En la América Latina del siglo XIX la gente necesitaba de plañideras. Si los funerales no tenían a los cónyuges y a los familiares en total desconsuelo, estaban, para dar un toque de dolor intenso, las lloronas. Estas se contrataban para, durante la velada, pegar gritos, desmayos y lloriqueos. Las lloronas eran mujeres a las que se pagaba por llorar en los funerales, su oficio consistía en acompañar la procesión llorando y demostrar públicamente el dolor de la familia; cuanto más rico era el muerto, mas plañideras asistían a las ceremonias.

En aquellos días, un funeral decente era caro y venía con extras. Si el muerto heredaba hacienda, no bien fallecía «cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar», cuenta José María Figueroa.

«Después de las siete de la noche, los amigos del finado entraban silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era, en buen romance, una congregación de mudos», detalla el folio. «Solo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un "¡Ay Jesús!" o un sispiro [sic] cavernoso, que parecía queja del otro mundo».

Pero el gobierno colonial luchó por erradicar la costumbre. Con los años, las lloronas fúnebres perdieron terreno. José María Figueroa lo achacó, en parte, a los «adelantos del siglo XIX», cuando «a las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe…, con las necrologías de los periódicos, tan exageradas y mentirosas que llevan ventaja con mucho a los ayes, patatuses y ponderaciones de las lloronas del otro siglo..»*. Si las lloronas de antaño han desaparecido, esto no significa que no se hayan remozado y hayan regresado de manera terrorífica, más temible sus gritos y lloriqueos que nunca. Nada desaparece del todo y todo se repite, como creía Nietzsche.

«En las próximas horas vas a ser viuda y tendrás que asumir ese papel», nos cuenta la BBC en español. Estas son las instrucciones que los pandilleros de la Salvatrucha les dan a las mujeres que secuestran para que, nuevamente, finjan su duelo en los funerales. Pero no para resaltar la vida del difunto. «Con este estremecedor anuncio, unas mujeres secuestradas por miembros de pandillas en El Salvador descubrían que había llegado la siguiente fase de una escalofriante trama. Sus maridos, en realidad hombres desconocidos con los que habían sido obligadas a casarse pocos días atrás, serían asesinados. El objetivo: cobrar su seguro de vida». El grupo criminal detrás de este fraude —que bien podría ser el guion de una película— recibió un descriptivo nombre por parte de las autoridades encargadas de investigarlo: Viudas negras.

Esta es la nueva estrategia de los pandilleros de Salvatrucha, la banda criminal de El Salvador. Primero, secuestran, torturan, violan a mujeres de su pueblo para obligarlas a casarse con hombres que quieren inmigrar a los Estados Unidos. A ellos, les prometen que las mujeres son ciudadanas norteamericanas y la pareja debe fingir que todo es legítimo para no levantar las sospechas de la Embajada Americana. Una forma de probarlo es tener cosas en común, como un seguro de vida. Los hombres lo compran y los pandilleros los matan luego. Las mujeres son forzadas a llorar desconsoladas en los cementerios y fingir su dolor, así pueden, sin que nadie dude de fechoría, cobrar seguros hasta de $100.000. Finalmente, una vez que les pagan, los pandilleros las matan también a ellas. No se sabe cuán extendido sea esto, pero se cree que hay ya más de 30 casos en la mira.

Zizek tiene un libro sobre el capitalismo que titula Primero como tragedia, luego como farsa. Pero en este caso de las lloronas, debemos invertirlo: primero como farsa, luego como tragedia.