“¡Señoras y señores, pónganse cómodos y prepárense para disfrutar del espectáculo!”. Este sería un buen comienzo para atraer a mis queridos lectores a continuar leyendo este artículo en esta época de confinamiento y aislamiento, pero se trata de un aislamiento físico ya que las redes sociales, la televisión, la radio o nuestros dispositivos móviles, nos mantienen conectados minuto a minuto con lo que ocurre ahí fuera.

Estamos viviendo un momento histórico que debería hacernos replantear el modelo de vida que hemos estado sosteniendo desde hace más de medio siglo. Ha bastado con activar el freno de mano para percibir cómo el silencio y la soledad se han vuelto a adueñar de las calles, que ahora respiran aliviadas de tanta invasión humana.

Durante la crisis económica que comenzó en 2008, asistimos al derrumbamiento de una sociedad que había sobrevivido a base de la toma de decisiones de las potencias mundiales bajo la excusa de poner en marcha varias invasiones militares en pos del oro negro, de la dominación geoestratégica y de la creación de enemigos globales. Una especie de Anticristos de la sociedad occidental representados en figuras como las de Osama Bin Laden, Muamar el Gadafi o Saddam Hussein. Tras la debacle moral que siguió a los atentados del 11-S nacieron las redes sociales, que auspiciaron la primavera árabe y que finalmente cultivaron el florecimiento de una nueva aldea global dominada por la imagen más que por la palabra.

El filósofo Luwig Feuerbach acuñaba esta frase ya en el S.XIX:

Nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser [...] lo que es sagrado para él no es sino una ilusión, pero lo que es profano es la verdad.

Ahora, después de sobrevivir a esas crisis nos enfrentamos a otra que se puede apreciar a partir del aislamiento. El papel de los medios de comunicación de masas se antoja fundamental pero desde la última crisis económica todo ha cambiado.

La democratización de la información gracias al uso de una tecnología al alcance de todos, ha alentado a que nazcan cientos de plataformas y miles de nuevos medios que han perfilado y construido su entorno informativo amparados en la libertad de expresión y que trazan su línea editorial al mejor postor y a la ideología del pensamiento único.

Esto ya sucedía antes, pero ahora, con la veda abierta, esta situación se acrecienta hasta límites enfermizos con la transmisión de información y datos a niveles nunca antes alcanzados en la historia de la comunicación.

En este entorno, la manipulación y la proliferación de las llamadas Fake News, han alcanzado su apogeo, siendo utilizadas para monitorizar la manipulación electoral, como ya sucedió con el referéndum del Brexit o la campaña electoral de Donald Trump que lo encumbró como presidente de la nación más poderosa del planeta. El objetivo no es otro que el del control y la predicción de los gustos del votante y la gestión del odio social. En definitiva: para la colonización de las almas.

Es en este punto cuando cabe recordar a Guy Debord, el filósofo francés que sembró a principio de los años sesenta una teoría reflejo de nuestro tiempo actual. En su obra La Sociedad del espectáculo Debord afirmaba: «Todo cuando vivíamos de una forma directa se alejó en una representación». Lo que Debord viene a decir es que el mundo virtual en el que vivimos hoy en día se ha impuesto a la experiencia vivida. De este modo, la imagen que se transmite en la pantalla tiene el poder de moldear nuestro pensamiento y por lo tanto nuestras acciones e intenciones.

Ya apenas se lee, la gente no se detiene a reflexionar lo que se le muestra a través de la pantalla porque los datos se transmiten a una velocidad tan vertiginosa que el cerebro no es capaz de asimilarlas. En este hábitat, nacen los discursos creados desde las cloacas de los bulos, que moldean el pensamiento crítico de las personas y lo convierten en un pensamiento unificado según la ideología. Es aquí donde la masa adquiere un discurso repetido y lo hace propio porque no tiene tiempo para detenerse a pensar por sí misma y para adaptar los datos recibidos a su propio pensamiento crítico personal.

Nos lavamos las manos y no hacemos el esfuerzo de pensar y sentarnos unos minutos para decodificar la cantidad de datos disponibles que nos han llegado a través de distintos medios, porque los datos están tergiversados y manipulados y ya nadie cree en la verdad. La duda se convierte en la gran arma del miedo y la gran mentira se convierte en la cruda realidad.

Por lo tanto, la mirada pasa a ser trabajo. El manipulador convierte estas imágenes en iconos y datos a su favor. La guerra se libra en las pantallas y las imágenes son la munición para la alienación total. Es el mundo perfecto que creó Orwell en 1984. La realidad nos ha alcanzado mientras no nos damos cuenta, y la tecnología de la cuarta revolución industrial basada en la era de la comunicación, nos lleva a un futuro controlado por la imagen.

La supuesta libertad de consumo y de expresión ha mutado en manipulación. La verdad se ha tergiversado a favor de un modelo «más democrático» de la mentira y las fake news funcionan porque la masa las ha aceptado. Aunque en los últimos tiempos se hayan creado empresas que se dedican a deslegitimar los bulos, lo cierto es que la falta de una legislación especializada para esta amenaza global permite que proliferen a sus anchas en un campo ya sembrado, en el que al lector y al consumidor común solo les interesa elegir la fake new más afín a sus propios intereses de pensamiento, sin que se deje un resquicio a la autocrítica.

No hay un control específico sobre esto. Ni siquiera en muchos de los propios medios de comunicación de masas que contribuyen a la difusión de estas noticias falsas sin que ni siquiera rectifiquen a posteriori cuando ya lo han publicado. No, no hay tiempo para eso. La imagen y el espectáculo son lo que realmente importa para que la rueda pueda seguir girando. La credibilidad ya no es el bien común supremo del periodista, por lo tanto, el periodismo ha muerto.

El consumo a distancia desde el sillón de casa sin implicación o sin adentrarse en ir más allá de la información que se consume, ha moldeado el concepto que teníamos de Opinión Pública. Hoy en día tenemos dos opciones: Ignorar lo que pasa a nuestro alrededor refugiándonos en nuestro propio individualismo para sobrevivir a una mentira volátil, o ser partícipes de la cadena de difusión.

Volviendo a Guy Debord, en 1960 el filósofo ya dejaba entrever que la vigilancia podría ser más peligrosa si hubiese máquinas para analizar el interés de la masa en las informaciones que publican los medios. A día de hoy esa posibilidad ya es real y tiene nombre propio:algoritmo. Datos y más datos que gestionan empresas como Facebook y multinacionales afines que las venden a otras empresas y organizaciones gubernamentales para crear un perfil de cada uno de nosotros ya convertidos en un producto con el que mercadear. Transformándonos a todos en mercancía.

La imagen es la mercancía fetichista con la que trafican las redes sociales. Disfrutamos consumiéndola como un efecto placebo. Pero cada vez más, ese consumo dura menos y necesitamos volver a consumir para encontrar a nuestro yo alienado que vive y motiva que la diferencia entre lo que se ve y lo que se siente acreciente esa necesidad de consumo. Así florece el culto al ego digital. Su máximo exponente es el selfie, en ocasiones acompañado de frases motivadoras o filosóficas «compradas» en cualquier meme viral que circule por la red. Surge el ansia de exponerse, de contarlo todo, de demostrar lo que nos hace felices y de qué somos capaces, de enseñarle nuestro culo al mundo, de formar parte de la imagen, de convertirse en un icono donde reflejarse y donde otros se reflejen.

Nuestra vida se convierte en un Gran Hermano en directo durante veinticuatro horas. Nos mostramos a la hora de comer, a la hora de ir a la playa, a la hora de disfrutar del tiempo libre, en los minutos antes de irnos a dormir e incluso en nuestra hora más íntima. Nuestro cuerpo se convierte en una mercancía sexual, los desnudos campan a sus anchas. Ya nadie tiene miedo a ser devorado o a ser juzgado porque la imagen lo domina todo. La imagen es la que lo condiciona todo, la imagen es la reina de la fiesta. Le entregamos nuestro bien más preciado, aquel que hasta ahora parecía inviolable: nuestra intimidad, nuestra privacidad.

Nuestra vida se convierte en una conquista para los demás. Ya todo el mundo sabe lo que queremos que sepan, sin apenas pararnos a reparar el daño que nos pueda hacer con respecto a nuestra credibilidad como personas. La decadencia de Occidente era eso. Nos convertimos en estrellas mediáticas de nuestros followers y todo lo que podía salvarnos pasa a ser del dominio público a utilizar como un mero entretenimiento.

Mantenerse en un estado de ánimo concreto. Ese es el fin del entretenimiento. Por eso queremos pensar que el entretenimiento es cultura, pero nada más lejos de la realidad. El consumo rápido de contenidos nos transforma en una pieza más del engranaje. Los productos de masas, de consumo rápido se multiplican proporcionalmente al tiempo que nos distraen. Ya no disfrutamos del contenido. Nuestra meta es devorar cuanto más posible. Todo se pasa por alto. Un dato: Sólo en el 2019 se rodaron en Estados Unidos más de 500 series. Posiblemente, una persona no llegue a ver tantas en toda su vida.

Participamos de forma colectiva en las distintas plataformas que acumulan nuestros datos, firmamos contratos a diario siendo conscientes de que no nos importa ceder nuestros derechos con tal de estar entretenidos, de tener acceso al mundo virtual para dejar atrás el cruel mundo real. La vivencia en primera persona queda relegada a la de la tercera persona escondida detrás de una pantalla.

Se diseñan plataformas como Netflix, Amazon, HBO etc... Que hacen del entretenimiento un negocio. Los productos de consumo rápido y basura campan en un enorme campo de posibilidades que «matan» nuestro tiempo. El producto más visto de la semana pasa a ser trending topic para ende, del consumo en masa, sin que realmente importe su contenido o su valor crítico, moral e incluso intelectual, sino su valor como tendencia.

Debord va más allá y afirma:

La condición para que se dé el espectáculo es que exista la masa, [...]. La condición para que se de esa masa es el aislamiento.

Efectivamente, el espectáculo reúne a los aislados. Es el miedo a sentirse solo en una sociedad hiperconectada. Y como también decía Debord: «El espectáculo es el guardián del deseo que tiene la sociedad moderna de dormir».

Lo cotidiano se convierte en espectáculo, en el paraíso de nuestra existencia, cada día debemos aparecer, debemos dar sentido a lo que hacemos. Aunque sea publicando un tuit, o una imagen en Facebook o un selfie en Instagram. Es la religión del éxito inmediato.

Queremos ser estrellas, salir del anonimato y entregarnos a esa sociedad comunicativa virtual en la que si no apareces, estás muerto. Ahora poseemos la oportunidad de codearnos con los famosos llegando a sus altares de una manera rápida y eficaz aunque para ello tengamos que perder nuestra dignidad. Es tan enfermizo que también usamos los filtros que no predisponen esas mismas aplicaciones para aparentar ser personas que no somos.

Hoy el papel de las celebrities del cine o la televisión está siendo suplantado por los youtubers e influencers, que crean su marca personal a cambio de convertirse en personas anuncios y en la mercancía que alienta la sociedad espectacular.

Es un nuevo proyecto de vida low cost que con una buena gestión nos puede acarrear muchísimos beneficios sin apenas salir de casa, sin más esfuerzo que el de crear el contenido más entretenido o espectacular que esté a nuestro alcance: menos es más. La anécdota cobra énfasis y se convierte en la moneda de cambio para enfatizar un producto que en otro tiempo no hubiese tenido nada de interés.

Por lo tanto el estatus mediático digital que tengamos brilla con luz propia y forma parte de una mercancía libremente elegida por nosotros. Pensamos que si compartimos seremos libres y formaremos parte de la red de personas de interés. Pedimos una y otra vez ser «etiquetados» más allá de un hashtag, mientras las grandes corporaciones moldean tu perfil para venderte cosas que luego comprarás y que tú mismo publicitarás gratuitamente. Es la jugada perfecta a bajo coste.

Al mismo tiempo queremos destacar sobre los demás para sentirnos mejor sin apenas intuir que cada vez que lo hacemos formamos parte de la masa. Ya todo es lo mismo. Ya no nos distinguimos porque lo que hacemos es copiar las actitudes de los demás. Luego aparece la ansiedad por ser productivos, por tener que hacer algo para dar significado a nuestra vida y no salirnos de la rueda de esa vorágine social. Copiamos el mismo patrón de comportamiento pero seguimos vacíos.

«Todo lo que es bueno aparece», dice Guy Debord. En este sentido, el significante y el significado han pasado a ser lo insignificante y lo insignificado.

Vivimos en lo nuevo. Lo de ayer ya no vale a favor de un presente perpetuo. Por lo tanto ya no somos dueños de nuestro tiempo. El espectáculo se apropia de él sin que nos demos cuenta. Nuestra elección de tiempo delante de la pantalla para consumir imágenes ya forma parte de nuestra vida. Todo ese tiempo invertido ya no se podrá recuperar. Habremos vivido mirando a una pantalla casi el mismo tiempo que habremos invertido en dormir. El algoritmo es el sueño de nuestro tiempo, el que nos moldea para ser vendidos al mejor postor alimentando la industria global de los datos. El tiempo que hemos estado conectados nos ha desconectado.

En estos momentos de confinamiento, deberíamos parar y analizar en qué invertíamos nuestro tiempo antes de la pandemia. Quizá nos demos cuenta de que nuestra vida era una rueda perfectamente engrasada en una rutina que nos mataba más lentamente que el virus.

Piénsenlo un poco y luego decidan ustedes mismos si el espectáculo... debe continuar.