Los partidos políticos son -casi por imperio axiomático- inseparables y obligantes componentes para la existencia de la democracia. «Sin partidos no hay democracia», se sentencia corrientemente.

Esa rotunda afirmación de «identidad gemelar» se ve de pronto impugnada mediante un casi masivo y lapidario cuestionamiento. Y como consecuencia también axiomática, siempre después de la caída de un régimen democrático, le sucede fatalmente un gobierno totalitario o populista. ¡Eso es lo que ocurre como constante común e inexorable!

¿Por qué ocurre esta suerte de degradación de la convivencia humana sustituyendo a un sistema que, históricamente suele afirmarse, es la más racional y apetecible de las experiencias de convivencia social que ha inventado el hombre?.

El prestigioso ideólogo chileno Jaime Castillo Velasco explicaba que los partidos que abandonan sus raíces basadas en los valores permanentes de su inspiración fundacional (llamados «principios doctrinarios») se ven afectados por el desencanto de sus seguidores y entran en sorpresa cuando descubren que el mensaje pregonado antes de asumir al poder es distinto al puesto en práctica cuando se ejerce el gobierno. Este descubrimiento de «amnesia o inconsecuencia» los arrastra a la ceguera de abrazar al «demagogo más carismático de turno», cuya astucia sabe aprovecharse de esa frustración o divorcio entre «doctrina y praxis». ¡Es la llamada desnaturalización de los partidos!

También el desencanto puede provenir del desajuste entre «programas» y el acelerado avance tecnológico que cambia las formas de gobernar. Claro, esta obligada nueva visión puede derivar en gobiernos tecnocráticos (a veces un tanto deshumanizados) y también en populismos demagógicos o abiertas dictaduras opresoras con convicciones o ingredientes fascistoides.

Todas estas vertientes, ajenas a la democracia plural, libre, respetuosa, justa, racional, impulsora del bien común y adscrita a la división de los poderes, tienen un nefasto motor de gran eficacia proselitista como es la antipolítica, fantasma que se ha paseado exitosamente en Latinoamérica y también en algunos enclaves europeos (Inglaterra, España y otros ejemplos menores pero peligrosamente embrionarios).

A propósito de lo atrayente que resulta la antipolítica a la actitud irreflexiva de los «desencantados», Giovanni Sartori, señala: «los políticos son populares en tiempos heroicos pero pocas veces lo son en tiempos rutinarios, cuando la política de la democracia se convierte en un confuso y sospechoso esfuerzo diario». El mismo Sartori agrega: «si la desconfianza en los políticos es general (aunque no siempre justificada) y los partidos como tales pierden su prestigio, entonces entramos en un juego que conduce a la apatía, al retiro de la política, a lo en los años 50 se llamó despolitización» (¡antipolítica!). El terreno está sembrado para cualquier andanza incierta.

En consecuencia, para no caer en sorpresas o aventuras de rápido arrepentimiento, debemos precavernos de los mágicos «encantadores de serpientes», llamados también «Mesías salvadores» o simples charlatanes. Lo inteligente es revivir la devoción democrática y restaurar la génesis valórica de los partidos políticos, elemento indiscutible y siamés de la democracia.

La pregunta obligada y lógica es ¿por qué la antipolítica se filtra con tanta facilidad en las estructuras valóricas de los partidos políticos, considerando que sus mensajes originarios despertaron una adhesión tan fervorosa que, en algunos casos, alcanzó características de abierto fanatismo?

La explicación es simple: el acceso al poder de esos partidos «doctrinarios» crea, primero, el indiscriminado ingreso de una ola masiva de adherentes que son atraídos por intereses secundarios como «obtener una pega» o gozar de algunas prebendas privilegiadas o ser atraídos por el «clientelismo» que propician ciertos caciques politiqueros. Desde luego esa «nueva militancia» es impermeable, indiferente y ajena a cualquier exigencia de carácter valórico.

Por otra parte -quizás la más grave- las «mieles del poder» y la facilidad para adquirir bienestar «mal habido» crea la conocida pandemia de la corrupción. En ese momento, los valores molestan y entran en el olvido.

Como la desnaturalización de los principios es tan grosera y evidente, surge como espuma el rechazo a los partidos y emerge la antipolítica, siempre con voceros astutos que, cabalgando en la crítica y la demagogia, se convierten en milagrosos «Salvadores de la Patria».

¡Los resultados son conocidos!

¿La solución?... a nuestro juicio, aprender la lección y refundar una democracia con partidos vigilantes y severos en la acción través de sus loables propósitos originarios. Reconstruir el esfuerzo formativo que dedicaban los partidos para mantener el mensaje fundacional que cayó no sólo en desuso sino en ser depósito de los corotos inútiles y fastidiosos.

Muchos hablan -entre los que me inscribo- refundar una democracia que incluya el valor ciudadano (democracia ciudadana), donde, fortaleciendo y modificando aspectos de los modelos de «democracia participativa» o «protagonista» (que ha tenido las fisuras por donde ha penetrado la desnaturalización), se fomente el poder ciudadano….poder que exige una participación consciente del individuo, teniendo claro sus «derechos», sus «deberes» y que la convivencia plural debe mirar siempre al interés común de todos los miembros de la comunidad y no favoreciendo a grupos sectarios que -por idiosincrasia quizás- se engendran en los partidos o en el país.

Es posible que el fuerte impacto de reflexión que está produciendo el Covid-19 19 sirva para promover una educación que discipline efectivamente la convivencia social.

¡Dentro de la virtuosa dinámica de perfectibilidad que posee la Democracia, pensamos que sería bueno pensar en los matices operativos y normativos de una democracia!