En Guatemala, luego de la Firma de Paz en 1996, alguna vez un funcionario de un organismo internacional decía con vehemencia a los consultores que estaban dando forma a un proyecto de apoyo para víctimas de la guerra que había que posicionar «muy claramente» el tema de género. «Género, género, equidad de género por todos lados», pedía acucioso. «Eso es lo que los financistas quieren oír», agregaba con un nada disimulado ímpetu. Esa insistente petición (¿orden?) abría una interrogante: el tema de género como se comenzó a posicionar para la década de los 90 del pasado siglo, ¿surge enteramente de las luchas político-sociales de las mujeres o tiene algo de artificioso?

Plantear este tema puede verse como un velado machismo que sobrevive subrepticiamente en estas líneas. La intención, sin embargo, es abrir una crítica —serena, profunda y certera— sobre mucho de lo que la llamada «cooperación internacional» impone. La opresión del género femenino a manos del masculino (patriarcado) es una más de tantas opresiones que recorren la actual dinámica humana, al igual que la económica (diferencia de clases sociales: explotación), la étnica (léase: racismo, «razas superiores» sobre «incivilizados»), el repudio de la diversidad sexual (heteronormatividad reinante descalificadora de otras opciones), el adultocentrismo, el blancocentrismo y, seguramente, más de algún otro centrismo. Luchar contra cualquiera de esas asimetrías no puede hacerse en forma independiente, desgajada, porque todas las contradicciones se anudan. Imaginemos un mundo manejado, por ejemplo, por mujeres o por personas de ascendencia africana, donde también se explote económicamente a los varones o a las personas de tez blanca: sólo sería cambiar de amo. Una verdadera revolución debe modificar todas las asimetrías simultáneamente.

El tema de género, indispensable en las luchas por un mundo de mayor justicia, es de capital importancia. Pero lo que ha venido impulsando ese peculiar mecanismo llamado cooperación internacional en estos últimos años puede llamar a confusión. Vale aquí aquello de «divide y reinarás». La atomización de las luchas sociales, en vez de potenciarlas, tiende a debilitarlas: cada quien por su lado con su pequeña parcela, logra poco. La cuestión de base no es, obviamente, «mujeres versus hombres». La actual inequidad de género es un tema social, por lo tanto, involucra a todos los géneros, al colectivo en su conjunto. Reivindicar a Lorena Bobbit no es el camino. Nos inspira en esa crítica lo dicho por la feminista comunista Silvia Federici:

No es casual que, aunque el capitalismo se base presuntamente en el trabajo asalariado, más de la mitad de la población mundial [amas de casa, trabajadores precarizados] no esté remunerada. La falta de salarios y el subdesarrollo son factores esenciales en la planificación capitalista, nacional e internacional. Esos son medios poderosos con los que provocar la competencia de los trabajadores en el mercado nacional e internacional y hacernos creer que nuestros intereses son diferentes y contradictorios... [Las mujeres] no estamos peleando por una redistribución más equitativa del mismo trabajo. Estamos en lucha para ponerle fin a este trabajo [doméstico no remunerado], y el primer paso es ponerle precio.

La lucha por la equidad de género, sin articularse con las otras luchas, puede resultar, incluso, cuestionable. En tal sentido, nos permitimos citar palabras de una incansable luchadora guatemalteca, pionera en la lucha contra el patriarcado en el país, que, por razones de seguridad, pide ocultar su nombre. He aquí extractos de una entrevista inédita donde ella plantea estos postulados.

En los 80, en plena guerra, ¿la lucha contra el patriarcado ya empezaba a ser un eje importante?

Creo que todavía no pasaba a ser tan importante en aquel momento. Creo que hasta ahorita se está reconociendo este tema. Pero no hay que dejar de reconocer que con los comunistas, los clásicos, es que primeramente se da a conocer la opresión de las mujeres. En su momento no se le daba toda la importancia, pero fueron mujeres comunistas las primeras que plantearon la opresión y la lucha contra el patriarcado. Hay antecedentes de mujeres que venían luchando desde la Revolución Francesa, o desde las luchas de Lenin, y las mujeres comunistas ya habían recorrido un camino, pero nunca se visibilizó ese trabajo. Quizá la única que se visibilizó, seguramente por sus aportes teóricos, fue Rosa Luxemburgo. Después Clara Zetkin, pero no fue tan evidente, más bien fue ocultada. O también Alejandra Kollontai, que hablaba de la sexualidad de un modo pionero, y fue una de las primeras mujeres que ocupó cargos del Estado. Nadia Krupskaya, la compañera de Lenin, que fue una educadora y así hay muchas mujeres que hasta ahora empiezan a visibilizarse y que en su momento no se las consideraba, pues se decía que no era tan importante la lucha de las mujeres. A pesar de que se tenía todo ese camino recorrido de las mujeres francesas, de las inglesas; por ejemplo, con su lucha por el derecho al voto, por prejuicios no se quiere saber mucho de eso. El tema del patriarcado es como con el racismo: son cosas que tenemos tan arraigadas que ni las reconocemos como problema […] El machismo está muy arraigado, es muy difícil combatirlo. Cuando se analiza el patriarcado una se da cuenta de que nadie va a querer perder sus privilegios. Porque los hombres, hay que decirlo, tienen más privilegios que las mujeres. Por más que digan que están de acuerdo con la lucha de las mujeres, a la hora de hacer cambios reales de actitudes, de repartir poderes, es muy difícil hacer el cambio.

Cambiar profundamente los patrones culturales es difícil, sin dudas. La transformación social cuesta con el patriarcado, con el racismo, con el autoritarismo. «Vos sos mujer, entonces andá y prepará la comida». Eso lo tenemos tan incorporado que cambiarlo es cuesta arriba. ¿Qué hacemos entonces?

Está complicado. Todos los mandatos que trae la sociedad implican esa dificultad, es difícil cambiarlos. Esas son las actividades de las mujeres y estas son las de los hombres; eso parece ya escrito y, por más que quieras hacer cambios de actitudes, tiene que haber una fuerza grandísima para lograrlo y no es fácil. Creo que tienen que pasar generaciones para que se extingan con un trabajo educativo y político continuo. Por la experiencia que se ve, no es tan fácil de cambiar […] El patriarcado hay que verlo con todas sus facetas: no es algo que solamente sea en la casa. También la sexualidad, el trabajo, la violencia, el trabajo doméstico; es todo eso al mismo tiempo. Hasta el año 85 para mí era tan difícil poder ir hilvanando cada una de estas nuevas experiencias que iba reflexionando, porque las iba conociendo y, a partir del año 85, cuando comparto las reflexiones con otras mujeres que ya lo estaban pensando, se me amplió el panorama. Creo que Cuba todavía no ha logrado definir políticas públicas de mayor impacto en la transformación de las mujeres. Las mujeres han tenido acceso a la educación y eso está muy bien, pero creo que la cultura del patriarcado tiene todavía muy arraigada sus raíces en la población, contra esto se debe seguir trabajando. Todo el movimiento de mujeres avanzó mucho en América Latina y son ellas quienes avanzaron en la lucha contra el patriarcado. Sin embargo, con esto de los lenguajes políticamente correctos ahora hay un retroceso en la lucha. Creo que se ha venido despolitizando el tema de género, se lo ha aguado un poco.

¿Por qué decís «despolitizado»?

Porque si en Cuba, con una revolución triunfante, cuesta ir haciendo los cambios necesarios, en un contexto como aquí, en Guatemala, de derecha, cuesta mucho más. ¡Cuánto nos costó a nosotras, las mujeres, el reconocimiento de la existencia de la violencia en Guatemala! Eso era algo que se tenía por normal. Con toda nuestra lucha empezaron a cambiar un poco las cosas. Empezó a cambiar un poco el marco legal y así lo empezaron a aprobar una serie de partidos; con el tiempo, con las Conferencias de las Mujeres organizadas por la ONU, fue que se empezó a reconocer la violencia. Ahora están las leyes, pero su aplicación, así como se hace, es muy deficiente aún. Todavía a las mujeres se las manipula, se las excluye; se las hace estar más interesadas en ver la tecnología o la moda y eso impide que las mujeres estén pensando en tomar conciencia de que las ven como objetos. La violencia real sigue existiendo, el golpe, la violencia económica, psicológica y también política.

Desde el 96, cuando se firma la paz, todo se empieza a inundar de cooperación internacional. Fue una avalancha de dólares y euros. Hasta se «puso de moda» el tema de género. ¿Qué opinás de todo eso?

Creo que desde allí viene la despolitización. Con esa avalancha de dinero cualquiera hacía su grupo sin ningún objetivo estratégico, para conseguir algunos fondos, solamente hablando de equidad de género como una cierta moda que se había instalado. Era un chantaje. Para nosotras fue fundamental tener a la URNG, [Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, unión de los cuatro grupos guerrilleros existentes en ese entonces] porque íbamos luchando dentro de ese marco al tener la unidad con las otras organizaciones. Teníamos muy claro cuáles eran los lineamientos dentro de ese marco. Como no dependíamos de la cooperación internacional, no teníamos la presión de responder a su agenda. El tema de la organización que propiciábamos estaba más enfocado en las necesidades y en la educación formal y no formal de las compañeras, ya que coordinamos con el IGER [Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica] la educación primaria y secundaria para mujeres y lo informal iba acompañado de lo formal. En un inicio, nos criticaron porque las mujeres estábamos haciendo lo tradicional, porque dábamos costura, dábamos cocina, pero eso era lo que las mujeres querían. Pero, por otra parte, y esto es lo importante, estas mujeres también estaban recibiendo la escuela primaria, además había trabajo ideológico a través de los cursos que se daban. Con el partido diseñábamos los contenidos, sin dejar de tener en cuenta el contexto nacional e internacional, las condiciones de la fábrica, las condiciones laborales, las relaciones familiares, las cuestiones de sexualidad, cuestiones de violencia. Fue una de las experiencias más significativas para nosotras, tener esa participación de las mujeres de sectores populares […] Después empezó la represión, principalmente en las fábricas. También el neoliberalismo iba avanzando, entonces iban desplazando las fábricas nacionales. En ese período de auge de las luchas y de la organización sindical fue que aprovechamos para darles herramientas para que se pudieran defender.

Ya pasaron años trabajándose los temas de género, por lo que puede ser pertinente esta pregunta: ¿la cooperación sirve para impulsar cambios o puede funcionar como un freno en las luchas sociales?

Siempre he pensado que sí funciona como freno. Nunca se ha logrado hacer una agenda de negociación real entre la cooperación y los movimientos sociales; en el movimiento de mujeres es una forma de control. Dan el dinero para los proyectos, pero te la pasas haciendo foros, reuniones, mientras te están controlando y después hay que entregar un informe de qué es lo que se hace, quiénes son los participantes. En realidad, es como un control dentro de la población —como una CIA metida adentro. Allí está ese control, por todas partes. Los grupos de solidaridad con los que trabajábamos no te pedían eso. En cambio, hoy te dan un almuerzo y tienes que llevar los listados de todos los asistentes; es un control permanente, y además te ponen la agenda. Siempre tiene que estar alguien de la cooperación en cada inauguración porque tienen que mostrar que financian las actividades. Todo eso le quita autonomía a las organizaciones y a veces se termina priorizando sólo lo de género, pero únicamente en este marco que te fijan; la cooperación no te permite el trabajo de clase porque lo de etnia lo hace como parte de la cultura, pero controlado. La cooperación te dice qué se puede tocar y qué no. El tema de lucha de clases salió de escena. Hoy se habla de género, pero no de clase y antes de clase, pero no de género. A nosotras nos tocó hacer esa articulación. Con el movimiento sindical nosotras articulamos las demandas de género con las de clase, así como también lo de etnia. Pero no nos dio tiempo para hacer todo lo que pretendíamos. Estábamos ante temas difíciles de tratar, de visibilizar. Queríamos hacer entender que el acoso sexual no solo se da por el empresario, sino que también se da por los compañeros trabajadores. Chocábamos ahí contra prejuicios, por eso tuvimos que ponernos a pensar y a trabajar para que los compañeros se dieran cuenta del asunto.

¿Te parece que el tema del patriarcado está suficientemente abordado en el campo del movimiento comunista o ves un déficit allí?

Cambiar el patriarcado es difícil, complicado. Para los hombres es un asunto difícil porque no quieren perder privilegios. ¿Quién quiere perderlos? Cambiar el patriarcado es cambiar relaciones de poder. Por supuesto, para los hombres es cómodo seguir manteniendo sus cuotas de poder. No es tan sencillo cambiar eso por decreto.