Una coalición de varios países intenta someter a uno solo y débil. Destrucción, masacres, hambrunas, uso de armas vedadas, fragmentación, odios sembrados. Y, contra todos los cálculos, la guerra de vuelta. Los poderosos se tornan frágiles; la inseguridad cuesta tanto como la ambición. Una única alternativa después de cinco largos años de bombas y crímenes: la paz, en medio de los escombros, que nunca perdona a los culpables ni exime a los cómplices. Este es el primer artículo de una serie de tres a través de los cuales intentamos arrojar un poco de luz sobre un conflicto atroz, silencioso y olvidado por Occidente.

Primera parte: el silencio

Ninguna guerra es justa, si por justicia entendiéramos algo de derecho y un tanto de razón. Pero unas gozan de mayores niveles de injusticia que otras. Desde luego, del mismo modo que no hay guerras justas, no las hay justificadas. Y las menos justas entre las más injustificables, precisamente por eso, son secretas. O se intenta con mutismos que lo sean.

La guerra callada conviene a los invasores no solamente por mantener en reserva la ferocidad de los métodos, lo que cuadra de maravilla, sino también porque esconde, como ninguna otra, las auténticas intenciones de la ocupación. O eso suponen los asaltantes.

Un deslustrado lustro

Yemen ha soportando, durante poco menos de un lustro, una guerra feroz, inhumana, cruenta, irracional, ilegal, pérfida, en silencio. Docenas de vocablos, superpuestos o compaginados al gusto, no explican la dimensión de esta tragedia ignorada.

En su campaña de boicoteo al plan guerrero de Arabia Saudita, el grupo de mujeres de Codepink (2019) se refiere al verdadero destino de los bombardeos sistemáticos: «Es hora de cortar los lazos con un régimen que arroja bombas sobre los escolares yemeníes, hospitales, mercados, residencias, incluso, en bodas y funerales». Y contra mezquitas, y autobuses, y parques, y cualquier esquina. No ha habido límite.

La enumeración de las estadounidenses es exacta, aunque sus sucesivos Gobiernos, ni que decir tiene, no le prestan ni prestarán atención al reclamo, ni cortarán lazo alguno con la monarquía del Golfo. No hablamos de una atadura que fastidia, sino de un cordón umbilical para intercambiar sustancias nutritivas: petróleo por dólares, dólares por armas, y sangre.

Casi cinco años consecutivos van de esa guerra desbocada si contamos desde 2015, en el trance de la invasión confeccionada por los sauditas y asistida por sus coligados, nueve países de Medio Oriente y África. O unos años más, desde 2011, haciendo el cálculo a partir de la guerra civil desatada con las revueltas que tumbarían al dictador Ali Abdullah Saleh. O aún más de cuatro décadas, desde 1978, agregando los treinta y tres años de violencia y represión del aludido autócrata.

Y si de gérmenes profundos se trata, hilando fino en el entramado de los anales, desde muchos siglos antes, pues Yemen, en su totalidad o a partes, ha sido un disputado cruce de caminos, y un tire y afloje de siglos entre imperios nacientes y en declive.

Paraje remoto de los califatos árabes, predio de enfrentados linajes, posesión de ruines dinastías locales y presa de las recién llegadas, botín de los portugueses, frontera caliente del Imperio otomano y de sus bajás egipcios, colonia de la Corona británica y protectorado inglés, y hasta una comarca de la Commonwealth. Un lastre de secesión y rupturas que se redondearía con el invento de dos países, un Yemen del Norte y otro del Sur, al final reunificados a la carrera. Sea lo que fuere, como de costumbre, lo nuevo jamás es fresco, y la guerra actual se cimienta en la confluencia de esas viejas iniquidades y divergencias.

Las culpas no se exculpan

La de Yemen es otra guerra fuera de foco en una sociedad que se escandaliza cuando el espejo de una película menor, Joker, la desmenuza en su pacatería y maldad, y que no se inmuta frente al cañoneo de moradores inermes o el continuo aniquilamiento de localidades enteras.

Una catástrofe con terminación, algún día, en esa línea horizontal, monetaria y judeocristiana del tiempo que va a dar a la sepultura coloreada de la Historia Universal. Y un rencor sin final en los miles de millones de instantes de sufrimiento que no deja de trazar la barbarie en los yemeníes. Las profundas y lacerantes líneas verticales de las épocas, que al nadir pueden ser la frustración de un pueblo y en el cenit alientan su insurrección y la lucha popular.

La narración del desastre persistirá en sus omisiones, si hay suerte, o irá al mayor falseamiento y la criminalización de una nación, si es lo que beneficia a los poderosos, que no son, precisamente, los yemeníes. El dolor, en cambio, se siembra en las entrañas de quienes lo padecen. Y es eterno en las familias.

Pero esa es otra guerra, potente e ineludible, todavía sin comienzo: la de las venganzas vecinales, tribales, ficticias o quizás no tanto, la cual alentarán de nuevo, en un ciclo perverso, esos resentimientos internos y las pretensiones foráneas.

El hecho mediático goza de la deleznable consistencia del cristal. El padecimiento es consistente y durable como roca, y de la roca más dura han vuelto millones de corazones en esta conflagración. Cuestión que no quieren saber quienes acometen los desmanes con aparente impunidad. Aparente, sí, porque creen, quizás, que todo se exculpa. Y así puede ser, con excepción de la culpa misma. Un simple vistazo al anecdotario doméstico, que nada tiene que ver con teorías del ámbito jurídico.

La hambruna desmedida no mediada

La de Yemen no es una más de las tantas guerras olvidadas del mundo. No se olvida lo que nunca se tuvo en consideración. Occidente miró para otro lado cuando los miembros de la casa Al Saúd con su colección de mentiras y su trabazón de oportunistas llevó a cabo la infame agresión.

El bloque militar ha estado liderado por Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), aunque estos redujeron su protagonismo desde julio, y ha incluido la participación de Egipto, Jordania, Qatar (hasta 2017), Marruecos (hasta 2019), Kuwait, Sudán y Bahrein. Al amparo y con el respaldo de Estados Unidos y Reino Unido, ¡cómo no! Concurrencia macabra de los atrevimientos imperiales y los intereses del capital.

2015 fue un año difícil para Yemen. En un suelo donde las tormentas son esporádicas y débiles, y, por lo general, de arena y polvo, aquel año hubo dos de otra naturaleza. Las de arena han sido aliadas de los yemeníes, puesto que aminoran la visibilidad e incrementan el riesgo de accidentes durante el despegue y el aterrizaje de los bombarderos del reino saudita. Estas, por el contrario, fueron bastante dañinas.

En noviembre, una tormenta tropical se convirtió en el atípico y devastador ciclón Chapala, el más robusto en las inmediaciones del golfo de Adén, que afectó a miles de familias y ocasionó cientos de desplazamientos. Ir a recoger los paquetes de ayuda o recibir atención médica eran tareas tan riesgosas como permanecer en medio de las inundaciones y las rachas de viento debido a otra tormenta precedente, mucho más lóbrega, que ya había hecho estragos y desolado a Yemen desde el infeliz miércoles 25 de marzo de 2015: la Tormenta Decisiva, la operación de Arabia Saudita que le abriría paso al genocidio.

No muchos en el reino caen aún en la cuenta del yerro de aquella invasión, pero alguien se percató entonces del disparate cometido con el nombre, y recurrieron pronto a uno de mejor reputación: Restaurar la Esperanza. Una insólita esperanza que, a pesar de los suplicios infundidos, fue restaurada en los invadidos con el paso del tiempo, y que se volvió desesperanza para los invasores.

Ha transcurrido un largo lapso en el que ninguno de los bulliciosos medios dominantes vio ni dio aviso de la masiva irrupción contra el país más pobre de una península de adinerados o de las atrocidades cometidas contra la población (Sdenka, 2017). Crímenes de guerra reiterados, empleo confirmado de armas prohibidas, incesante violación del derecho internacional humanitario, hambrunas estremecedoras, mortíferos brotes de cólera: desapercibidos.

Hambrunas que nadie conectó con la «escasez generalizada de alimentos» (RAE, 2018) que en realidad ha sido la ausencia generalizada de todo. No es que a nadie no se le ocurriera darse por enterado de dónde queda Yemen en el mapa o qué supone el diccionario acerca de lo que es una hambruna en estas fechas. No es fácil para los periodistas acceder a los escenarios de conflicto, sobre todo, en el caso de una guerra soterrada, pero, sin duda, tampoco había un solo canal de televisión o portal informativo que no supiera cuáles salvajadas pasaban detrás de sus encabezados frívolos.

Lo que pasa es que los diversos frentes de la guerra -los medios son uno estratégico y preponderante- tienen un asunto clarísimo: expresar con ambigüedades lo que no hay que decir. Así han obrado los grandes conglomerados de comunicación occidentales en el caso de Yemen, y es lo que muestran con pasmosa resolución: nada.

El odio en tiempos del cólera

¡Hambrunas!, sí, para muchos inadmisibles en los adelantados momentos que corren del siglo XXI. Pero el tiempo no siempre se desliza de atrás para adelante. Ese arduo acertijo fue más o menos resuelto desde el albor de las primeras civilizaciones.

Poco o nada separa, por ejemplo, los asedios del medioevo europeo de los emprendidos o secundados en nuestros días por los mismos europeos, o por sus aliados, como la Arabia de los sauditas, país que tanto se asemeja al señorío feudal europeo donde un exiguo grupo de jeques pastorea su rebaño de pozos petroleros. Poco o nada diferencia la barbarie de las periferias de ayer de la justicia a la medida que caracteriza al civilizado contemporáneo. Y de ayer u hoy, promovidos por este o aquel, el de Yemen es de los peores cercos y de los más despiadados.

Una agencia de ayuda, citada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) (UN News, 2018), estimó que ciento treinta niños morían cada día de hambre y enfermedades extremas al final de 2017. Es decir, alrededor de cincuenta mil al año. Son cálculos hechos con base en las muertes registradas, que son una fracción, a lo mejor, mínima.

¿La razón? Si acaso, la mitad de los establecimientos de salud funcionan; más de setecientos fueron cerrados. Los que operan lo hacen sin recursos, con personal insuficiente. Y la pobreza es tal que un buen número de yemeníes no tiene cómo acceder a ellos. Así que la muerte, como la generalidad de la guerra, permanece oculta. La intensa guerra invisible afuera, en las calles; los muertos sin registro en los patios traseros de los hogares.

Junto a la hambruna, el cólera, la difteria y otros brotes infecciosos. Yemen registró, en 2017, más de un millón de casos de cólera y diarrea acuosa aguda (OMS, 2018). Entre enero y mediados de marzo del presente año hubo 109 000 casos sospechosos, y 190 muertes (ONU Noticias, 2019) se asociaron a la terrible enfermedad, prevenible, tratable y erradicable, que se propaga porque se le niega al país, inclusive, la compasión.

El amor sin sosiego de Florentino Ariza y Fermina Daza aconteció en los tiempos del cólera de una Cartagena imaginaria. El contagio de hoy en día en Yemen es una pandemia trágicamente tangible que asola una tierra de existencia comprobada y ancestral, solo ilusoria en el relato de anulación (o no relato) de los agresores. ¡El odio en los tiempos del cólera!

La primicia sin prisa

Lo cierto es que a esos medios omnipotentes, omnipresentes, con las tecnologías de la comunicación y la información de punta a plena disposición, se les pasó por alto «la peor crisis humanitaria del mundo», según la ONU (2018). Ni más ni menos.

Apenas cuando asesinaron al periodista Jamal Khashoggi dentro de la embajada de Arabia Saudita en Estambul, algunos medios se preguntaron si acaso el exaltado reino misógino y represivo de los sauditas, aparte de dinamizar las economías de casinos y lupanares de farándula de la Costa del Sol y brillar en sus titulares melodramáticos, incurriría en otras fechorías de película. No tardaron en comprobarlo; uno que otro se topó con Yemen.

Érase una vez en la que los periodistas volaron prestos con las tropas estadounidenses para cubrir su heroica guerra contra el terrorismo (Afganistán, 2001); otra vez, donde ayudaron a convencer a sus ciudadanos del embuste de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva (Iraq, 2003), y una edad reciente en la que han tergiversado y relatado hasta el sensacionalismo la guerra contra Bashar al-Asad (Siria, 2011). Pero algo distinto ha sucedido con Yemen: Coverage of the conflict [...] has been sporadic and simplistic [«La cobertura del conflicto (…) ha sido esporádica y simplista»] (Columbia Journalism Review, 2019).

El ministro de Salud del Gobierno de Salvación Nacional de Yemen, doctor Taha al-Mutavakel, en agosto, cifró en 140 000 las víctimas civiles, desde 2015 (Hispantv, 2019). La Matriz de Seguimiento al Desplazamiento (DTM, 2019) de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), estima que hay 3,6 millones de desplazados internos (PDI) (607 865 hogares) dispersos en las veintidós provincias de Yemen. Más de veintidós millones de personas necesitan ayuda humanitaria (Amnistía Internacional, 2019).

Ha habido más de seis mil ataques aéreos contra objetivos de personas no combatientes. A la fecha de hoy, 21 de octubre de 2019, después de 1696 días de «campaña» de la coalición contra Yemen, se han efectuado 20 233 incursiones aéreas. 17 100 personas murieron en 2015; 15 100 en 2016; 16 800 en 2017; 30 800 en 2018; y 11 900 hasta junio de 2019. 91 700 muertos, aproximadamente.

Las cifras de la desmesura no son producto de la inventiva: corresponden a las bases de datos del Yemen Data Project (YDP) [Proyecto de Datos de Yemen] y del Armed Conflict Location & Event Data Project (ACLED) [Proyecto de Localización y Datos de Conflictos Armados]. Dos instituciones anunciadas con metas nobles, si bien ligadas a fondos que son obvias ataduras, como la Oficina de Conflicto y Operaciones de Estabilización (OSC) del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Y ambos proyectos reciben subvenciones de la Unión Europea (Consejo Europeo de Investigación). Mejor dicho, si los datos mienten, y es probable que lo hagan, no será a favor de la exageración de las cifras, sino de lo contrapuesto, de su rebaja.

Si la agresión no cesa, los muertos podrían sobrepasar el medio millón para 2020, sostiene la ONU. La coalición, que aseguraba enfocar las medidas de cruzados crueles contra los rebeldes hutíes, está asesinado a civiles sin contemplación en su despropósito. Colapsó el de por sí modesto ingreso nacional; destruyó las infraestructuras e impide la prestación de los servicios básicos; arrasó la milenaria riqueza cultural y patrimonial, una de las más invaluables, al igual que lo hicieron los «redentores» en Irak y Siria. Y ha revertido el desarrollo humano de Yemen más de dos décadas (PNUD).

Pero las prohibidas bombas de racimo no dejaron huella, invisibles son los resultados de las masacres; desaparecen por miles los vivos y de la misma manera las montoneras de muertos. Si los medios no vieron los artefactos atiborrados de infamia que estallaban por todas partes, ¿cómo iban a notar la atroz guerra económica del trasfondo, aunque matara más que las bombas y originara semejante hambruna y pestes?