La serie La casa de papel tiene a todo el mundo en ascuas. Me refiero a La Casa de Papel de La Moncloa. Temporada XX, con estrellas extremadamente X.

Parece curioso que ni en los debates de investidura en el Parlamento, ni en las declaraciones a la prensa, se haya mencionado que la política no es el arte de lo posible, sino el resultado de relaciones de fuerzas.

En la especie, la derecha española domina ampliamente. A la tradicional fuerza conservadora y reaccionaria del PP se suman ahora Ciudadanos, una suerte de neofranquismo con la cara lavada, afeitada y maquillada, Vox, franquismo tendencia canal histórico, y las huestes felipistas del PSOE, una suerte de «seguro todo riesgo» del empresariado moderno y voraz.

Pedro Sánchez –su pusilanimidad, su ambigüedad, su poquedad– está sometido a las formidables presiones de quienes alimentaron al –y se alimentaron del– PSOE, actor del drama que suele participar en off, disimilado tras tupidas bambalinas. Para facilitar la comprensiva hay quien se refiere al IBEX 35, admitiendo que el IBEX 35 sea una careta conveniente para quienes son de carne y hueso y portan apellidos muchas veces tremendamente evocadores, como por ejemplo Botín.

Sin olvidar, desde luego, el peso que a través del Atlántico, ejerce un cierto Donald, cara visible de lo que los propios comentaristas estadounidenses llaman el Imperio, para no hablar de Bruselas, sinécdoque que hay que comprender como poderes políticos y financieros de la Unión Europea.

Asimilar el choque de tales presiones a un martillo que golpea una pieza de herrería contra un yunque constituido por las menguadas fuerzas de Podemos sería un abuso de lenguaje. Pedro Sánchez –la pieza de herrería– ya ha dejado meridianamente claro a qué tipo de amigables presiones es más sensible.

Sánchez declara que intentará abrir un diálogo en las próximas semanas con colectivos de la sociedad civil, con el propósito confeso de darle viabilidad a un gobierno que sería una mímica –o más bien una mueca– del llamado modelo portugués.

Nadie ha destacado que la noción misma de «sociedad civil» se opone radicalmente a la noción de «clase política». La «sociedad civil», supuestamente ajena a los pecadillos menores y a la corrupción mayor de los políticos, es una suerte de virgen impoluta, saturada de las virtudes que la clase política venal abandonó ya en los inicios de la mal llamada «transición».

A la legitimidad perdida por los políticos hace más tiempo que la virginidad fisiológica, la «sociedad civil» debiese sustituirle una legitimidad moral, el imperio del interés general.

Eric Hazan dice que la primera aparición de la oposición entre las nociones de «sociedad civil» y gobierno la debemos a Thomas Paine:

La sociedad es un patrón [en el sentido inglés: un protector], y el gobierno quien castiga. En toda circunstancia la sociedad es una bendición. El gobierno, en el mejor de los casos es un mal necesario, y en el peor es intolerabl.

¿Quién y cómo dotó a la «sociedad civil» de las mencionadas virtudes? Hacerse la pregunta ya es parte de la respuesta.

¿Y qué desea hacer Sánchez con las ideas, proposiciones, elementos programáticos y personalidades generadas por la impoluta «sociedad civil»? Usarlos como ariete para negociar con políticos. Renuentemente con Podemos, fuerza que tiene sus orígenes –aun parcialmente– en la «sociedad civil».

Pero sin abandonar la esperanza de que sus aliados naturales de Ciudadanos y del Partido Popular le permitan acceder al gobierno por cojones. Porque, en el fondo el programa económico, el respeto por los «equilibrios financieros», la voluntad por preservar el esquema de poder imperante, son los mismos.

La Historia de las ideas políticas enseña que los «radicales» de antaño (radical: que ataca los problemas en sus raíces sin irse por las ramas) rehusaban las alianzas espurias con organizaciones políticas claramente inscritas en la defensa del modo de producción, de la estructura política dominante y de la conservación del esquema de poder.

Hasta ahora nadie se ha atrevido a dejar desnudo… no al rey –que suele hacer lo de siempre, o sea nada–, sino al wannabe presidente del Gobierno.

El deseo de Pablo Iglesias de participar en el Ejecutivo, como una forma de garantía contra la traición ya en ciernes, explica, tal vez, tal proceder. Hacerlo contribuye a disfrazar a Pedro Sánchez de político serio y conversable, y a construirle el zócalo en el cual desea encaramarse.

El pueblo… perdón, los pueblos de España deben decidir qué es lo que quieren.
Si les gusta que les den… pos allá ellos.
Nadie puede hacer la felicidad de los pueblos contra su voluntad.

La alternativa es profundizar el debate, los combates plurales, la alternativa real que representan quienes, hasta ahora, han sido los grandes olvidados de la construcción europea y de los rescates financieros reservados a la «comunidad financiera».