Julio Salazar es de Yolombó, Antioquia. En marzo cumplió los 39 años mientras estaba en alta mar, en el Caribe. Se graduó en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá como Maestro en música con énfasis en canto lírico. Es un muy buen tenor, si me permiten el calificativo —lo digo como hijo de músico y miembro de distintos coros desde la niñez (en uno de esos lo conocí)—. Ha interpretado obras de Bach, Mozart, Haydn, Händel, Rossini, entre otros. Se ha presentado en escenarios tan prestigiosos como el Teatro de Bellas Artes de Bogotá y, durante los últimos seis años, en cruceros que van a Jamaica, Costa Rica, Panamá y Colombia, por mencionar destinos recientes. Y para las líneas que siguen serán más importantes los puertos y los trayectos que realizó, en su gran mayoría, en el Marella Discovery 2, el barco en el que se presentaba para entretener a pasajeros europeos que cruzan el Atlántico en busca de playas y sol.

A finales de marzo, cuando su barco se dirigía a su parada en Panamá, se supo de un fallecido por covid-19 en un crucero de la compañía Pullmantur. El estado de alerta mundial por el virus ya era considerable y la tripulación de la que hacía parte Julio sabía de los casos en alta mar, en naves asiáticas, desde enero. El Discovery 2 se dirigió entonces a Puerto Limón para continuar con su itinerario y preparar después la llegada a Cartagena, donde Julio desembarcaría para descansar y celebrar su cumpleaños. El problema fue que durante el día de viaje que tomaba llegar de Costa Rica a Colombia les informaron que el puerto estaba cerrado. Fue entonces cuando inició un periplo que lo llevó hasta Inglaterra para poder aterrizar a Colombia en junio.

Pero para llegar a ese punto primero hubo que dejar a los pasajeros en Montego Bay, donde la compañía Tui Tours los repatrió gracias a que cuentan con su propia flota de aviones. La tripulación, por su parte, empezó a rondar o anclar en el Caribe hasta recibir instrucciones claras de qué debían hacer. Cada dos semanas podían regresar al puerto jamaiquino para aprovisionarse. Fueron dos meses así. «Seguíamos haciendo conciertos para la tripulación», dice Julio, al recordar que permitieron a los tripulantes disfrutar de los espacios que usualmente ocupan los turistas, como las piscinas, gimnasios, el bar, entre otros. El clima también era benévolo y los lugares abiertos estaban disponibles.

En ese momento no había un solo caso positivo en el barco, hasta donde sabían. El problema es que no tenían manera de realizar la prueba y la duda sobre la posibilidad de contagio estaba presente, aunque no generaba mucho pánico a bordo. El problema era que durante su funcionamiento normal el barco recibía 3.000 pasajeros nuevos cada semana y alguno podría haber sido un positivo asintomático. Por entonces, en el Discovery 2 seguían el protocolo de bioseguridad establecido en el Reino Unido, ya que de allí era la empresa. Desde inicios febrero, los británicos ya estaban en alerta por cuatro casos confirmados.

Al final de esos dos meses, el Discovery puso rumbo a Portugal para poder organizar el desembarco. Fueron seis días cruzando el Atlántico con un clima más hostil y medidas más fuertes. Julio empezó a comer solo en una mesa, al igual que sus compañeros. El ambiente se tornó más complejo en su llegada a Europa, ya que en Lisboa los casos iban en aumento, el epicentro estaba en aquel continente y los casos confirmados en otros cruceros de la compañía Marella generaban angustia: en el Marella Dream, que estaba en Gibraltar, un tripulante murió por covid, mientras que en el Marella Explorer 2 —que venía desde el Caribe detrás del Discovery 2 — hubo cuatro fallecidos, dos tripulantes y dos pasajeros. En este punto, todavía no había pruebas a bordo de ninguna embarcación, todo se sabía por los síntomas.

Dado que en Portugal el desembarque tampoco sería posible, la empresa convocó a sus barcos a Southampton, donde están las oficinas centrales de Europa. Ahí se decidió que todos los tripulantes de las cruceros de Marella debían dirigirse al Explorer 2 —el barco más grande y el de los cuatro muertos—. En Portugal ya habían intentado aquello, pero el inconformismo de las personas a bordo había logrado evitar el traslado. Sin embargo, en aguas inglesas sí se llevó a cabo el para que los otros navíos fuera a Grecia con la tripulación esencial y los estacionaran de manera indefinida.

Además de su mudanza a un barco con espacios cerrados por precaución, el panorama en tierra «no era nada alentador, porque era justo cuando estaba el pico en el Reino Unido», recuerda Julio. Aunque trataron de mantener a bordo el distanciamiento social, era difícil no cruzarse con personas en corredores no muy amplios y lugares que debían frecuentar todas las personas, como el comedor. Al mismo tiempo, parte de la tripulación seguía trabajando: personal de limpieza, personal médico y cocineros.

En el Explorer 2 Julio conoció a un doctor peruano que atendió en su momento a los enfermos. El doctor aseguraba haberse contagiado del virus, a su vez que había cumplido con el aislamiento reglamentario. Con él compartió varios momentos a bordo, porque no era posible encerrar a la gente en sus cabinas por un tiempo largo. «No es un secreto que la vida de los tripulantes a bordo tiene una cantidad de presiones psicológicas que ha llevado a gente al suicidio». De hecho, por mayo surgieron varias noticias de suicidios en alta mar. Una búsqueda rápida en Google les mostrará más de un caso. El doctor peruano logró desembarcar en Países Bajos gracias a que tenía familia allí y el Explorer 2 tuvo que viajar por combustible. Se supo a su llegada a dicho país que era positivo para Covid-19, lo que de nuevo prendió las alarmas en el navío.

Julio, al igual que sus compañeros, estaba en la búsqueda de un vuelo que lo llevara a casa. Desde su llegada a Inglaterra los compañeros de norteamericanos y europeos ya habían logrado regresar a su país. Tui, que opera los cruceros de Marella, no podía realizar dichos vuelos con sus empleados de Sudamérica y Asia porque los aeropuertos de varios países estaban cerrados. Fue entonces cuando a cada uno de ellos debió empezar a solicitar cupo en uno de los vuelos humanitarios organizados por las embajadas, lo que a su vez trajo problemas burocráticos inesperados: para poder registrar sus casos les pedían fecha de llegada al Reino Unido para cotejar con el registro que se hace en migración, el problema es que ellos no habían hecho tal registro porque no podían bajar del barco y mucho menos tenían una dirección de estancia en Inglaterra. Al final Julio logró un cupo en el vuelo humanitario del 14 de junio que llegó completamente lleno al aeropuerto El Dorado. Para tomarlo tuvo que cambiar de barco por otro de la compañía que tenía permiso para ir a puerto ese día —lo cual él considera una suerte—, ir de Southampton a Londres —presencia el aeropuerto desolado— y pagar sus 15 días de cuarentena obligatoria en un hotel de Bogotá. Por este último requisito todavía hay dos colombiano allí en aguas inglesas —digo esto cerca de la medianoche del 29 de julio.

Julio llegó a Bogotá, estuvo en un hotel del barrio el Salitre y pasó luego algunos días en el apartamento de un amigo que estaba fuera de la ciudad y no había podido regresar a la capital colombiana. En Colombia esperó un tiempo hasta que pudo conseguir un medio de transporte que lo llevara a Antioquia —para lo cual tuvo que realizar un papeleo largo ante el Ministerio de Transporte. Llegó a Medellín el 11 julio, casi un mes después.

Aunque transcurrieron poco más de 100 días desde la imposibilidad de llegar a Cartagena hasta su arribo a Medellín, Julio cuenta la historia con una noción de tiempo larga y difusa, en la que los meses se hicieron más largos. Algo que, desde mi perspectiva, es normal al estar rondando el mar o quedarse anclado a cierta distancia de tierra, aguardando siempre el momento para regresar a casa. Yo mismo me pierdo en este recorrido que, lo digo con total seguridad, me hizo querer un poco más mi inmóvil apartamento. Aún así, ya quiero salir a cine y a leer en una cafetería. ¿Faltará mucho para…?

Mejor no preguntar.