Éste vaise i aquél vaise,
e, todos, todos se van.
Galicia, sin homes quedas
que te poidan traballar.
Tes, en cambio, orfos e orfas
e campos de soledad,
e nais que non teñen fillos
e fillos que non tén pais.

[Este se va y aquel se marcha
y todos, todos se van.
Galicia sin hombres te quedas
que te puedan trabajar.
Tienes, en cambio, huérfanos y huérfanas
y campos de soledad,
y madres que no tienen hijos
e hijos que no tienen padres].

(Rosalía de Castro)

Más antiguos aún que la cultura y la civilización son los procesos migratorios. Arrancan de la noche de los tiempos. Entre ellos, uno de los más emblemáticos, quizá, sea el largo éxodo del pueblo celta, originado 700 años antes de la Era Cristiana, desde las montañas septentrionales del actual Pakistán, donde se encontró el más antiguo vestigio de una gaita...

Los celtas caminaban bajo la motivación ancestral del mito de la luz. Buscaban el sitio donde el sol se hundía en el horizonte, pues su miedo atávico consistía en la desaparición definitiva del astro rey en la última noche aciaga, sin retorno posible en un nuevo amanecer. Así, migraron hacia occidente en procura de ese lugar, a la vez ansiado y aterrador. Creyeron encontrarlo en el Finisterre más occidental del mundo conocido, el noroeste de la que sería luego de seis siglos, la Gallaecia romana, asomada a ese Atlántico pavoroso donde se apagaba el sol entre fragores ígneos.

Es la mejor metáfora, que yo conozca, de la emigración: la persecución ansiosa de la luz, no en un sentido metafísico ni aun ontológico, sino en la virtual iluminación de una existencia dura sumida en las tinieblas, cuyos móviles son el hambre y la sed, y su horizonte, el río y las abundosas pasturas para los seres humanos y su ganado trashumante… más allá de las fronteras.

Soy hijo de emigrante. Como ya se ha contado, mis abuelos paternos, Cándido y Elena, abandonaron la Galicia profunda a fines de 1924, junto a sus siete hijos, cuyo quinto era mi padre, Cándido. Luego de larguísimo viaje en un vapor cargado de emigrantes, arribaron a Buenos Aires, en marzo de 1925. Tengo en mi poder copia de sus certificados de ingreso a la entonces «tierra de promisión» que era la rica Argentina de los años 20; se consigna en aquellos documentos su categoría de «labradores propietarios». Un eufemismo alternativo y menos denigrante que poner «peones» o «jornaleros». Como en el poema de la inmensa Rosalía, los abuelos habían vendido «la casa, los bueyes, la carreta, los aperos y el pote del caldo», la marmita centenaria que colgaba en la lareira, guardando en sus entrañas los sabores ásperos y no obstante hospitalarios de la pobreza.

Hace algunos años, se estrenó en Buenos Aires una exitosa obra de teatro, de título significativo y decidor: Los argentinos descienden de los barcos. También vale para los chilenos, aunque habría que agregar: «también se descuelgan de la cordillera».

Me vienen al magín, caro lector, estas reflexiones nacidas tal vez de la más antigua de todas las nostalgias, aquella que se abre a un incierto camino sin retorno, pues aquellos emigrantes remotos abandonaban la tierra madre para no regresar. Eran, como bien lo expresa el poeta Efraín Barquero, unos desterronados, arrancados a viva fuerza del terruño, de la tierra nutricia que los parió. La injusticia, allá y aquí, está armada con la guadaña del hambre.

Por estos días, en nuestro Chile, bisoño, desmemoriado e ignaro (la ignorancia es transversal y pluriclasista), se alzan voces destempladas, sobre todo de quienes ostentan la propiedad -como si de una hacienda se tratase-, de casi todo este «largo pétalo de mar y vino y nieve», que cantó Neruda, en contra de los numerosos emigrantes –en especial latinoamericanos pobres- que han buscado cobijo, desde fines del pasado siglo XX hasta ahora, en esta patria mestiza, forjada a partir del cruce de variadas etnias, comenzando por las hispanas y su violento maridaje con esos pueblos originarios que -¡ay!- aún no terminamos de aniquilar por completo.

El pretexto o la «razón de la sinrazón» también es antiguo; nace del temor de los propietarios ante los presuntos delincuentes, -o rebeldes; viene a ser lo mismo- que arriban o arribarán entre ese prójimo abigarrado en busca del pan, el agua y el abrigo, lejos de sus patrias carentes de oportunidades para sus hijos. Un presidente de la República, biznieto de emigrantes, enriquecido más por especulaciones astutas que por emprendimientos benéficos, ha exigido -saltándose de paso las disposiciones legales de nuestro ordenamiento jurídico- deportar de inmediato a los inmigrantes que no tengan su documentación al día o lleven a cabo actos delictuales.

Observándolo, se me viene a la memoria aquella canción de Serrat, cuando el mayordomo, solícito y servil, advierte a su aterrado amo: «Patrón, se nos está llenando de pobres el recibidor». Sí, es lo que viene ocurriendo, hace dos décadas, con mayor frecuencia en Europa, en virtud de las masivas y desesperadas migraciones de los africanos, que pugnan por arribar a ese «paraíso» del mal llamado «primer mundo», luego que sus clanes, tribus, pueblos, países y naciones fueran expoliados sin misericordia por sus otrora amos europeos, que otro brutal eufemismo de la Historia llama «colonizadores». O a sirios e iraquíes que pugnan hoy por abandonar el infierno de las guerras intestinas, promovidas y financiadas por las grandes potencias rapaces que ansían apoderarse, a toda costa, del petróleo, para alimentar la insaciable hidra del capitalismo salvaje.

En nuestro mediocre y aldeano comidillo nacional se escuchan también voces de quienes argumentan en contra de peruanos, bolivianos, haitianos, dominicanos y colombianos porque «les quitan el trabajo a los chilenos». Olvidan que residen en el extranjero más de un millón de chilenos, desempeñándose en diversos oficios, incluyendo la ocupación de «carterista internacional», donde contamos con destacados compatriotas que han extendido por Europa y los Estados Unidos nuestra inveterada fama de «amigos de lo ajeno». En cuanto al empresariado chilensis, cabría recordarles que los inmigrantes latinoamericanos –que bordean hoy el millón de individuos- producen sobre los salarios un «positivo efecto regulador», porque suelen trabajar por remuneraciones precarias, incluso por debajo del sueldo mínimo, lo que favorece su vil explotación, como hemos apreciado a través de recientes documentales periodísticos.

Por supuesto que en estos juicios ramplones hay una fuerte carga de xenofobia y discriminación clasista, patentes o a menudo veladas en nuestra hipócrita sociedad de mestizos no asumidos, uno de cuyos insultos al uso es gritar al otro: ¡Indio de mierda!, como si con ello reforzáramos nuestra condición de morenos, hirsutos y patojos «europeos». Y aunque nunca hayan leído a Sartre, estos especímenes concluirán siempre que el infierno son los otros.

Hay quien afirma, con mucha razón, que más que un odioso rechazo al extranjero inmigrante, el fenómeno deviene en aporofobia, «fobia o repulsa extrema hacia el pobre». Claro que sí; nadie va a discriminar a musulmanes ricos (de Arabia Saudita, Yemen, Emiratos); ni siquiera Donald Trump. Por el contrario, se trata de respetables aliados a quienes hay que prodigarles agasajos y reverencias.

Cuando reviso y reescribo esta crónica, publicada hace dos años, pero de aguda vigencia hoy, sabemos de la creación de agrupaciones y movimientos racistas antiinmigrantes, que exhiben los añejos presupuestos del nazismo y del fascismo, reflotados ahora en algunos países de Europa, llamando a «defender Chile», difundiendo consignas e imágenes gráficas centradas en una metralleta, llamando a enfrentar en las calles a los desarrapados «invasores». El Gobierno de Piñera nada dice al respecto; para sus adláteres, el terrorismo amenaza desde los liceos emblemáticos de la educación pública o de las comarcas donde malviven los Mapuche. En cuanto a los inmigrantes, impulsan nuevas leyes para coartar su ingreso o para expulsarlo, sobre todo si proceden de Haití. A Piñera, como a su admirado Trump, le gustan «blanquitos».

Y tú, amigo lector, seguro que tienes genes migratorios en el alma de tus células y que padeces esa oscura nostalgia de la imprecisa patria remota, síndrome universal del paraíso perdido. En cuanto a mí, cada vez que mis pasos de viejo transeúnte se encaminan por la única callejuela del casal de A Touza, Santa María de Vilaquinte, al sur de Lugo, en la vieja Galicia, noroeste del Estado español, sé que me toparé con un hermano desconocido, perenne emigrante como yo, es decir campesino o poeta peregrino de todas las latitudes.