Confabulación fue uno de los terminos que más me sorprendió en mis tiempos de estudiante. El hecho que la gente «inventara» historias para crearse una realidad completamente irreal, pero sentida como tal. En muchos casos, una proyección del miedo, una manera desesperada de llenar un vacío. Estas historias alteraban la percepción y estaban imbuidas de aprensión. Muchos las llamaban paranoia delirante. Narraciones perdidas en un extremo olvidado de la mente, donde difícilmente encontrábamos referencias directas a la realidad compartida.

Cada sombra era una amenaza, la angustia se sentía en el cuerpo y esa débil conexión que nos ata a otras personas, se fragmentaba y deshacía en un mosaico de figuras sin formas, de sombras y luces por donde se esfumaba el sentido y se entraba en otro reino. El miedo se sentía en el sudor, en la palidez de la piel, en el aliento, en los ojos, en el modo de andar y respirar y miles de gritos llenaban el silencio. El mecanismo detrás de la confabulación era el de crear sentido, explicarse por qué y entender, sin comprender nada, para responder sin responder a preguntas tan simples como: qué es eso, qué ha ocurrido, qué me corroe el vientre y me mata por dentro.

Pasé meses en un hospital psiquiátrico asistiendo psicóticos y cada vez que salía y dejaba atrás la gruesa y pesada puerta de madera maciza y me alejaba, caminando por el parque, me preguntaba si en una cierta medida no éramos todos así. Y pensando en todas esas escenas, conversaciones, horas y horas en otro mundo sin lógica ni razón, sentía que la diferencia entre nosotros y ellos era solamente cuantitativa y todos, ellos y nosotros, vivíamos dentro de una historia, a veces insostenible, y mientras mayor era el miedo, menos real era el mundo que habitábamos y más desesperadamente nos aferrábamos a él como el único de todos los mundos posibles.

El miedo y la confabulación se han transformado en un fenómeno social, menos intenso y con otro nombre, pero los mecanismos son los mismos, el complotismo. Ese pintar enemigos por todas partes y anunciar cada día el final que nunca llega, pero que en nuestra imaginación es inmediato, omnipresente y omnipotente. No podemos huir, no entendemos las razones y combatimos las vacunas, globalización, mercado, tragedias, epidemias y progreso. Y esta es la psicosis de nuestros días, una patología no reconocida como tal, que vive fuera de los hospitales y carcome alma, cuerpo, carne y huesos.

En ese entonces, intentaba con todos los recursos posibles de demostrar que el mundo no era como ellos lo veían y vivían, que sus afirmaciones no estaban fundadas en los hechos y que mañana sería otro día, hasta que comprendí que el único lenguaje que entendían era el miedo. Un sentimiento sin palabras, sin formas claras que hiere y destruye y que sólo puede ser compartido en silencio. Los complotistas de hoy día han ampliado su vocabulario y lenguaje, agregando al miedo el terror y la destrucción. El ataque ha remplazado la defensa, la mentira a toda forma de posible verdad y las armas siempre las mismas: el odio, terror, miedo y desesperación, cada vez más lejos de la razón, de la lógica y de cualquier forma o intento de consenso.

La mayor diferencia entre los confabuladores de ayer y los complotistas de hoy es que estos últimos muestran además los rasgos distintivos de un tipo psicosocial.