«Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su futuro ante sus propios ojos».

(Greta Thunberg)

En la Edad Media, el problema fundamental del ser humano era la salvación del alma, porque la vida en este mundo constituía solo un breve tránsito. Así, los pobres de misericordia y los pobres de menester y los menos pobres, se conformaban con lo que les había tocado, no en suerte, sino aquello establecido por la voluntad divina. Lo contrario era rebelarse contra los sacerdotes, los reyes y los nobles, a quienes había designado Dios como sus únicos emisarios y representantes en el Reino de este Mundo. Así, la Biblia, el «libro de los libros», dictado por Dios, según los creyentes, proveía fundamentos y normas de conducta tan rigurosos como inquebrantables.

La Religión era, a la vez, el dogal y la esperanza. Hasta que algunos hombres, menos conformistas e inquietos, tentados por el verdor lúbrico de la manzana o por las páginas clausuradas del árbol del conocimiento, pusieron en duda esas estructuras, quizá observando cómo los poderosos gozaban de los bienes terrenales sin renunciar a la vida eterna. Porque todo era cuestión de mantener bien cebados a los intermediarios de la divinidad en la Tierra, cuyo apetito proverbial describe el Libro de Buen Amor y otros clásicos del Medioevo, incluyendo La Divina Comedia, que inaugura el llamado Renacimiento.

El mérito de la burguesía, adscrita al temprano capitalismo que iba a suceder al mercantilismo, luego de la falacia histórica del «descubrimiento de América», fue el de abrir las esclusas al disfrute de las bondades de la vida en este mundo, junto a un desarrollo tan avasallador como esplendoroso para las clases dominantes.

La actividad económica planetaria y la infinitud de bienes y mercados. Esta nueva visión de la existencia iba a cimentarse en la expansión del valor que esas mismas capas medias y emprendedoras levantaron — y levantan y sostienen hoy como cima de la aspiración humana: la propiedad privada, que se alza por sobre todos los derechos, incluso el de la vida, subordinado a ella mediante códigos morales y jurídicos como el de la Constitución del 80, en Chile, dictada bajo la voluntad omnímoda de Augusto Pinochet, asesorado por los Chicago Boys, banda de economistas virtuosos que creó el modelo de «capitalismo salvaje», con partitura única y melodía cacofónica, que hoy nos tiene el borde del colapso, carta magna espuria desde su generación autoritaria, bajo las plumas relamidas de Jaime Guzmán y Enrique Ortúzar, texto-grillete que hoy luchamos por cambiar, contra viento y marea.

Desde esta perspectiva de sustitución, surgen infinidad de problemas o cuestiones asociados a los feroces paradigmas de su letra, haciéndose eco del controvertido lema de nuestro escudo nacional: «por la razón o la fuerza», tales como: las pensiones de vejez, las carencias en el sistema de salud pública, las precariedades de la educación, la escasez de viviendas, pero, sobre todo, la flagrante y enojosa desigualdad social, imposible de ser ocultada; ni siquiera morigerada por promesas escatológicas en las que la mayoría de los ciudadanos no cree, aun cuando existe un amplio sector adherido a credos evangélicos que aboga por el estático providencialismo y la fugacidad de una existencia sujeta al pecado y al error, provista, sin embargo, de la posibilidad salvífica y redentora para las buenas y sumisas ovejas.

Pero hoy en día el problema acuciante es otro y debiera estar por encima de todas las inquietudes cotidianas, incluso las más urgentes y legítimas, porque de su solución pende nada menos que el futuro de la especie: la degradación sin precedentes de nuestro hogar común, el planeta Tierra, el único espacio con que contamos para vivir. El Capitalismo, que algunos ilusos y trasnochados, y otros tantos sátrapas y expoliadores defienden aún, ha venido destruyendo sin misericordia el hábitat, en el afán demencial tras ese móvil perverso que llaman "índice de productividad", al que podríamos comparar con una gigantesca arma de suicidio colectivo.

Es imperativo y atingente considerar los guarismos de aumento de temperatura del planeta — entre otros factores, señales y diagnósticos —, investigados y validados por científicos de varios países del mundo, para contraponerlos al ciego afán de retroalimentar esta hidra que se fagocita a sí misma, mediante la tozudez de quienes se niegan a perder sus prebendas, como el avaro moribundo que urge a sus deudos para que cobren unos intereses que había olvidado, cuyo apremio aparece, en un postrer relumbrón de perversa lucidez.

La reacción de las jóvenes generaciones ante la gravísima crisis climática es loable, y pudiera ser esperanzadora, si los poderes fácticos de este mundo asumieran el enorme desafío y la insoslayable responsabilidad de articular medidas inmediatas y efectivas. Pero podemos apreciar los febles resultados de estas «cumbres» y convocatorias multinacionales, en donde se pavonean nuestros líderes de cartón (Piñera y otros de su ralea), sin implementar nada coherente ni significativo, puesto que siguen aferrados a lo que consideran sus propios bienes, las parcelas de beneficio en su egoísta topografía de la Tierra. Como bien expresa Greta Thunberg, hostilizada por el discurso mediático al servicio de los grandes expoliadores, con la misma actitud odiosa que califica de «terroristas ecológicos» a las organizaciones que luchan por preservar los espacios de la Naturaleza aun no diezmados:

«Por un lado, le estamos diciendo a las élites del mundo adulto que tomen las medidas necesarias para frenar el daño y proteger los derechos humanos más básicos (el derecho a la vida, a la salud y a la subsistencia) y, por otro lado, que se hagan responsables de no causar daños a las generaciones futuras».

En Chile estamos hoy conociendo hasta qué grado puede alcanzar la sordera endémica del poder. Pero esta cuestión, este problema acuciante, ciudadanos, debiera quebrarnos el seso y empeñar todos nuestros esfuerzos, si es que aún esperamos heredar algo a nuestros nietos y biznietos. Es nuestra inmensa Madre la que desfallece, sin que podamos entender a cabalidad que su muerte conlleva la desaparición inexorable de la especie.