Colombia entró en un estado delirante, en toda la extensión de la palabra, tal como se plasma en Cien años de soledad (García Márquez), cuyo Gobierno, presidido por un joven inmaduro, con un viejo mañoso detrás, está más concentrado en tumbar al vecino (Venezuela) que en consolidar el proceso de paz interna, dejado en ciernes por la pasada Administración.

Tumbar a Maduro dizque para restituir la democracia, aplicaría también a Colombia. No puede llamarse democracia la de un país en donde, paradójicamente, desde la vigencia de un acuerdo de paz (enero del 2016), ha retornado la violencia política y los crímenes de centenares de líderes sociales: más de 600 en algunos reportes periodísticos, pero solo 274 reconocidos por la Fiscalía General, sin contar los 129 homicidios de excombatientes de las Farc-Ep, reportados hace un mes (ya deben ser más) por la Agencia para la reincorporación y la normalización de Colombia.

Un balance general de violaciones a los Derechos Humanos-2018, hecho por el CINEP-PPP (Centro de Investigación y Educación Popular - Programa por la Paz), documenta 1.418 casos con 2.252 víctimas individuales. La violencia política dejó —por lo menos— 648 muertos, 48 atentados, 1.151 personas amenazadas, 304 heridos, 66 torturados, 22 desaparecidos y 243 detenidos de forma arbitraria (falsos positivos judiciales.

El mayor número de víctimas fatales se dio en la categoría genérica de «Violencia Político-Social» cuya característica principal es que no es posible establecer el presunto responsable de los hechos. Pero los móviles de los mismos y características de las víctimas permiten deducir que se trata de casos con motivaciones políticas, de acuerdo con el marco conceptual de la Red Nacional de Bancos de Datos.

Las investigaciones al respecto son tan confusas como las mismas cifras. Obviamente, el Gobierno niega que sea una acción sistematizada y, además, trata de alejarlos de la esfera estatal al atribuirlos a «acciones de grupos armados residuales del proceso de paz».

Pero las investigaciones y denuncias del CINEP revelan que los autores materiales de los crímenes se ocultan, dentro de la información oficial, bajo las etiquetas de «desconocidos, hombres armados, hombres encapuchados o simplemente sin información (…) o se entreveran en delitos comunes como robos, atracos, prestamos gota a gota, líos pasionales o problemas de vecindario». Debido a este nuevo tipo de violencia, agrega la ONG, la Fiscalía General ha condenado a 34 autores materiales (gatilleros), pero ninguna investigación emprende en busca de los autores intelectuales o determinadores: raro, ¿no les parece?

Aunque históricamente ha sido difícil determinar a los autores intelectuales de los homicidios, esta nueva dinámica de etiquetar a los homicidas, sólo conduce al ocultamiento de la verdad, lo que hace mucho más difícil que haya justicia. Dicho ocultamiento, de manera intencionada, solo busca una perspectiva de justicia nula, todo esto para garantizar la impunidad. Así las cosas, las víctimas nunca van a conocer ni siquiera un nombre, un apellido, una insignia, una señal o un «alias» de los determinadores de asesinatos, amenazas, torturas, atentados y desplazamientos, entre otros. Jamás van a conocer la verdad.

Y este es el meollo de la lucha política que se libra en torno a la jurisdicción especial para la paz conocida en Colombia como JEP. El día en que se deje actuar libremente a la JEP, podrían las víctimas de la violencia (7 millones y más a lo largo de 70 años) conocer la verdad, tal vez, la verdadera cicatrización de su dolor.

En esa perspectiva se pueden entender las 8 objeciones del presidente Duque a la ley estatutaria de la JEP, sobre todo al artículo 150 en que se prohíbe la extradición de nacionales mientras no cuenten toda la verdad de sus crímenes. El Centro Democrático, partido fundado por el expresidente Uribe que llevó a la Presidencia a Duque, sostiene que esa norma propicia «la colada» de narcotraficantes a la jurisdicción especial, escapando a la extradición; y, al contrario, los defensores sostienen que ese artículo impide la extradición de nacionales, como los famosos paramilitares del 2008, extraditados por Uribe a la madrugada, cuando empezaron a contar la verdad de su misión y objetivos.

Lo cierto es que, en el imaginario colectivo, la cotidiana muerte de líderes sociales está recreando el exterminio en el pasado reciente de la UP (Unión Patriótica), el partido político surgido en 1985 tras la firma de otro acuerdo de paz entre el Gobierno de Belisario Betancur y las Farc. Y, algunas declaraciones desaguisadas de los altos funcionarios parecen dar la razón de que el Estado, si no está participando indirectamente a través de grupos paramilitares, al menos puede sospecharse con razón que está mirando a otro lado: un ejemplo…

Tras el asesinato de un excombatiente de las Farc a manos de un efectivo militar (caso Dimar Torres en el Catatumbo, región cercana a la frontera con Venezuela), el ministro de Defensa salió a decir que se trató de un forcejeo entre el cabo y la víctima que intentó arrebatarle el arma de dotación, versión caída de su peso, pues, de inmediato se comprobó, gracias a la acción de ciudadanos del lugar que rescataron el cadáver antes de ser desaparecido, que presentaba mutilación genital y tiro de gracia en la cabeza.

En cualquier otra parte, este descache del ministro le hubiera costado el puesto; aquí no, porque en Colombia la opinión pública es un cero a la izquierda, y no vale nada porque se compone principalmente de gente del montón. El grueso de lo que llamamos «opinión pública», conformada por los medios de comunicación, los líderes políticos y empresariales, juega del lado del Gobierno. El escritor y columnista de varios medios, William Ospina, hace un retrato muy elocuente al respecto al decir: «Si los pobres colombianos fueran tan capaces de quejarse como los ricos venezolanos, Colombia cambiaría» (Caracol TV).

No vale nada la opinión pública cuando protesta en causa propia, inclusive la infiltran en las manifestaciones estudiantiles u obreras para tildarla y tratarla como a terroristas; pero cuando los políticos la usan como estrategia electoral, es efectivísima.

Es inconcebible (mucho más para una opinión pública ilustrada), que una persona, que lideró una trama política y delictiva para hacerse reelegir como presidente en el 2006, y que pesa sobre sus hombros más de 214 investigaciones penales, domine al menos la mitad + 1 del electorado de un país considerado democrático.

Hablamos del expresidente Álvaro Uribe Vélez: en Colombia no se elige más presidente sino «el que diga Uribe»: dijo Santos en el 2010, y elegimos a Santos; dijo, Zuluaga en el 2014, y elegimos a Zuluaga en primera vuelta; dijo, Duque en el 2018, y elegimos a Duque. Junto a su propia elección (2002) y reelección (2006) lleva mangoneando al país político, económico, empresarial y castrense, hace 17 años, sin contar sus Gobiernos como alcalde de Medellín (1982) y gobernador de Antioquia (1995), ni tampoco su reconocida influencia como senador liberal (1986-1994). Quien niegue el poder de Uribe Vélez en Colombia, está loco.

El daño moral y ético de su fraudulenta reelección y de su mafiosa conducción política, lo pagamos hoy con la alta corrupción que circula en carruseles interconectados entre el ejecutivo, legislativo y judicial, todos tapados con la misma cobija.

Cleptocracia comprobada

Una ONG, Monitor ciudadano de la corrupción, acaba de publicar un informe en el que revela que el 73% de los casos de corrupción se da en la Administración pública. La plaga de ladrones se desplaza desde lo nacional, departamental y local, apropiándose al menos de 20 billones de pesos anuales (6.000 millones de dólares), el 42% del presupuesto de inversión del Estado. El sector privado no es santo de velas: Juan Ricardo Ortega, exdirector de Impuestos y Aduanas, (refugiado en EE.UU con su familia por amenazas de muerte), estima que el sector privado se embolsilla 30 billones de pesos al año (10.000 millones de dólares) por medio de elusión y evasión fiscal, fraude contable y acuerdos por debajo de la mesa para quedarse con los contratos (caso Odebrecht).

Cómo será el músculo político-público y privado de la corrupción en Colombia que el caso REFICAR (Refinería de Cartagena), en el que se sustenta una corrupción de 610.140 millones de pesos (2.030 millones de dólares), «está a punto de prescribir por vencimiento de términos», alertó recientemente el fiscal general, Néstor Humberto Martínez.

En este mismo sentido, es un misterio –o milagro—que ninguna de las 214 demandas que pesan contra Uribe en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes (186) y en la Corte Suprema de Justicia (28) le haya sido resuelta, ni en favor ni en contra: duermen como los bebés recién amamantados esperando, como en el caso de REFICAR, el vencimiento de términos.

Las rarezas de este país se extienden a la vicepresidenta (Marta Lucía Ramírez), quien acaba de llamar «my President» a Trump, mientras su Gobierno le retira la visa a parlamentarios y magistrados de las altas cortes (Constitucional y de Justicia), reconocidos defensores del proceso de paz; y raro también que la misma alta funcionaria salga en defensa del embajador en la OEA, quien considera la migración de venezolanos como una estrategia del castrochavismo para irradiar la ideología del socialismo siglo XXI, cuando, sobre el mismo asunto, el Canciller, primero, y el propio presidente Duque, después, lo rectificaron a su particular manera diciendo que no; que «la migración se debe a la huida de millones de venezolanos de la dictadura de Maduro», otra falacia que esconde la violación de los Derechos Humanos a la población (según la ONU), mediante el embargo económico y financiero decretado por EE.UU. y sus aliados en América y Europa.

Raro también que Colombia sea el único país del mundo en donde las investigaciones por el internacionalmente famoso caso de corrupción Odebrecht, no hayan escalado hasta los presidentes Uribe, Santos y Duque, involucrados por testigos en casos similares a los investigados en Brasil, Perú y Panamá, que han culminado con la condena de los expresidentes, uno de los cuales, Alan García, de Perú, se suicidó antes que enfrentar el juicio.

Y más raro que el mismo Santos haya ternado a fiscal general al actual, Néstor Humberto Martínez, abogado consentido del hombre más rico de Colombia, el banquero, Luis Carlos Sarmiento Angulo, cuya empresa, Corficolombiana, aparece en el hilo de la corrupción Odebrecht.

Mano lava mano, se diría aquí en Colombia a cambio de «lava jato» (lavado de carros), porque tanto las investigaciones contra los expresidentes Uribe y Santos, como la del presidente Duque, han sido archivadas políticamente y, judicialmente, duermen en las gavetas de la Fiscalía, esperando su salvador vencimiento de términos, al igual que Sarmiento Angulo, cuyo nombre se conserva impoluto, a pesar de que el presidente de su empresa, Corficolombiana, fue condenado a 12 años de prisión.

El retorno de los falsos positivos

Raro que un Gobierno que se inspira en la confianza inversionista, haya dado en anunciar interna y externamente supuesta conspiración inspirada en Venezuela, para asesinar al presidente Duque. ¿Puede ofrecer confianza a un inversionista arriesgar su capital en un país que podría registrar un magnicidio a la vuelta de la esquina?

Raro que un Gobierno, arrodillado cual más a Estados Unidos, resulte atacado por Trump diciendo que «no ha hecho nada por nosotros»; raro que ese Gobierno empiece a retirar visas a magistrados de las altas cortes en vísperas de fallos que pueden salvar o hacer trizas la jurisdicción especial para la paz (JEP), y raro que desde el alto Gobierno se justifique la desvalorización moral y ética de los magistrados, aduciendo la autonomía de los países para determinar su política interna, cuando de la mano de Trump, Duque entra y sale de los asuntos internos de Venezuela como Pedro por su casa.

La suspicacia vuelve con cierta lógica a preguntar: ¿será que en la acometida a Venezuela, Estados Unidos y Colombia tienen un pacto secreto como, por ejemplo, yo te abro el camino al petróleo venezolano y tú me cierras el camino a la JEP por donde se puede llegar a la verdad de la horrenda noche de los paramilitares y los falsos positivos que vinculan, en el imaginario nacional, al expresidente Uribe?

Porque las evidencias de los esfuerzos entre ambos por tumbar a Maduro, son descaradas: no hay intervención pública de Duque en cualquier rincón de Colombia o en los altos foros internacionales y tapetes rojos del exterior, que no «saque pecho» mostrándose como el adalid suramericano en restablecer la democracia en Venezuela; y sobre el cerco político, económico y financiero montado contra Venezuela tiene al país sumido en una crisis humanitaria que le achacan toda a Maduro; crisis humanitaria que, según la propia ONU, es responsabilidad, primero, de Estados Unidos que ha llevado a la muerte a más de 40.000 venezolanos desde el 2017 a la fecha en que el cerco se extendió a la importación de medicamentos.

¿Es el amor a la democracia lo que anima a Colombia contra Venezuela? No, por lo visto atrás, no, porque en Colombia hay tanto o más ataque a esa democracia que la misma que se denuncia en Venezuela. Y el interés de EE.UU., también es cuestionable desde el punto de vista democrático, una excusa que le ha servido hace años para encender guerras geopolíticas en busca de controlar el poder del petróleo.

Cosas raras están sucediendo en Colombia. Pero la cosa más rara que podríamos aplaudir a rabiar sería que esas cosas raras llevaran a esta adormecida opinión pública, dueña del voto, a elegir libremente por primera vez en 200 años: este año en los comicios regionales y en el 2022 al Presidente. Ese sí que sería un verdadero tiro por la culata, directo a la cara del régimen, ese régimen que una vez Álvaro Gómez Hurtado, influyente y apreciado líder político, dijo que había que tumbar, y por eso lo mataron en 1995.