Si hay un país en Latinoamérica que se puede confundir con el paraíso y al que, a la vez, sus demonios no han cesado de atormentar a cachiporrazos hasta provocarle alaridos de dolor, ese país se llama Colombia.

Con una extensión que equivale a la de España y Francia juntas, en Colombia, para abrazar mejor su geografía y llenarla de valles y ríos, de fértiles tierras y de espesura frondosa, la Cordillera andina se desdobla en tres — el sistema central, occidental y oriental- y, aun así, no lo consigue, pues se le escapan por los flancos las costas del Pacífico y el Caribe y extensas zonas selváticas regadas por el Amazonas y el Orinoco.

El retumbo de los nombres de algunas localidades y territorios, Bucaramanga, Cundinamarca, Barrancabermeja, Catatumbo, Aracataca -donde nació García Márquez- no expresa otra cosa que ese mundo real y maravilloso que la obra del gran Gabo logró retratar con tanta maestría.

La parte paradisiaca colombiana es fácil de describir, incluso para quienes conocen poco el país, y de imaginar, incluso para quienes nunca han estado allí pero han escuchado de sus ciudades míticas, como la bella Cartagena; de sus parques naturales, como el Tayrona; o del barrio de Santa Fe en el centro de Bogotá, cuya arquitectura colonial limita al Este con el cerro Monserrate. Desde su cima, a la que se accede por funicular, se contempla entera la gran ciudad de ocho millones de habitantes y, hacia el otro lado, el paisaje de vegetación impenetrable de la Cordillera andina que se interna por picos y collados hasta donde se pierde la vista. En ningún otro lugar he podido observar un contraste semejante entre una megalópolis en continuo movimiento y una naturaleza exuberante y llena de paz que se contemplan frente a frente, separadas tan sólo por una fina línea de inexpugnable pared verde.

Y están, claro, en esa parte paradisiaca, las gentes colombianas, agradables, acogedoras, sensuales, musicales, con ese acento cantarín inconfundible, a la vez que alegres, competentes, preparadas y diestras.

Por el contrario, lo que aquella nación ha tenido de infierno no resulta nada sencillo de entender. A lo largo de su historia republicana ha vivido escasos períodos de paz política y social. Y en la reciente, son demasiados los protagonistas de los conflictos que han asolado al país y que hacen compleja su resolución: los gobiernos, las Fuerzas Armadas -con su cierta autonomía-, los paramilitares, la oligarquía, las guerrillas -así, en plural-, el narcotráfico que todo lo permea y, por supuesto, como siempre, Estados Unidos. Y no son pocas, tampoco, las causas de las pugnas: las enormes desigualdades, la pobreza, la propiedad de la tierra, la confrontación Este-Oeste que aún pervive allí, las diferencias ideológicas, el narcotráfico…

Un momento clave para entender el despertar de los demonios que han azotado al país en su historia reciente -y recordemos que, en los últimos 50 años, debido a la violencia, han perdido la vida unas 220.000 personas- fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Gaitán, un líder progresista que contaba con fuerte apoyo popular, quien había sido rector y alcalde de Bogotá, y quien sin duda iba ganar las elecciones, murió asesinado durante el mandato presidencial de Mariano Ospina Pérez, del Partido Conservador. Nunca se supo quienes habían ordenado el crimen -el autor material fue linchado por la multitud- pero, a partir de aquel momento, el enfrentamiento entre liberales y conservadores creció imparable. Ospina decretó el Estado de sitio y cerró el Congreso. Los liberales, por falta de garantías, no se presentaron a las elecciones, y el nuevo Gobierno conservador presidido por Laureano Gómez organizó contra ellos una persecución sin cuartel. Miles de campesinos se refugiaron en los montes y organizaron su defensa. Uno de ellos, Pedro Antonio Marín, fundaría las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y tomaría su nombre de guerra de un líder sindical asesinado: Manuel Marulanda.

Por otro lado, en 1964 nació el Ejército de Liberación Nacional (ELN), al que perteneció el célebre sacerdote Camilo Torres, pionero de la teología de la liberación, quien murió en su primera acción bélica a los 37 años. Y, para acabar de complicar el panorama, un grupo de guerrilleros -Carlos Pizarro, Alvaro Fayad, Antonio Navarro, Jaime Bateman…- se desgajó de las FARC y fundó el Movimiento 19 de abril (M-19) en 1974. Así que las guerrillas colombianas combatieron durante más de 50 años contra gobiernos y FFAA, lo que las situó como las más antiguas de Latinoamérica.

En esas cinco décadas de guerra civil ha pasado casi de todo y ni una docena de Gabrieles García Márquez escribiendo a tiempo completo durante años serían capaces de superar con su imaginación lo que ha vivido la nación andina. ¿Cuántos episodios confirman en Colombia aquello de que la realidad supera con creces a la ficción? Vean:

  1. El asalto al Palacio de Justicia en noviembre de 1985 por un comando del M-19. El Gobierno decidió no negociar a pesar de que los guerrilleros se hicieron con 350 rehenes. El comando pedía que el presidente Belisario Betancur se sometiera a un juicio público actuado por la Corte Suprema de Justicia. El Ejército, apoyado en tanques y helicópteros, se hizo con el Palacio en 24 horas pero quedaron en el camino un centenar de muertos, incluyendo once magistrados -entre ellos, el presidente de la Corte-, docenas de funcionarios, trece miembros de la fuerza pública y cuarenta y dos guerrilleros. Dos militantes salieron vivas: Irma Franco, quien días después murió torturada; y Clara Helena Enciso, quien, cuando era trasladada al Hospital Militar, convenció al personal de la ambulancia de que la dejasen ir. Se exilió a México.

  2. El asesinato en agosto de 1987 de Héctor Abad Gómez, un salubrista que batallaba por la potabilización del agua y clamaba por un hospital público en Medellín. Su delito: presidir el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia. En el Comité le sucedió Luis Fernando Vélez, profesor universitario y conservador. También lo mataron. A Vélez lo sustituyó Jesús María Valle, y lo mataron también. El paramilitar Carlos Castaño reconoció haber ordenado su muerte. Lo cuenta Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos, una obra conmovedora. Abad Gómez era su padre.

  3. El asesinato, en tan sólo cuatro años, de cuatro candidatos presidenciales progresistas: en 1987, el de Jaime Pardo Leal, candidato por la Unión Patriótica, un partido cercano a las FARC; en 1989, el de Luis Carlos Galán, del Nuevo Liberalismo, quien tenía todas las posibilidades de ganar las elecciones; en marzo de 1990, el de Bernardo Jaramillo, candidato también por la Unión Patriótica; y, al mes siguiente, el de Carlos Pizarro, del M-19. Detrás de esas muertes, ocurridas todas durante la presidencia de Virgilio Barco, con mayor o menor presencia, paramilitares, FFAA, Gobiernos y narcotraficantes.

  4. El escándalo de los falsos positivos. Durante la Presidencia de Álvaro Uribe, el Ejército atraía a zonas de guerra a civiles pobres con la promesa de algún trabajo y, después de asesinarlos, los disfrazaba de guerrilleros muertos en combate. Cada cadáver se recompensaba con casi dos mil dólares y cinco días de descanso. Así se «demostraba» la efectividad de las FFAA y la necesidad de mayores presupuestos militares. Por este escándalo tuvo que dimitir Mario Montoya, el jefe del Ejército, aunque Uribe lo nombró entonces embajador en República Dominicana. Se han documentado unos 2.200 casos de falsos positivos, pero podrían ser muchos más. Esta es una de las acciones más depravadas y perversas que uno pueda imaginar; ni el gran Borges, cuando escribió la Historia Universal de la Infamia se imaginaría algo similar.

Hay muchas más historias dignas de la pluma de un Gabo que debemos dejar en el tintero, como la «Operación Jaque», que liberó a Ingrid Betancur y a tres miembros de la CIA del secuestro de las FARC; los sabotajes contra oleoductos de petróleo perpetrados por el ELN, en uno de los cuales, en 1998, se provocó un incendio que causó la muerte de 84 personas; el «Plan Colombia», aprobado durante la presidencia de Clinton para combatir el narcotráfico y las guerrillas, el cual, con un presupuesto de diez mil millones de dólares, convirtió a este país en un principal receptor de la ayuda norteamericana; o el asesinato por los paramilitares del cura Jorge Luis Mazo y el cooperante español Iñigo Egiluz, cuando integraban una comisión de ayuda humanitaria por el Chocó. Algunas de ellas han dado lugar a libros y películas, aunque falta mucho por contar; y falta también conocer a fondo las razones del papel nada neutral que mantuvo buena parte de la comunidad internacional ante la guerra civil colombiana; razones sin duda relacionadas con los intereses norteamericanos y con los de las grandes empresas europeas -y españolas- que operan en aquella nación hermana.

Algo llamativo han sido las alianzas variables entre paramilitares, Gobiernos, FFAA, Embajada norteamericana, narcotraficantes y, según el caso, las propias guerrillas. Por ejemplo, los autores intelectuales condenados por el asesinato de Luis Carlos Galán fueron un político, Alberto Santofimio, quien había sido ministro de Justicia y candidato presidencial por el Partido liberal, y el jefe del cártel de Medellín, Pablo Escobar, quien se vengaba de Galán porque lo había expulsado del Nuevo Liberalismo. Otro ejemplo: cuando Escobar, con un ejército de sicarios y a base de bombas, asesinatos y secuestros, declaró la guerra al Estado, se aliaron contra él sus rivales del Cártel de Cali -los hermanos Rodríguez Orejuela-, los cuerpos antidroga norteamericanos, la policía y los paramilitares. Otro más: el presidente Ernesto Samper y docenas de diputados contaron con recursos del narcotráfico en sus campañas, lo que está probado. Y el último: tanto las FARC desde los 70, como el ELN desde fines de los 90, recurrieron al narcotráfico cobrando impuestos o incluso ejerciendo de intermediarios entre campesinos y narcos.

Y llegamos al fin de la historia. Los intentos de pactar una salida entre las partes en conflicto son anteriores incluso a la fundación de las FARC y el ELN. El dictador Gustavo Rojas Pinilla ofreció ya en 1954 una amnistía general a los liberales alzados y ordenó un alto el fuego a las Fuerzas Armadas. Fuera del acuerdo quedaron las guerrillas de inspiración marxista porque Rojas mantuvo en la ilegalidad al Partido Comunista. Después de Rojas, liberales y conservadores se unieron en un «Frente Nacional», pactando la alternancia en el poder. Los liberales, en sus turnos, trataron de impulsar una reforma agraria para aliviar la tensión social, pero los conservadores, en los suyos, la revirtieron siempre. Quedó sin hacerse y, cuando concluyó la experiencia del Frente Nacional en 1974, en plena Guerra fría, el conflicto entre Gobierno y guerrillas era imparable: secuestros, robo de armamento, tomas de embajadas… por las guerrillas; bombardeos, represión, ejecuciones, masacres… por parte del Gobierno.

Por si fuera poco, el M-19 secuestró a comienzos de los 80 a Martha Nieves Ochoa, hermana de los del Clan Ochoa del Cártel de Medellín y las FARC mataron al padre de los hermanos Castaño, cercanos al mismo Cártel. Entonces los narcos financiaron las primeras organizaciones paramilitares que lucharían contra las guerrillas.

A lo largo del tiempo se sucedieron centenares de reuniones para buscar acuerdos de paz entre los distintos protagonistas del conflicto, con momentos esperanzadores, como cuando en 1990 Virgilio Barco -sí, el presidente bajo cuyo mandato murieron acribillados cuatro candidatos presidenciales- firmó la paz con el M-19; o cuando el presidente Andrés Pastrana se reunió con Manuel Marulanda en 1998 en busca de una salida pactada. Pero, a cada avance, alguna tragedia provocada acababa por sepultar el proceso. Por ejemplo, en 1998, coincidiendo con el inicio de las conversaciones de paz, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupo paramilitar liderado por los hermanos Castaño, asesinaron a cuarenta personas en distintos puntos del territorio; y en enero de 1999, a once más en el sur de Bolívar, a treinta campesinos en el municipio Carmen de Bolívar y a 26 personas más en el Putumayo. El mensaje estaba claro.

Tampoco desde las guerrillas se facilitaban las cosas: en abril de 1999 el ELN secuestró un avión de Avianca al que hizo aterrizar en una pista clandestina y mantuvo como rehenes a unos 40 pasajeros; en mayo secuestró a 150 personas en una iglesia de Cali…

Lo que sigue, por reciente, es más conocido. Álvaro Uribe (2002-2010), partidario de la mano dura y de no negociar con las guerrillas -recuérdese que las FARC habían matado a su padre-, ganó dos elecciones por mayoría absoluta, seguramente por el hartazgo social que producía tanta violencia. Sin embargo, Juan Manuel Santos, quien había sido su ministro de Defensa y quien le sucedió en la Presidencia (2010-2018), firmó los Acuerdos de Paz con las FARC en septiembre de 2016 -lo que le valió el Premio Nobel-. Fue una sorpresa maravillosa de esas que Colombia da de vez en cuando, pero los acuerdos, por escasísimo margen, no fueron refrendados por el pueblo en referéndum, si bien, después de diversas negociaciones y ajustes en el texto, entraron en vigor en diciembre de ese año y supusieron la desmovilización de unos siete mil combatientes.

Quedó fuera del acuerdo el ELN, una organización menos proclive a ceder en sus planteamientos y que mantiene el secuestro como arma de guerra. Esa negociación está pendiente para la pacificación del país, lo que difícilmente llevará a cabo el actual gobierno de Iván Duque, muy cercano a su mentor Álvaro Uribe. Luis Eduardo Celis, analista del conflicto armado y asesor de la Red de Programas de Desarrollo y Paz en Colombia, afirma que el conflicto solo se resolverá en un proceso de diálogo con la mayor participación social y ciudadana posible, pero cree que el Gobierno de Duque no tiene en su ADN político el interés en una negociación con el ELN. Para Celis, la paz tendrá que esperar a un Gobierno que ofrezca una negociación seria al ELN; a que se dé una dinámica de participación social, política y ciudadana que se involucre a fondo en la solución del conflicto; y a un ELN que se decida a negociar y abandone un proyecto armado que no beneficia ni al país ni a las comunidades donde opera, lo que le permitiría seguir trabajando en paz por las transformaciones sociales pendientes.

La desmovilización del ELN no es el único reto para la pacificación definitiva del país. Esperan otros dos: en primer lugar, el cumplimiento a cabalidad de los acuerdos alcanzados por Juan Manuel Santos con las FARC, entre ellos el de la propiedad y el acceso a la tierra, algo para lo que el Gobierno de Duque parece decidido a «arrastrar los pies». Pero también, que cesen de una vez los asesinatos perpetrados contra defensores/as de los derechos humanos y dirigentes sociales y medioambientales. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, entre el 1 de enero de 2016 y el 20 de mayo de 2019 fueron asesinados en Colombia 837 líderes sociales, defensores de Derechos Humanos y excombatientes de las FARC. Al Estado compete la obligación de proteger a estas personas, investigar y sancionar los delitos cometidos contra ellas y asegurar las condiciones para que puedan realizar su trabajo.

Cuentan que, después de visitar a Gabo en Colombia y recorrer un tiempo el país, Carlos Barral, su editor, dijo que, en realidad, Gabo era un escritor «costumbrista». Si en Colombia la partida actual la ganan las oligarquías criollas, tal vez las más violentas, clasistas, codiciosas y corruptas de América Latina, tan sólo comparables a las chilenas y guatemaltecas, y continúan las desigualdades, los asesinatos y la guerra, los creadores colombianos no tendrán que utilizar mucho la imaginación. Les bastará con describir la realidad violenta que se avecina: la de siempre. Pero si esta nación, de una vez por todas, es capaz de hacer realidad la paz, de construir una sociedad más justa y de convertirse, como podría, en una de las más prósperas y fascinantes de América Latina, y deja atrás su lado trágico y los demonios que la han acompañado, lo único malo que se me ocurre que podría suceder es que los escritores colombianos tendrían que ponerse a inventar.