Nadie medianamente inteligente y que se detenga unos cinco minutos al día a reflexionar sobre su existencia, sobre el medio físico y anímico en que esta se desenvuelve, puede llegar a la confiada y confortante conclusión de que vive en un ámbito seguro donde los peligros que acechan al resto de la humanidad no pueden, ni por asomo, arañar la pompa de cristal en que su vida se desenvuelve.

Nada más ilusorio y ridículo que creernos el ombligo del mundo, que suponernos intocables o, por el contrario, refugiarnos en el convencimiento de nuestra insignificancia para convencernos de que nadie se fijará en nosotros, ni siquiera para hacernos daño, o de que nuestras acciones poco pueden influir en los demás y, por lo tanto, estamos excusados de intentar «mejorar el mundo». Muchas son las fuerzas, los elementos que inciden sobre cada uno de los segundos que conforman un día, una hora, un minuto de nuestro tiempo.

Con frecuencia tendemos a «echar balones fuera»: la culpa de todos los males que nos acechan y que padecemos nunca es nuestra, sino de los demás. Y, puestos a buscar culpables, entre más lejos, mejor. De alguna manera, aunque solo sea inconscientemente, la lejanía de la causa nos libera de la responsabilidad de exigir y buscar soluciones, de ahí esa típica convicción de que el mundo anda mal pero nosotros nada podemos hacer para remediar tal situación. Y es que solemos pensar, aunque no nos demos cuenta, que el mundo lo constituyen los demás: los demás alejados, como seres de otra galaxia, a la que somos ajenos.

Si concebimos la sociedad más inmediata, por ejemplo la de nuestro país, la de nuestra comunidad autónoma, la de nuestro pueblo o ciudad, como un conjunto de esferas que girasen de modo simultáneo y concéntrico alrededor del individuo, encontraríamos que en una de las esferas más externas, envolviendo y condicionando en gran medida a las otras, se encuentran nuestros gobernantes junto a una larga serie de opositores, seguidores y chupatintas. Ellos, que tienen la enorme responsabilidad, la obligación de gobernar en beneficio de los ciudadanos, parecen olvidar muy a menudo que no son los amos, sino los servidores del pueblo que los eligió libremente (porque ellos se ofrecieron para ser elegidos).

Generalizar no es justo, es cierto; hablemos pues de la existencia de una significativa mayoría de políticos que emplean una importante proporción de su tiempo, su inteligencia, su energía y el dinero del pueblo, en dirimir luchas internas que podrían poner en peligro su mal entendido puesto en el poder; porque el poder engancha más que el dinero y el sexo, ¡y de qué manera! Tan entretenidos están en impedir que el otro le ponga la zancadilla, que no reparan en las negligencias, los abusos que se producen en escalones más bajos dentro del funcionariado del poder. Quizá, entre más descendemos más olemos, pero este olor, milagrosamente, parece no ser percibido por las pituitarias de los de arriba.

Dejemos a los políticos, de algún modo tenemos lo que nos merecemos, puesto que los consentimos.

¿Qué hay del afán insano de acumular dinero sin importar los medios? Ya lo decía Quevedo: Poderoso caballero/ es don Dinero. El dinero es bueno, sería una estupidez afirmar lo contrario. Lo que no es bueno es, repito, pretender conseguirlo sin sentir el más mínimo pudor para obtenerlo a cualquier precio. En esos casos, tan poderoso es que no tiene conciencia, porque la conciencia podría suponer un obstáculo en su frenética carrera. Las multinacionales no tienen alma, solo cifras y las cifras no entienden de salud ni de sufrimiento ni de dignidad humana ni de derecho a la vida.

Podemos pensar de inmediato en la industria armamentística, en las multinacionales farmacéuticas y en «el lucrativo negocio del fútbol»; en los medios de comunicación que se dejan comprar; en los que explotan el trabajo de niños y niñas; en las redes de pornografía infantil; en las mafias de la droga; en el terrorismo político y religioso tras el cual se esconde, a buen seguro, el dinero; en la corrupción existente en los países del llamado tercer mundo y en cómo el llamado primer mundo coopera manteniendo y lucrándose de esa corrupción; en los grupos xenófobos y en los que provocan y dominan a estos grupos y a otros incontrolados (como los humanos animales a los que pagan por ofrecer su despreciable espectáculo en los partidos de fútbol).

El fanatismo está servido; nos lo sirven incluso a domicilio, a través de La Red. Pero nosotros ¿estamos realmente «desamparados ante tanto fanatismo»?

Dejemos estas y otras grandes esferas del despropósito; también si existen es porque las consentimos. Descendamos a nuestra propia esfera, a nuestra parcela de ser humano cargado de derechos, pero también de deberes. ¿Por qué suministramos alcohol y permitimos la entrada en discotecas a los menores de edad? ¿Por qué no cuidamos el medio ambiente, el espacio que tengamos más cercano? ¿Por qué no cumplimos las normas mínimas de convivencia que regulan el ruido, la seguridad de los edificios, la limpieza de los espacios públicos y maltratamos a los demás, por ejemplo, con las heces de nuestros perritos y los esputos de nuestras gargantas? ¿Por qué no velamos por el cumplimiento de las leyes? ¿Por qué no protegemos los derechos de la infancia? ¿Qué hay de la dignidad humana?

Descendamos aún más adentro de nuestra esfera individual, la que nos pone en contacto con familiares, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. ¿De veras creemos que cualquier acto de cobardía, egoísmo, menosprecio y crítica malintencionada con respecto a las personas más cercanas a nosotros no repercute en el resto de la humanidad?

Imaginemos el mundo como un conjunto de ondas que se expanden y surgen desde un centro común que perteneció al principio a la primera onda. ¿Tan ingenuos somos que creemos que nuestras ondas, «nuestras malas o buenas vibraciones», no se propagarán?

Lo queramos o no, nuestra condición humana nos hace cómplices y víctimas de la Humanidad. Vuelvo a adueñarme para la ocasión de unos versos de Quevedo y les invito a todos ustedes a participar de ellos: No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca, o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo.