El consenso político o contar con el apoyo de una mayoría relativa de los electores es el resultado de la convergencia de varios aspectos. Imagen, comunicación, demagogia, propuestas en muchos casos falsas y también una dimensión valórica, que se construye y transmite a través de declaraciones, gestos y modo de ser. A menudo estos aspectos entran en conflicto entre ellos y con el tiempo, las promesas no cumplidas, pueden corroer el consenso, aunque la memoria de la opinión pública es tendencialmente limitada.

Otros aspectos importantes son: la prensa y la oposición. La primera, comentando y evaluando la política realizada y la última, mediante propuestas alternativas y críticas. En las democracias existen poderes paralelos al político como las instituciones, justicia y un Parlamento, donde las mayorías pueden cambiar rápidamente. Una dimensión importante del Gobierno de turno es respetar y convivir con las otras ramas del poder y con una prensa libre, evitando imposiciones y condicionamientos.

En este cuadro y teniendo en consideración el populismo de extrema derecha, que en algunos países es Gobierno, lo que no podemos negar es el desplazamiento de los valores entre los votantes. Aquí podemos mencionar una aumento del nacionalismo extremo, de tendencias abiertamente racistas, de actitudes antifeministas e intolerancia en relación a preferencias sexuales menos tradicionales.

Al mismo tiempo, se presiente una despreocupación por los temas ambientales, el cambio climático y la creciente desigualdad social. Además de un rencor o desprecio hacia las llamadas elites culturales, como si profundizar un tema o exigir conocimiento fuese en sí un delito. Detrás de esta actitud seguramente se esconde la incapacidad de pensar o una marcada preferencia hacia la simplificación extrema.

Esta situación es el resultado de un proceso de cambio, cuya latencia y maduración durante los años ha sido ignorada. Los catalizadores culturales han sido la ignorancia, los efectos secundarios de la globalización, el miedo y la incapacidad de entender los rápidos cambios sociales y económicos, junto con una deslegitimación de la política tradicional, que no ha sabido dar respuestas a los problemas vigentes y entre ellos, sobre todo, la migración y el riesgo de perder el trabajo, que muchos perciben como parte de la cotidianidad. Posiciones políticas que hoy cuentan con apoyo y consenso, unos diez años atrás, eran completamente marginales.

Los gobernantes populistas con todo su repertorio de opiniones vacías, gratuitas y provocadoras no hacen más que reflejar un estado de ánimo más amplio y, en este sentido, son el espejo del estado cultural del país, con todas sus faltas, aberraciones e inconsistencias. Por otro lado, las nuevas tecnologías, internet, las redes sociales, han dado una resonancia mayor a los comportamientos asociales, transmitiendo la sensación que esta subcultura anticultural y fuertemente irreflexiva es la dominante. Los «liberales» o representantes de una cultura más abierta no participan o frecuentan los mismos ambientes y por eso no existe una contraposición o diálogo en este sentido y ciertas opiniones viajan sin ser sopesadas ni criticadas.

De estas observaciones surge una pregunta fundamental: ¿qué podemos hacer para defender la democracia y volver a actuar y pensar sin estrecheces ni egoísmo? La respuesta es múltiple y una de sus dimensiones fundamentales es el recuperar el lenguaje de la reflexión y diálogo en los espacios públicos y mostrar con ejemplos que existe realmente la posibilidad de un futuro mejor, más incluyente, más civil, tolerante y democrático, ya que una de las características esenciales de la democracia es el respeto a las minorías y las opiniones y estilos de vida divergentes.

Su punto débil es que todos pueden votar y sustentar una opinión independientemente a su validez y profundidad y, como afirman los populistas, uno vale uno sin pensar en la calidad.