Recientemente, publiqué un artículo en contra de la identidad de género. Siguiendo el pensamiento de Lacan y Žižek, considero que no existen «identidades» heterosexuales u homosexuales y mucho menos trans o bisexuales. Si ahora las siglas del movimiento LGBT se le ha añadido un + para incluir a todos los grupos no incluidos y que crecen cada día (bisexuales que les gusta solo una raza, homosexuales que una vez al año tienen sexo con mujeres, lesbianas que solo prefieren tener sexo con mujeres ciegas y miles más de posibilidades), pues todos somos +.

La identidad LGBT de hoy día no solo se ha aliado con los sectores más conservadores del capitalismo y el comercio (financiados desde la Coca Cola hasta Amazon) sino que, en psicología, se casaron con el esencialismo, la sociobiología, la idea de que unos somos de Marte y otros de Venus y la creencia de que nacemos ya con la identidad sexual determinada.

Por esta razón, si somos «naturales», nadie debe ni perseguirnos ni discriminar en nuestra contra (claro que apoyo que nadie debe ser discriminado y que cada quien tiene el derecho de elegir su estilo de vida). Pero la censura sí nos tiene a los marxistas ortodoxos y a los lacanianos aterrorizados. Ser ahora progresista no es ya preocuparse por las reinvindicaciones de los pobres, sino salir con tu chihuahua vestida de rosa a las marchas gais, las que ahora son parte del negocio internacional. Cada identidad es una nacionalidad, con su bandera, sus colores y peor aún, con supuestos líderes que no permiten a nadie hablar de ellos ni por ellos. Cada vez que una persona escribe y no pertenece a su comunidad, es acusado de homofóbico, transfóbico o bisexualfóbico o lesbofóbico. Y esto es una destrucción social. Esta posición intolerante es neoconservadora y tan reaccionaria como la del movimiento evangélico. Se unen a los panderetas en hacernos creer que la heterosexualidad es una categoría aparte, segura de sí misma y que es la esencia contraria a la LGBT. O sea, deja sin tocar una orientación que tiene tantas «nacionalidades» y contradicciones como las de los de la LGBT. En otras palabras, la heterosexualidad no es tampoco «natural».

Veamos un ejemplo de hasta dónde llega la estupidez de los grupos de identidad.

La edición de junio de 2015 de la revista Vanity Fair presentó a Caitlyn Jenner en su portada, celebrando su coraje por haber abrazado su identidad como mujer trans. Ese mismo mes, otra mujer, Rachel Dolezal, se vio obligada a renunciar a su cargo como jefe del capítulo de Spokane, Washington, de la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color. Su desgracia fue provocada por la revelación, para sorpresa de muchos de sus amigos y compañeros de trabajo, de que no era negra. La hija de padres blancos que había crecido con hermanos negros adoptados, se casó con un hombre negro y tuvo hijos con él, Dolezal siempre se había sentido negra y había alterado gradualmente su apariencia para ajustarse mejor a esa identidad. En marcado contraste con Jenner, quien fue aclamada en la prensa por hacer la transición a una nueva identidad, Dolezal fue llamada, entre otras cosas, «una engañadora, una mentirosa y una apropiadora cultural» por haber permitido que otros creyeran que ella era afroamericana.

La profesora Tuvel fue destrozada como persona y como profesional por comparar a un hombre que se siente mujer y se hace mujer con una mujer blanca que se siente negra y que se cambió el pelo, la ropa, el acento y el maquillaje para parecerlo. Las feministas que acusaron a Tuvel adujeron que su artículo les produjo estrés postraumático y severos trastornos. El trauma que sufrieron las académicas se debía a que al comparar a Caitlyn Jenner con Rachel Dolezal, Tuvel estaba abriendo a Jenner y a las personas transgénero a una especie de contagio de desaprobación. En otras palabras, todo cambio en lo sexual está bien, pero si uno se cambia de raza, está mal.

Llegó la policía de identidad. Nada podemos hacer.