La cantidad de bióxido de carbono liberada en la atmósfera, el papel fundamental de las selvas y bosques en la producción de oxígeno, el equilibrio ecológico y climático que el ecosistema de la Amazonia representa, la biodiversidad de flora y fauna, el peligro eminente de recalentamiento global.... todo estos motivos explican que los problemas de incendios incontrolados de grandes áreas forestales hoy en Brasil, como en otros lugares en general, sean un problema de carácter global, que supera las fronteras y se conviertan en responsabilidad mundial.

Los pocos dineros puestos a disposición por el G7 no son un acto imperialista ni colonialista, que coarta la soberanía nacional de Brasil, sino una demostración de preocupación y responsabilidad común. La Amazonia no es Notre Dame, pues la iglesia no pone en peligro a toda la humanidad, a pesar de un verano de temperaturas récord en el hemisferio norte. Jamás antes en la historia de la humanidad la sensibilidad sobre la posible tragedia climática ha sido tan grande. Muchos países y, entre ellos, los de la Unión Europea, se han comprometido a reducir la contaminación ambiental y pasar progresivamente a una económica verde, reduciendo a un mínimo las emisiones de bióxido de carbono.

Razonando así, llegamos a un problema, que supera la soberanía nacional. La interdependencia en relación a los equilibrios ecológicos y climáticos responsabiliza todas las naciones y toda la humanidad y siendo así, ni Bolsonaro ni nadie tiene derecho a quemar la Amazonia. Más aún, tenemos la obligación de defenderla conjuntamente a toda la comunidad internacional. Un incendio de estas proporciones e implicaciones no es un problema local o nacional y la defensa de los recursos naturales en general: mar, bosques, agua, selva, glaciales, fauna de los polos y zonas tropicales, es un problema mundial y todos estamos obligados a reaccionar. Más aún si esto implica el exterminio de pueblos aborígenes y su hábitat natural.

La emergencia de los problemas ecológico-climáticos, la dramática reducción de la diversidad de fauna y flora, junto a la protección de los mares, nos obliga a un nuevo orden mundial y a una nueva moral. El mundo es uno, el respeto al ambiente es un deber moral, la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero es perentoria y es hora de actuar. La retórica del negacionismo ante el desastre ambiental es un crimen contra la humanidad y el paso que tenemos que dar es la creación de una guardia global del ambiente en el sentido más amplio de la palabra, que pueda intervenir directamente en caso de emergencia y además urge definir una ley ambiental a nivel mundial.

No, señor Bolsonaro, la Amazonia no es un problema nacional porque afecta a toda la comunidad internacional. Los incendios discrecionales de grandes áreas no están permitidos y son un delito imperdonable, que no se puede ignorar ni perdonar. El mundo, la humanidad, tiene que aprender a poner la vida en el primer lugar y considerar un crimen todo atentado en contra de las personas, fauna y ambiente, que no se pueden esconder detrás de una frontera artificial o ser justificados por un gobierno nacional, que emite leyes que permiten a las industrias ganaderas quemar bosques para sembrar forraje. Hay una ley, una obligación moral que es superior a la ley local y esta incluye el respeto al planeta, la ecología y la diversidad.

La Amazonia es el altar por excelencia de esta nueva realidad.

Muere el Amazonas,
muere la selva y el río.
Muere el pulmón del mundo,
el aire y también el respiro.
Muere la tierra y su pulso,
muere con el corazón herido.
Muere la fe en la vida
y agoniza el sueño perdido.
Muere la humanidad toda
en las llamas del olvido.
Muere en el fuego insolente
de un infierno de egoísmo.
Muere el Amazonas en su tumba
sin lágrimas desbordando el río.
Muere bajo un cielo verde florido
el último paraíso nativo.