» y construir una democracia distinta. Por ejemplo, la democracia que viene no debe repetir los errores o desnaturalizaciones de la deseable buena convivencia y que, consecuencialmente, nos condujeron a este «valle de lágrimas».

Esto es válido especialmente para -primero- la reconstrucción ética y valórica de los partidos políticos, puntales de toda democracia posible y que el ejercicio del poder los condujo a olvidar sus principios fundacionales: «El Poder obnubila, genera avaricia, aferra al utópico goce eterno y fastidia recordar los ejemplos de los creadores del partido» (Jaime Castillo Velasco, ideólogo de la DC latinoamericana).

¡Ojo! La tarea futura no termina ahí. Debemos extender la «democracia política» –que es la practicada hasta ahora con aciertos y defectos- a la «democracia ciudadana», es decir, que el pueblo tenga la garantía absoluta de gozar con todos los derechos humanos, pero también ser disciplinado actor de sus deberes como miembro de la sociedad . Esto se basa en la exigencia de un sistema de justicia proba, independiente, ecuánime y profesional. Porque, como decía el asesinado presidente chileno, Eduardo Frei Montalva, «sin justicia imparcial no hay democracia».

También se habla de la «democracia social», pero, para no abrumar, será tema de otro artículo.

Creo que estas simples reflexiones tienen vigencia porque el cambio inminente en Venezuela no debe ser «cambiar y revivir un pasado idílico que -como ingrediente diabólico- lleva, demagógicamente, el veneno de la destrucción… abriendo paso a la aparición de los falsos mesías salvadores».

Y como el cambio está cercano, sin vuelta atrás -¡en nuestras propias narices!- junto con la alegría de salir de la pesadilla, pensemos que el cambio empieza en nosotros mismos, en nuestros partidos, en nuestras organizaciones sociales, en nuestras propias familias. ¡Qué triste sería volver a caer en el mismo hoyo o tropezar en la misma piedra!

Ahora, ¿qué es ser ciudadano en una democracia ciudadana?

En primer lugar, ser ciudadano es tener conciencia que, como integrante de la comunidad, es parte de la misma y su interés y participación de los asuntos colectivos (o públicos) no dependen exclusivamente de la persona a la cual, en un acto eleccionario libre, transparente, etc. «se le entregó el poder», para que haga lo que sea, a su arbitrio y ocurrencia. Debe haber una sintonía de compromiso entre oferta y realizaciones.

En segundo lugar, el candidato no debe ser ungido sólo por sus encantos carismáticos, sino ante la exigencia de comprometerse con un proyecto concreto y factible, que reúna la mayoritaria aspiración del pueblo.

Una tercera obligación es la existencia de una arraigada convicción ética -de la comunidad y red administrativa, incluyendo al ungido- controlada por una instancia de justicia, proba, objetiva, profesional y ajena a partidismos o grupos de intereses de cualquier naturaleza.

Además, acentuar la convicción de identidad con los valores particulares de cada localidad del país... actitud que lleva no sólo a vincularse con problemáticas reales auténticamente sentidas por cada región sino, por extensión, resembrar el sentimiento de pertenencia con el país, sentimiento que -no considerando que primero es el país- esta adhesión se ha ido debilitando al extremo de priorizar los intereses personales o grupales al «superior de pertenecer a una nación común».

¿Que es una utopía demasiada idílica? Bueno, entonces definámosla como única meta para no caer de nuevo en frustraciones y calamidades como las que hemos experimentados con populismos demagógicos o falsos mesías salvadores, magos de la ignorancia, la maldad y la corrupción.

¡El Señor nos dio cerebro y corazón, vibremos con los logros del cambio pero también asumamos conciencia de que las lecciones son para aprenderlas y no para convertirlas en anécdotas banales!