Se nos olvidó como era la región en 2019. La mayoría de las personas ya no creía en la movilidad social y pensaba que el trabajo no garantizaba un mejor futuro, ni siquiera llegar a la «clase media».

La COVID-19 fue como una marejada que nos hizo olvidar cómo era América Latina recién en octubre o noviembre del año pasado. Había revueltas sociales en Chile y en Colombia, y, en Ciudad Guatemala, la gente quemaba automóviles y llantas en las calles para hacer barricadas contra el gobierno. Esa América Latina sigue allí, acaso más agravada por la pandemia.

Una interesante investigación de Cecilia Guemez y Ludolfo Paramio (2020), basada en los reportes del Latinobarómetro 2019, nos recuerda cómo era nuestra región antes de la pandemia. La gente ya no creía en el futuro. América Latina era ya la región más desigual del mundo desde hacía varios lustros. Se recuperó brevemente hace algunos años, pero empezó a derrumbarse nuevamente hacia fines del 2018 y en el 2019. Lo más grave, es que la gente perdió ilusión en el futuro; la fe de que el trabajo pueda mejorar su condición en la vida. La información post-covid saldrá a fines de este 2020 y, con seguridad, será aún más devastadora.

Un dato adicional que arrojan estos estudios es que la mayoría de la gente percibe que ya no es parte de la clase media (esencial para que una democracia funcione, como dijeron Max Weber y Joseph Schumpeter en su día). Todo lo contrario, las personas sienten hoy que se desmoronan, que su vida está sostenida con alfileres y que, en cualquier momento, pueden caer en el abismo insondable de la pobreza o en el limbo económico de quienes trabajan mucho y no logran avanzar. Quienes, después de salvajes jornadas de trabajo, llegan a fin de mes apenas con lo justo o, más bien, sin lo justo. Para la mayoría de las personas (casi para el 85% de la población) el trabajo ya no garantiza nada. Ni mejor futuro, ni mejor vida.

La región más desigual del mundo

Detrás, está la brutal desigualdad. El 20% de la población latinoamericana concentra hoy el 83% de la riqueza (OXFAM, 2020) y, además, existe una pequeña minoría de superricos, el 2% de la población, que concentra casi el 40% del dinero y la riqueza de los países y paga apenas entre un 5% y un 10% de la renta, como promedio regional (CEPAL, 2019). Este es un mundo insolente, obsceno, donde se encuentra la riqueza opulenta de quien estrena un Porche Cayenne de 120,000 dólares; vive en gated communities, con muralla y guardia armado y tiene cuentas bancarias en paraísos fiscales del extranjero para no pagar impuestos. Por otro lado, apenas a cuatro o cinco kilómetros de distancia, empieza el tugurio o el «favelado» enorme de quienes viven con 4 o 5 dólares al día y no logran siquiera consumir las 2,600 calorías diarias requeridas para sobrevivir.

Ocho países latinoamericanos se encontraban ya en el año 2016 entre los más desiguales del planeta (Alvaredo, et al., 2106). Este hecho se confirmó en el mismo informe del 2018-2019. Haití, Honduras, Colombia. Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México, siendo acompañados únicamente de Suráfrica y Ruanda, como las naciones más inequitativas del mundo. Un ranking vergonzoso para un continente de ingentes recursos naturales y con bolsones de riqueza enormes concentrados en pocas manos.

Los datos de la inequidad estructural están allí. Nueve de cada diez viviendas en América Latina son de baja calidad y más del 75% de la región reside en zonas urbanas. Según proyecciones del Banco Interamericano de Desarrollo, en su informe BID vivienda: ¿Qué viene? De pensar la unidad a construir la ciudad, de noviembre de 2018, América Latina era hace dos años ya la segunda región más urbanizada del mundo, existiendo alrededor de 242 ciudades de menos de dos millones de habitantes cada una, con un crecimiento poblacional mayor que el de otros países. Detrás de este hecho, se encuentra una migración campo-ciudad, masiva, inorgánica y profundamente dañina para las sociedades. Cientos de miles de campesinos latinoamericanos abandonan el campo y la vocación agrícola, expulsados hacia un mundo urbano de segregación y pobreza, donde crecen las villas de miserias, los «favelados» y los tugurios, apostando a la informalidad laboral, a empleos de baja calidad y marginalización humana, educativa y económica.

Dos mitos se derrumban: la clase media y la vida rural

Dos mitos se le derrumban a América Latina. Por un lado, la creencia de ser aún un continente de clase media y, por otro lado, su pertenencia al mundo rural. Ambas ideas fueron siempre parte del imaginario social la región. Como dijimos arriba, la pérdida del sentido de pertenencia a la clase media es gravísima. La clase media, la cintura social, está en el centro de las expectativas sociales de cambio y superación. Es el colchón democrático de cualquier sociedad. Cuando la mayoría de las personas sienten que ni siquiera están allí, que a pesar de trabajar 40, 60, 70 o más horas semanales (en ocasiones dobles jornadas) no pueden llegar ni siquiera a mitad de la colina, empieza la desesperanza y la frustración, que es el preludio de la violencia social.

Por otro lado, la urbanización desordenada y creciente arroja dos problemas. Primeramente, el abandono del campo y la reserva agrícola, justo lo contrario de lo que hicieron los países desarrollados, los cuales tuvieron muy claro, desde inicios del siglo XX, que la idea de seguridad alimentaria era esencial no únicamente como parte de los equilibrios sociales y productivos, si no, además, como parte del concepto de seguridad nacional. Mientras los EE. UU., Europa, y prácticamente todos los países de la OCDE apoyan y subsidian directamente a sus agricultores, en América Latina la palabra subsidio es un casi un insulto para mucha de la clase política y para sus economistas de sacristía neoliberal y de consulta. El segundo problema son ciudades colmadas por millones de pobres, expulsados del campo, sin poder ser absorbidos por una industria y un sistema económico dedicado a la «economía hacia afuera», sin apoyar a las pequeñas y medianas empresas nacionales.

Desconfianza en las instituciones

En este escenario de pobreza y frustración, surge el desencanto democrático. Al observar los resultados del Latinobarómetro sobre confianza en entidades, aparecen en primer lugar las iglesias, con 63% y luego todas las otras instituciones con casi veinte puntos porcentuales menos. Le siguen las fuerzas armadas con un 44%, la policía con 35%, la institución electoral 28%, el poder judicial 24%, el Ejecutivo con un 22%, el congreso 21% y los partidos políticos 13%.

El deterioro del poder judicial es dramático. Desde 2014, año en que alcanzó un 30% de aceptación, ha disminuido seis puntos porcentuales, llegando a 24% en 2018. Desde su punto más alto, en 2006, ha disminuido 12 puntos porcentuales. Hay quince países de la región donde el poder judicial no alcanza a tener la confianza ni de un tercio de la población. Los países que menos confían en los jueces son El Salvador 14%, Nicaragua 15% y Perú 16%. Les sigue Venezuela con 18%. De manera similar, se comporta la región sobre la confianza en los partidos políticos, los cuales alcanzan un raquítico promedio regional del 13% en 2018. La confianza en los partidos políticos es casi inexistente en El Salvador con 5%, Brasil con 6% y Perú con 7%. Luego hay 13 países que tienen una confianza que fluctúa entre el 10 y el 18%.

Este es un panorama desolador, un campo yermo. Cuando la gente confía únicamente en las iglesias (en el mundo teológico y no en el gobierno civil), y en las fuerzas armadas y la policía se está oficiando la capitulación del gobierno democrático y civil.

La COVID-19 como amnesia

Escribo esta nota en octubre de 2020, después de ocho meses de pandemia, la cual ha sido como una marejada de amnesia que hizo olvidar a la gente cómo era América Latina a fines del año pasado. En octubre y noviembre de 2019 había una grave revuelta ciudadana en Chile y en Colombia, justamente dos de los países que están en la oprobiosa lista de los diez más desiguales del mundo. En este momento, Costa Rica vive una parálisis social, marcada por muchos factores, pero también por el desencanto democrático y la frustración social de un país que se llamó en el pasado «La Suiza de Centroamérica», que tuvo una equidad envidiable y, hoy, es —lastimosamente—, la caricatura de lo que fue, el noveno más desigual del planeta; una sociedad a la que se le derrumba su pacto social.

La única medicina para todos estos graves problemas sería una reestructuración del contrato social, empezando por la distribución de la riqueza. Sin embargo, parece muy difícil que ello suceda. Según datos de CEPAL, ese 10% de la población que recibe el 71% del ingreso y de la riqueza y solo paga el 5% del impuesto de renta parece que no está dispuesta a ceder nada. En forma endogámica, ignora lo que sucede a su alrededor. Creo que es un mal cálculo no solo ético, si no, además, económico. Si América Latina no hace una reforma de equidad de la riqueza, se convertirá pronto en un campo de batalla, en un territorio de violencia y frustración, en una especie de Somalia de esta región del mundo. Y allí los empresarios no podrán ver florecer ninguna de sus empresas; ni siquiera podrán conducir el Porsche Cayenne último modelo, a causa de la andanada de piedras y de seres humanos que se encontrarán por el camino, dispuestos a todo. Porque eso es lo que sucede cuando la gente no tiene nada que perder.

Notas

Alvaredo, F., Chancel, L., Piketty, T., Saez E. y Zucman, G. (2016). Taking on Inequality. World Bank.
CEPAL. (2019). Estudio Económico de América Latina y el Caribe 2019. Julio.
Guemez, C. y Paramio, L. (2020). El porvenir de una ilusión: clases medias en América Latina. Nueva sociedad. Enero-febrero.
OXFAM. (2020). Tiempo para el cuidado. Informe de OXFAM. Enero.