Las elecciones primarias en Argentina acaban de confirmar un distanciamiento rotundo con la fuerza política que gobernó Argentina en los últimos cuatro años. Al final, la oposición al proyecto de Cambiemos se logró gracias a la fecha electoral y la voluntad ciudadana de frenar la cesárea «pos-populista» implementada desde arriba en creciente soledad política. Los resultados quirúrgicos de este ciclo quedan a la vista: en términos macros, Argentina ya integra las tres economías más recesivas del continente (junto con Venezuela y Nicaragua según el Banco mundial). Erosionó su Estado de derecho y su tejido industrial, primarizando y concentrando aún más su economía. Deja un nítido aumento de los niveles de pobreza y de atomización social. El inédito rescate del FMI, firmado en junio 2018, también muestra del respaldo de la Administración norteamericana a uno de sus aliados regionales, ha permitido que el giro pendular iniciado en el 2015 no descarrile prematuramente. Este panorama ha sido más percibido en los distintos segmentos sociales pese a la polarización social y la campaña de legitimación más ideológica-psicológica que informativa.

Que una alianza coyuntural pan-peronista se perfile para escribir una nueva etapa a partir de octubre 2019 sin tener que pagar al alto precio que tuvieron las crisis argentinas anteriores es un paso muy saludable. Ahora bien, tal gestualidad electoral, cuya volátil estabilidad es conocida en la trayectoria argentina, no podrá posponer durante mucho tiempo la reconfiguración más honda de las correas de transmisión políticas (partidos) y de sus marcos ideológicos. De algún modo, el derrumbe actual y el nuevo ámbito internacional hacen volver en el primer plano una de las principales deudas estructurales argentinas. A contramano de lo que indican los radares mediáticos, está última no es (solamente) una deuda financiera externa. Es una deuda interna, fundamentalmente cultural y política.

Bajo el ropaje de giro modernizador, de grieta o dualismo, las élites argentinas no dan señal de haber interiorizado los motores de inserción en la nueva dinámica regional y global. Por un lado, prima un antagonismo entre ellas, reflejo conservador de la historia y de la fragmentación social, cuyo precio se paga en términos de inestabilidad y de vuelcos cíclicos. Por otro, tanto en el campo conservador-liberal como en el campo nacional-popular y pese a la cercanía occidental, la adopción de factores modernizadores se efectúa de forma sesgada o superficial, con voracidad y desarticulación para los primeros, con falta de cohesión y profundidad para los segundos. Como observador-partícipe del proceso político anterior a 2015, pude experienciar parte de las contradicciones entre las ambiciones enunciadas, y las inercias de los aparatos, la naturalización (o el culto) de las disputas de poder o el desfase entre acción política y conocimiento de las heterogeneidades territoriales. En el tablero político, permanecen elementos residuales y un relativo provincialismo, tantos conceptuales como identitarios, a la izquierda (anti-imperialismo exacerbado, victimización y negación de las propias contradicciones) como a la derecha (neoclasismo, revanchismo y entreguismo pseudomodernizador). No es una casualidad que las respectivas campañas electorales hayan sido constructoras de coaliciones y que se evoquen las nociones de «contrato social» o de «nuevo republicanismo». Vuelven a aflorar los distintos vertientes de una nueva relación entre Estado, sociedad y mediaciones políticas.

Este cuadro tiene una resonancia a nivel regional. La deriva de las principales potencias latinoamericanas agudiza las divisorias y los repliegues ideológicos coyunturales. La Unasur y la Celac fueron básicamente desertadas. En marzo 2019, se creó el Prosur, sin clara proyección, mientras un Mercosur achicado se prepara para ensayar una nueva cooperación transatlántica. Hoy, tanto el Grupo de Lima como la solidaridad hacia Venezuela y Cuba, se han vuelto casi testimoniales, muy alejados del juego de las potencias reales (EEUU, Rusia, China y la Unión Europea). Más allá de las lamentaciones o de los repliegues ideológicos, el momento no parece propiciar un cuestionamiento de los modelos latinoamericanos, insertados en una región muy bien dotada pero que menos crece actualmente a nivel global (en términos económicos clásicos). No se trata aquí de negar las adversidades externas o de dar por cerradas las olas democrático-populares. Trato sobre todo de subrayar que existen márgenes preestablecidos en las experiencias políticas que son una causa de los embudos actuales. La ausencia en la historia local de una experiencia de revolución cultural o de cuestionamiento profundo pesan también en la balanza. Mirarse en el espejo sin temor, reconstruir una inteligencia de la situación, levantar la mirada y relativizar los anacronismos ideológicos se vuelven centrales. Estas aptitudes existen en pocas culturas políticas nacionales. En definitiva, se trata de introducir una nueva percepción política. Otros países, a veces menos dotados en territorio y riquezas, muestran un camino inspirador, entre ellos Vietnam, Corea del Sur, Turquía, Ghana, Ruanda, India en otra escala. Es de destacar también que Bolivia mantiene un rumbo de crecimiento original, el más sólido argumento para disputar su continuidad y consolidar una posición geopolítica. Las cesáreas culturales, a veces dolorosas que estos países practicaron, ilustran los grados de ambición que se requieren para existir con dignidad y mayor autonomía en el tablero global.

Paradojalmente, el actual tropiezo argentino puede estimular las condiciones para trascender las experiencias políticas pasadas. Nada es más incierto, si bien hay algunos mensajes esperanzadores. Pero esta necesidad de elevarse «por encima de sí mismo» habrá de llegar un día en las consciencias políticas para que esta hermosa tierra no sea solamente una tierra de esperanza y futuro.