Las mayores barbaridades, fraudes, golpes de estado y genocidios de los últimos 200 años se han realizado en nombre de la sacrosanta democracia, que pareciera ser el escudo protector de los intereses de las grandes empresas trasnacionales y su cohorte de políticos y gobernantes de nuestro mundo tan poco occidental como cristiano.

Nadie tenía dudas de que nada iba a cambiar para América Latina y el Caribe si Donald Trump lograba su reelección. El triunfo de Joe Biden abrió la caja de una cantidad de interrogantes, entre ellas, si logrará asumir el mando y para qué lo asumirá. La gran ventaja que tiene ante su predecesor es que, al menos, sabe dónde queda su patio trasero.

Cuatro años después de sacudirse con la llegada de Donald Trump al poder, muchos esperan que la política estadounidense hacia América Latina volverá a dar un giro brusco, dadas las declaraciones de Biden sobre aumentar la cooperación continental en problemas que causan ese éxodo en la región, como la violencia y la pobreza; elevar la importancia de otros asuntos en la agenda hemisférica, incluidos los derechos humanos, el medioambiente y la corrupción. Calma: son promesas electorales.

El nuevo presidente recibirá enormes presiones para dar marcha atrás a muchos de los cambios radicales en temas que van desde la política exterior hasta la crisis climática. Pese a que lo intentó hasta los últimos días, Trump buscó algún logro en materia de política exterior, que incluían un acuerdo de paz para Medio Oriente, retirar las tropas de distintos países y lograr la liberación de rehenes estadounidenses que se cree se encuentran cautivos en Siria.

Pero no hay que olvidar que Biden, exvicepresidente de Barack Obama, es un anciano, incapaz ya de hablar coherentemente. Será la cara del gobierno, no quien tome las decisiones, de ello se encargará el lobby de la élite globalista, el gran capital trasnacional, la Red Atlas y su red de think tanks de la derecha, Wall Street, el Deep State y, obviamente, el aparato armamentista-militar.

Él puede parecer tonto, pero es tan poderoso como el propio globalismo. Por suerte, Kamala Harris, la primera vicepresidenta electa de EE. UU., tiene 56 años, 22 menos que el próximo presidente. Y, para cuando asuma, en enero de 2021, podrían haber muerto más de 350 mil estadounidenses debido al coronavirus.

Biden propone un cambio de paradigma, un momento decisivo y disruptivo en la historia de EE. UU., un cambio de modelo económico y de modelo energético. El objetivo es que, para 2050, EE. UU, sea un país de cero emisiones, carbono neutral... Hoy, es el segundo país que más contamina del mundo.

El cambio se basa en avances tecnológicos, en innovación; en un cambio total donde EE. UU. pasa de ser parte del problema —un país que sigue liderado por un negacionista que no escucha la evidencia científica—, a tener un presidente que impulsa toda la recuperación económica basándose en un eje de economía sostenible… y el gran negocio de la llamada economía verde.

En cada pantalla de televisión del mundo, en todos los idiomas, uno pudo ver al aún presidente estadounidenses Donald Trump, desarrollando su plan lleno de mentiras y amenazas (fakes) en vivo y en directo en nombre de la democracia. A EE. UU. la democracia le ha servido para todo menos para respetar la soberanía de los pueblos, los derechos humanos, el orden internacional.

Es un buen slogan para hacer explotar y robar los recursos de países en desarrollo, desestabilizar gobiernos, estados y regiones para que sus grandes corporaciones trasnacionales se apoderen de sus riquezas.

En ese lento final de ópera bufa, Trump se proclamaba vencedor sin serlo, denunciaba fraude electoral por las dudas, y completaba su golpe mientras enviaba a su masa fascistoide a intimidar a quienes protesten. Desde su gabinete, dijeron que la izquierda quería derrocarlo, construyendo el relato para justificar su maniobra y su previsible represión. Pero hay que entender su sistema deductivo: en realidad no existe tal izquierda, pero para ellos todo el que no vote a Trump es de izquierda o terrorista.

Trump y los republicanos entienden que su mejor respuesta es suprimir el voto en una democracia que gobiernan sin gozar del apoyo de una mayoría. Solo un presidente republicano ha ganado el voto popular desde 1988. Trump ganó con 46 por ciento en 2016 y nunca ha logrado obtener 50 por ciento de apoyo durante su gestión.

No sería la primera vez que los republicanos y el poder militar y empresarial impidan asumir al ganador de unas elecciones (George Bush contra Al Gore, Trump contra Hillary Clinton). Nadie descarta el fraude trumpiano: para ganar hace cuatro años requirió la ayuda de los rusos.

Pero llamar progresista, de centroizquierda a Biden y sus huestes demócratas, es un atropello a la inteligencia. Las grandes empresas que apostaron por cualquiera de los dos (o ambos) saben que el que ganará será el gran capital.

Es un sistema electoral complejo, hecho a medida para que las minorías o cualquier movimiento social y político que nazca de las raíces del pueblo sea abortado, ahogado, sin posibilidad alguna de acceder a las instituciones que están perfectamente acorazadas y armadas por un capitalismo imperialista que ambos, «demócratas» y republicanos practican desde hace un siglo.

Más allá de todo, queda la reflexión de los más de 65 millones de personas que votaron por Trump, aun sabiendo de su ideario y prácticas fascistas. No solo es la América profunda, sino también la superficial. Trump, el presidente más antidemocrático de la historia estadounidense, conecta con las clases populares más que los expertos, las encuestas y los liberales.

El trumpismo no acaba con Donald

El fascismo vuelve a ser la respuesta a la incertidumbre de mucha gente como ocurrió en los años 1930 en Europa. «Te vendo miedo al otro para que compres mi seguridad. Por eso, aunque pierda, el trumpismo seguirá, porque él es el síntoma, la enfermedad es el neoliberalismo que provoca las desigualdades», nos recuerda Javier Gallego en elDiario.es.

Y aunque Biden logre asumir, deja un tsunami global, basado en la legitimización del odio —machismo, homofobia, racismo, clasismo. Es una guerra contra el progreso y la igualdad en la que la clase dominante lanza a la clase trabajadora contra sí misma para mantener el orden vigente. Tu enemigo es el pobre, el inmigrante, el okupa, las feministas, los homosexuales, no el empresario que los explota y explota el planeta.

Trump impuso, en estos cuatro años de gobierno, la cultura del matonismo fascista en su discurso político hacia dentro y hacia afuera y le dio carta blanca a los violentos y fascistas del mundo para intimidar no solo a sus oponentes sino también a los diferentes. Es el niño abusador del colegio, el matón que desaloja a los pobres de los pisos de su padre, el histrión mussoliniano que triunfa en la tele.

Ha banalizado el mal. No ha tenido empacho en lanzar a las masas contra la prensa, contra las mujeres, contra los supuestamente rojos, contra los negros, contra los progres. Incendia las calles para expulsar al disidente, limitar las libertades, imponerse. Y, lamentablemente, su modelo «democrático» es imitado en muchos países europeos y, también, latinoamericanos.

Ha popularizado la hegemonía de la mentira, con falsedades, bulos o bolas, (fake news al por mayor), en una propaganda fascista multiplicada por medios de comunicación y redes sociales, en manos de pocos grandes empresarios. Al igual que en la época del nazifascismo, creó hegemonía engañando, enfrentando, polarizando.

David Sherfinsky, señala en el Washington Times, que se trata de un demagogo desatado, poseído por una nietzscheana voluntad de poder que exalta como patriotas a los automovilistas que acosaron y bloquearon al bus en que viajaba Joe Biden por Texas; que desafía la legislación electoral y cualquier otra, incluida la tributaria; que se burla de la «corrección política» tan cultivada por sus rivales.

Indica que maneja con perversa maestría las redes sociales; que se enfrenta e insulta a los medios concentrados (CNN, el New York Times, el Washington Post y toda la prensa «culta»), que se construye como el gran defensor del little guy, de la gente común, olvidada por el elitismo gerencial de los republicanos tradicionales y el globalismo neoliberal de los demócratas y que cristaliza el apoyo de un imponente bloque social, pulsando las potentes cuerdas del resentimiento, el odio, el temor que abren la caja de Pandora del racismo y la xenofobia.

El discurso de Trump exalta la perdida grandeza de su país, amenazada por los pérfidos chinos que «inventaron al coronavirus para poner a Estados Unidos de rodillas», grandeza que él se propone recuperar a cualquier precio.

Sí: fue capaz de negar el coronavirus, aunque haya contagiado a más de diez millones de personas y matado a 240 mil en su propio país. Impunemente, denigra la ciencia y la verdad científica para imponer sus «verdades alternativas». Mentir sirve para conseguir —y mantener— el poder. De eso se trata.

Lamentablemente, el trumpismo no se acaba con Trump. Se ha convertido en una fuerza traslocal, en el símbolo del ultranacionalismo de derecha, del negacionismo científico y climático, numen de los conspiranoicos.

El escenario de la crisis del coronavirus ha sido propicio para los populismos ultraconservadores. La que estamos librando —aunque nuestros «grandes pensadores» ni se hayan dado cuenta— es una batalla cultural que evite el retroceso al pasado, en un mundo que, gracias a Trump y al coronavirus, no es ya —ni será— el mismo.

Las relaciones con el patio trasero

Con Biden, habrá una aceleración de la reubicación de industrias, muchas de ellas en Latinoamérica, que queda mucho más cerca desde un punto de vista no solo geográfico sino también ideológico. Industrias en sectores como la tecnología, el almacenamiento de datos, la fabricación de material médico e, incluso, energía.

Argentina, Chile y Bolivia, en particular, son muy importantes porque uno de los sectores estratégicos para la economía verde norteamericana son los minerales estratégicos como el litio, y también las tierras raras, que se encuentran en Latinoamérica (y no se necesita importarlas de China), imprescindibles para el desarrollo del sector estratégico como en armamento y supercomputadores.

Biden cree que se debe apostar por un gran Plan Marshall de 4,000 millones de dólares para Centroamérica y generar empleo en estos países. Así mejoraría la economía… y terminaría con la inmigración ilegal. Lo que propone es rebuild better, «reconstruir mejor». No se puede volver a lo de antes, porque el mundo ya no es ni será igual.

Para el equipo económico del demócrata, a nivel de sostenibilidad, se debe basar la recuperación económica en un eje verde, apostar por infraestructuras, eficiencia energética, energías renovables, almacenamiento de energía, o sea, todos estos sectores, innovación y I+D que son absolutamente estratégicos. Y eso, que viene de la mano de las grandes trasnacionales estadounidenses, tiene un impacto en Latinoamérica, también.

No le será fácil al equipo de Biden. Diplomáticos y ex altos funcionarios estadounidenses sostienen que sus posiciones en materia de comercio, derechos humanos, cambio climático y lucha contra la corrupción podrían resultar incómodas para algunos de los gobernantes de la región, acostumbrados a un Trump, que hacía la vista gorda. Se teme que la posición de Biden sobre comercio, trabajo y medio ambiente, sea mucho más dura que la de Trump.

América Latina no será una prioridad, especialmente para un presidente que enfrentará una grave emergencia económica y sanitaria. México sería el principal foco de atención debido a su larga frontera terrestre —fuente de inmigración ilegal y contrabando de drogas— y a su condición de gran socio comercial y de inversiones. Biden prometió poner fin a muchas de las políticas inmigratorias de Trump y dejar de construir el muro en la frontera mexicana. Ya veremos.

Eso conlleva sus propios riesgos. Thomas Shannon, un ex alto funcionario del Departamento de Estado, dijo: «El mayor desafío al principio quizás sea el tema de la inmigración. Hay una verdadera presión para que se reviertan las medidas sobre migración, refugiados y asilo, pero si no tienen cuidado en cómo lo hacen, podría llevar a muchos centroamericanos a decidir que este es el momento de dirigirse al norte».

Las opiniones de Biden sobre la deforestación de la Amazonia y la promesa de «consecuencias económicas importantes» si Brasil no cumple con el plan de 20 mil millones de dólares para recuperar la selva tropical, ya molestaron a Jair Bolsonaro, émulo de Trump, quien afirmó que el electo presidente había mostrado una «clara señal de desprecio hacia la coexistencia cordial y fructífera».

En Washington midieron la respuesta. Para los asesores de Biden, la problemática del clima es muy importante y la idea es aislar a Bolsonaro y a sus socios, sobre todo, considerando que perder a su gran amigo en el norte podría ser un gran problema para un gobierno como el de Bolsonaro, que tiene todos los huevos en esa canasta.

Pero Bolsonaro no es único que se jugó por Trump. También lo hizo el colombiano ultraderechista Iván Duque, que ahora teme la reducción o fiscalización de los miles de millones de dólares que recibe anualmente para —supuestamente— combatir el narcotráfico y la violencia.

Desde su círculo de asesores se sostiene que, en cuanto a Venezuela, al igual que con Cuba, es poco probable que el gobierno de Biden vuelva directamente a la tregua de la época de Obama; la influencia de los votantes latinos ultraderechistas en el estado clave de Florida se encargará de eso. Es más probable que se avance con pasos cautelosos para crear confianza.

Dado que los presidentes de las naciones andinas (Chile, Perú y Ecuador) dejarán su cargo durante el primer año de un nuevo presidente el pragmático (y cada vez más moderado) argentino, Alberto Fernández es uno de los que pueden beneficiarse de un gobierno de Biden.

Rusia y China

Si no se produce una guerra civil, lo que no es de descartar en las circunstancias actuales, Biden se opondrá al auge de la multipolaridad. Las posibilidades de una nueva guerra mundial son mucho mayores, porque una potencia nuclear cuya soberanía se basa en la capacidad militar es designada como su principal enemigo desde el principio.

Biden actuará en el marco de la geopolítica clásica tratando de atacar a Rusia y, de alguna manera, seducir o neutralizar, por lo menos, a China. Rusia será el principal objeto de presión, ataques y posibles conflictos. La hegemonía global del Occidente liberal está asegurada por la debilidad del poder de la tierra, es decir, de Rusia como Eurasia. Entonces, a los ojos de Biden, China puede considerarse como una parte orgánica del sistema liberal internacional y la expansión internacional de la economía china no es la principal amenaza para el globalismo.

El moderado Biden también recibirá la presión del ala progresista de su propio Partido Demócrata, que ejerce una influencia creciente y aspira a grandes cambios institucionales para responder a las cuestiones más urgentes del futuro del país. Recibe una depresión económica y una pandemia, y lo estarán eligiendo para que resuelva todo esto y haga algo grande...

Tras las multitudinarias protestas por el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis, también hay mucha expectativa por un posible paquete legislativo en el Congreso que reforme a las fuerzas del orden. Biden también recibiría muchas presiones para poner fin a una anticuada regla del Senado estadounidense conocida como «filibusterismo», que permite al partido en la oposición paralizar los nombramientos y el proceso legislativo.

Los demócratas también dicen que Biden hará que Estados Unidos reingrese de forma inmediata en la Organización Mundial de la Salud reanudando sus contribuciones financieras; que unirá nuevamente a Estados Unidos al Acuerdo de París por el clima y que anulará las prohibiciones de entrada impuestas por la Administración Trump a los viajeros de países musulmanes.

Biden ha prometido que también volverá al acuerdo nuclear de 2015 con Irán, llamado Plan de Acción Integral Conjunto, aunque, para decidir cuándo, habrá que negociar antes el listado de requisitos a cumplir por Teherán para regresar al pleno cumplimiento de los límites a sus actividades nucleares definidos en el plan.

El equipo de campaña de Biden propuso convocar una cumbre de democracias para su primer año de mandato. El ala más progresista del partido presionará para no se limite a replicar el orden internacional de antes de Trump, especialmente en lo referido a las relaciones con aliados autocráticos como Arabia Saudí y firmar cuanto antes una ley, ya acordada por el Congreso, para frenar el apoyo de EE. UU. a la guerra dirigida por los saudíes en Yemen.

Obviamente Biden no es igual a Trump. A diferencia del aún mandatario, Joe Biden conoce Latinoamérica in situ y sabe bien de la importancia que tiene para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y una de las lecciones que deja la pandemia de coronavirus es que EE. UU. precisa acercar sus cadenas de suministro, tras verse absolutamente contra las cuerdas cuando varios países tuvieron que salir a mercados internacionales a mendigar barbijos y equipo médico.

Hace 15 años, en Mar del Plata, cinco presidentes latinoamericanos (de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela) gritaron: «ALCArajo», haciendo trizas el patoteo de Bush y el proyecto del Área Económica de las Américas, de Miami a Tierra del Fuego. Vale la pena recordarlo.