En memoria de George Floyd, de otros cientos de miles que mueren sin cobertura mediática y los millones que seguimos con la rodilla en el cuello.


Hace tiempo participé en un espacio académico en el ámbito del derecho humanitario internacional en el cual de manera recurrente se aludía al término ‘discriminación racial’. Tal recurrencia me llevó a interpelar a algunos con una pregunta en principio elemental: ¿qué es la raza? Argumenté que una respuesta adecuada nos llevaría a comprender de qué se trata realmente la discriminación racial. En esa oportunidad no obtuve contestación, lo que me animó a buscarla de otra manera.

En este momento vuelve a mi mente la inquietud, cuando observo los acontecimientos que se han desatado luego del asesinato de George Floyd en Minneapolis, es decir, las manifestaciones en diversos puntos de la geografía estadounidense, mundial y en las redes sociales. Estas plantean y demandan la eliminación de la discriminación racial (además de otras tantas) y un trato policial ajustado a los principios de derechos humanos.

En dicha demanda está implícita la idea de raza como un hecho, lo que en el lenguaje del Derecho, podría calificarse como un falso supuesto, pues, ¿existe la raza? Juan Ignacio Pérez Iglesias, en su artículo «Las razas humanas no existen» (publicado por The Conversation en castellano), afirma: «No hay, pues, fundamento para invocar su existencia. Como tampoco lo hay para justificar, sobre bases inexistentes, otras diferencias», aunque la Real Academia Española (y seguramente la de otras lenguas) tenga una definición, producto de una añeja y reducida convención.

Oportunamente, explica el catedrático Pérez Iglesias que «el color de los seres humanos actuales es el resultado de una compleja secuencia de eventos biológicos y demográficos. No es posible delimitar biológicamente unos grupos y otros con arreglo a ese rasgo».

Ahora, ¿qué es lo que existe? Pérez Iglesias sostiene que sería la diversidad genética, la cual viene determinada por las «mutaciones al azar y por efecto de la selección natural sobre la frecuencia de las variantes genéticas en cada población, del flujo génico provocado por migraciones y cruzamientos entre individuos de diferentes poblaciones, y de la deriva genética». Y concluye diciendo que «no hay conjuntos homogéneos de variantes que permitan definir grandes grupos humanos a los que podamos denominar razas».

También existe el mito de la raza. Un relato falso que es promovido por quienes se asumen en general mejores que el resto y que esta condición les es innata, es decir están determinados biológicamente. De tal manera que hay grupos de personas que existen para dominar y otras para ser dominadas, por ejemplo. La idea de raza es más propia de la metafísica que de la ciencia, pero tiene una función social, busca legitimar las relaciones de dominación en una determinada sociedad.

La referencia más conocida de una sociedad que asumió el mito de la raza (con fundamentos seudocientíficos) es la alemana, con la ascensión del nacionalsocialismo de la mano de Adolf Hitler. Son conocidas las terribles consecuencias para la humanidad que se encauzaron por tal derrotero.

La idea de raza no solo refleja o define al que se considera superior sino también al otro, de tal manera que lo determina en la cultura de la dominación. Es concebido dentro del marco del dominador. Solo para ilustrar este concepto me remito a aquella vieja diferencia entre el esclavo y el esclavizado: el primero carece de la noción de libre albedrío, lo que lo configura sumiso, mientras que el segundo sabe que se le ha arrebatado y reconoce su derecho a luchar por obtenerlo.

Si la raza es un mito, la discriminación racial también lo es. De esta asunción surge la pregunta por aquello de lo que realmente hablamos al observar los acontecimientos en los Estados Unidos de América. Hablamos de una sociedad cuyo centro es la máxima reproducción del capital, que promueve como valores centrales la competencia y el individualismo, y que, para asegurar la propiedad en pocas manos, desarrolla e impone parámetros de discriminación en base a la clase social, condición social, capacidades, género, color de piel, religión, pertenencia a una etnia o región geográfica, entre otros. Hablamos de una sociedad donde los ciudadanos carecen de instituciones organizadas fuertes para hacer contrapeso a las corporaciones y el Estado a su servicio y que, de cuando en cuando explota, como lo ha hecho hace poco, con una chispa, que fue en lo que se convirtió el asesinato de Floyd.

Esta reflexión no solo reclama la erradicación de la idea de raza, para poder aproximarnos realmente a lo que ocurre en los Estados Unidos de América (y en otras latitudes), sino también para que no naturalicemos el determinismo biológico. Es un hecho, somos diferentes, pero la discriminación entre grupos humanos se construye y se deconstruye en la sociedad, gracias a una compleja amalgama de mecanismos culturales, sociales, económicos y políticos que, entre otras ciencias, estudia la sociología.

‘Raza’ debería ser una de esas palabras muertas o en desuso. A lo sumo, como decía Eduardo Galeano, expuesta en un museo para que las nuevas generaciones sepan en qué errores no incurrir nuevamente.


Bibliografia:

Pérez Iglesias J. I. (2019, 22 de mayo). Las razas humanas no existen en The Conversation. Recuperado de https://theconversation.com/las-razas-humanas-no-existen-117425